no existía conciencia moral en muchas personas de las barbaridades que se estaban cometiendo, que llegaban a considerarse normales y legítimas, acordes a ese sistema de valores en el que muchos vivían inmersos.
Los valores sociales han ido creándose y arraigando en nuestras sociedades, siempre con la finalidad de contribuir de una u otra forma, directa o indirectamente, a la supervivencia de la sociedad. Los valores que las sociedades desarrolladas han venido asumiendo son en gran parte responsables de los logros alcanzados en materia de desarrollo económico y material, contribuyendo también a la mejora de nuestra convivencia y seguridad. Esos valores y códigos de relación y convivencia han ido quedando registrados en eso que Rousseau denominaba el contrato social. Sin duda han procurado una gran utilidad a la sociedad como grupo para asegurar una «eficaz» convivencia.
Sin embargo, hoy, como expongo en el libro Rousseau no usa bitcoins1, parece que ese contrato social tan útil para llegar hasta nuestro nivel de desarrollo ha quedado obsoleto. Parece como si los valores que sustentaban ese contrato social no resultaran ya útiles o apropiados para seguir contribuyendo a la mejora y fortaleza de nuestra sociedad. Por esa razón, el contrato social en su sentido tradicional hoy está muy en entredicho, precisamente por entenderse que esos valores «tradicionales» quizá no sirvan para una sociedad tan desarrollada y avanzada económicamente como la nuestra. Nos preguntamos por ello si nuestro «sistema», digamos que el occidental, está obsoleto.
Por más que a muchos como a mí mismo nos parezcan valiosos los valores y virtudes tradicionales, la creciente superficialidad de nuestro mundo nos está conduciendo a una sociedad en la que «todo vale si funciona para nuestros fines» y mientras se respete una estética formal decente o políticamente correcta. Lo aparente se hace hoy más importante que la sustancia. Solo esto puede explicar, con sentido antropo-social, la crisis de valores y referencias que se da hoy en nuestra sociedad. Ojalá sea nada más que un bache en el camino del desarrollo de valores en el que el hombre siempre ha caminado, a pesar de sus múltiples tropezones. O quizá deba yo admitir que es solo la apreciación de un nostálgico que ya no es un niño y pierde la consciencia de que este fenómeno siempre se ha dado a lo largo de la Historia. Pero ¿es normal tanto deterioro de los valores en tan poco tiempo?
Con el transcurso de la vida los individuos vamos siendo influenciados por la sociedad que nos rodea, y que puede ser más o menos cambiante. Nuestros valores personales en mayor o menor medida tenderán a alinearse con la evolución de los valores sociales, o bien a mantenerse marcadamente discrepantes de ellos si nuestro estilo personal o nuestra personalidad es de tendencia disidente a lo que generalmente impera en cada momento. El que pertenece al rebaño ajustará sus valores para no salirse de la manada, pero el que es rebelde ajustará también sus valores para asegurarse de que mantiene el nivel de rebeldía deseado. Se trata de una evolución individual pero condicionada por la evolución de nuestro entorno, por lo que podríamos calificarla de evolución socio-individual.
Existe también una evolución de nuestros valores individuales que no se relaciona con el entorno social sino con el ciclo vital propio en el que nos encontramos. A lo largo de la vida vamos viendo las cosas de distinta forma, y con seguridad vivimos con valores muy diferentes según la etapa vital. El joven es sin duda mucho más proclive a la libertad, al riesgo y a la individualidad pues necesita encontrar su hueco en la manada o en la sociedad. Y así debe ser, pues la juventud ha de ser el motor de la innovación o la adaptación social. Por el contrario, las personas más mayores tienden a ser más prudentes y conservadoras y la experiencia les hace valorar de forma prioritaria la seguridad, haciéndose a su vez más conscientes del valor de las buenas relaciones amorosas y de cariño y de la mejora social.
Esta evolución intra-individuo relacionada con la edad está con seguridad relacionada con ese instinto de conservación social que fomenta el desarrollo de sociedades en las que se da el enriquecimiento derivado de una lucha entre las fuerzas innovadoras y de cambio, representadas por los jóvenes, y los criterios de prudencia y sabiduría más propios de los mayores.
Vivimos en nuestra sociedad un desarrollo científico y tecnológico trepidante. Muchos describen un futuro próximo en el que casi habremos vencido a la muerte, o al menos alargado enormemente la duración de nuestras vidas. Soy escéptico en relación con ello pues el ser humano tiene una enorme capacidad de solucionar problemas, pero también de crearlos. Y por ello, en esa dinámica unas cosas buenas compensarán las no tan buenas, confiando en que siempre haya un pequeño excedente de mejora. Pero, en ese hipotético escenario de vidas tan prolongadas y optimizadas ¿continuarán los jóvenes en edad de procrear sacrificándose para hacerlo y encargarse del cuidado de sus hijos? ¿Se mantendrá la entrega filantrópica de los mayores para proteger el mantenimiento de la especie a través del cuidado de las generaciones más jóvenes procreadas? ¿O quizá cambie la programación o predisposición genética de los futuros jóvenes para hacerles mucho más solidarios y compasivos con los más mayores de nuestra sociedad que verán muy alargada la vida y por tanto quizá sea mayor la duración de su situación de dependencia? ¿Es quizá posible que el incremento de parejas LGTBI pueda obedecer a un espontáneo e inteligente mecanismo auto-protector de nuestra naturaleza social, desacelerando el incremento de población ante una situación en la que el alargamiento de la vida podría llevar a una saturación de población?
No tengo respuesta ni capacidad de predicción, pues la evolución y las formas de adaptación social son poco anticipables. Y por más que a algunos nos guste elucubrar haciendo previsiones sobre el futuro social, en temas sociales «el camino se hace al andar». Pero sí me atrevo a decir que serán las sociedades, cuyos miembros sepan gestionar adecuadamente estos dilemas evolutivos en convivencia con unos adecuados valores, las que sobrevivirán y se harán más fuertes en el campo de juego global.
El gen religioso
Llamo trascendente o espiritual a esa dimensión no aprehensible de nuestra existencia y de nuestra vida, a aquel territorio de ignorancia que llevó a Sócrates a decir que solo sabía que no sabía nada. Es aquel océano, o más bien universo de ideas, razones, conocimientos, porqués, valores, lógicas relativos a nuestra existencia que hoy no podemos conocer, aunque nos gustaría hacerlo.
A pesar de la ingente cantidad de conocimiento que existe en el mundo, dicho conocimiento está delimitado por los confines y las reglas del método científico y deja fuera todo ese universo maravilloso que sitúo bajo el nombre de trascendencia o espiritualidad. Ese mundo que hay más allá de la ciencia es un territorio al que no podemos acceder con las limitaciones derivadas de nuestra concepción de las cosas y de nuestro lenguaje. Pero es el territorio que tiene la respuesta para explicar «el porqué». Si la ciencia se mueve en el ámbito del «qué», el universo del misterio se mueve en el ámbito del ¿«por qué» estamos aquí?, ¿«por qué» se produjo el Big Bang? y todos los porqués que queramos plantearnos. Son «porqués» cuya respuesta exige ir más allá de las explicaciones puramente físicas, químicas o lógicas que describen los fenómenos como relaciones de causa-efecto. Son respuestas, seguramente personalísimas, que exigen «sentido» y mucho más que meras palabras en la explicación de cada «porqué».
El hombre es un ser con inquietudes religiosas. Quiere y busca explicaciones que den sentido a su vida y a la muerte y por ello es de suponer que es algo solo propio del hombre. Se habla incluso de un gen religioso, con las lógicas polémicas sobre ello. Unos tienen creencia o fe en un Dios y practican más o menos una religión. Otros creen activamente en la no existencia de Dios. Y otra tercera categoría se mantiene en la duda sin atreverse a pensar ni una cosa ni otra. Pero en todos ellos se da esa reflexión o inquietud interna sobre la existencia o no de Dios y sobre el sentido de la vida o el más allá. La mera discusión de si Dios existe o no es de alguna manera admitir el concepto de Dios y ello condiciona de alguna forma nuestra existencia.
En cualquier caso, no puede ser la ciencia la que nos lleve a creer o no creer en Dios. Incluso para quienes se sientan o declaren activamente ateos, una mínima humildad existencial debería llevarlos a aceptar y convivir con ese universo del misterio en el que pueden depositar la incógnita sobre si es o no necesaria la existencia de «un principio antes de todas las cosas» o si existe un «porqué» que explique el sentido de nuestra existencia y de las cosas.
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