Eric Tremolada Álvarez

Nuevas propuestas de integración regional


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coinciden —este es el recurrente gap o brecha entre retórica y realidad tan característico del regionalismo latinoamericano—, se plantea de forma paradójica cómo un creciente interregionalismo en sentido amplio por parte de los actores latinoamericanos redundaría en un debilitamiento del regionalismo latinoamericano propiamente dicho. Esto es, frente a la tesitura de un regionalismo crecientemente deslegitimado por las narrativas que lo vinculan con gobiernos e ideologías pasadas11 y su apuesta posliberal, los nuevos tomadores de decisión entonces apostarían marcadamente por valerse de un mecanismo regional —la Alianza del Pacífico— como forma de proyección nacional bajo un enfoque de globalización regionalizada o selectiva a través de un megabloque comercial como es el tpp.

      En este contexto, hay que subrayar que la tendencia a la constitución de megabloques comerciales en una suerte de transregionalismo selectivo, si fuera entendido de forma general como un fait accompli, esto es, el hecho de que en la práctica la mayoría del comercio mundial se rigiera por los esquemas del transregionalismo, nos presentaría al menos dos consecuencias obvias en relación con la región de América Latina y el Caribe. La primera tendría que ver con la manera como se habría consolidado una suerte de bypass del multilateralismo de la omc. Es decir, dado el bloqueo del foro multilateral y de la Ronda de Doha, esta estrategia por fuera obligaría a la omc a adoptar estos nuevos estándares como un hecho consumado o, por el contrario, a condenarse a una creciente irrelevancia. La segunda consecuencia derivaría de este hecho: mientras que en el marco de la omc los países latinoamericanos y caribeños tienen margen para establecer coaliciones negociadoras o incluso vetar y oponerse a acuerdos perjudiciales, la asunción tácita de un patrón comercial pactado en un contexto de bilateralismo selectivo sería impuesta en la práctica sin posibilidad real de resistirse a lo que se pudiera entender como efectos perniciosos, incluyendo con ello las medidas que pudieran erosionar ciertas cuotas de autonomía o soberanía de estos países. En relación con esto último, no podemos olvidar que una de las principales críticas vertidas frente a estos megaacuerdos es la referente a los Investor-State Dispute Settlements (isds), lo que conlleva el socavamiento de la soberanía de un Estado al verse este obligado a pleitear por disputas con inversores internacionales (Schmieg, 2015).

      En definitiva, aunque los impactos son inciertos y asimétricos para la región de América Latina y el Caribe en su conjunto, sí hay un relativo consenso en el perjuicio que generaría no ser parte de una iniciativa capaz de generar importantes repercusiones en el terreno global —no solo de índole comercial, sino también geopolítico—. En este sentido, ser un sujeto pasivo sin ninguna posibilidad de incidir en la negociación y en la toma de decisiones (es decir, ser un mero rule taker en vez de un rule maker) abocaría a la gran mayoría de países de la región, y por ende a la propia región en su conjunto, a una creciente irrelevancia.

      Frente a este panorama, todo parece indicar que la mejor receta para acometer problemáticas domésticas compartidas sería regionalizar las soluciones, esto es, decisiones coordinadas para problemas comunes transnacionalizados —desde problemas de inequidad y desarrollo hasta luchas contra la corrupción, la seguridad ciudadana o el crimen organizado—. Lo anterior podría ser entendido a priori como cesión de soberanía o transferencia de competencias a un ente superior —en última instancia, esto es lo que significaría la integración regional—, y redundaría en un mayor margen de maniobra y capacidad de agencia que la pretendida autonomía que deriva del transregionalismo à la carte o de un bilateralismo selectivo. En un escenario que algunos (Sanahuja, 2018) califican como fin de globalización o posglobalización, en el que se transitaría del multilateralismo hegemónico al multilateralismo revisionista, nuevos desafíos estarían surgiendo y por tanto nuevas recetas y estrategias serán necesarias. En este sentido, el regionalismo latinoamericano se presentaría como un instrumento útil para coordinar, consensuar e implementar dichas estrategias.

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