de la Unión Europea o un megabloque comercial como el ttip.
Abordando específicamente los acuerdos megarregionales (como son el ttip, el rcep7, el tpp, etc.), estos se caracterizan (i) por la gran dimensión espacial, poblacional y de pib que engloban, (ii) por la aspiración de abarcar áreas continentales y (iii) por presentar una agenda temática plural que sobrepasa lo tradicionalmente negociado a través de la omc (Rosales y Herreros, 2014). Estos elementos denotan la novedad del fenómeno, al mismo tiempo que permiten avizorar las dimensiones de sus potenciales efectos a nivel global. Nos encontramos, por tanto, ante instrumentos con potentes connotaciones geopolíticas, en la medida en que no solo reconfiguran los flujos de comercio internacional, sino que también habilitan para presentarse ante el mundo como un socio confiable, previsible y respetable.
A priori, se visibilizan dos claros impactos derivados de la constitución de estos megabloques comerciales (Manrique y Lerch, 2015): en primer lugar, la creación y posible desviación de comercio en una suerte de globalización regionalizada o bilateralismo selectivo, cuyos efectos serían más severos en los países en desarrollo que no formaran parte de dichos mecanismos y que podrían pagar los costes de su exclusión; y en segundo lugar, la modificación del régimen multilateral de comercio global, con connotaciones geopolíticas en la medida en que los Estados miembros tendrían la capacidad para fijar el nuevo estándar global.
Hay que apuntar que el tpp, que se erige en el megabloque con mayor impacto en la región de América Latina y el Caribe, se remonta a un primer acuerdo estratégico transpacífico de asociación económica, conocido como P-4, y suscrito por Chile, Nueva Zelanda, Singapur y Brunei Darussalam en 2005 (Rosales, Herreros, Frohmann y García-Millán, 2013). Tras el interés estadounidense por sumarse a este en 2010 y ampliarlo, cambiaron sus aspiraciones y connotaciones pasando a ser uno de los instrumentos más ambiciosos para tender puentes comerciales a ambas orillas del Pacífico. La fuerte apuesta por la región Asia-Pacífico emanada desde Washington8 marcó su liderazgo en esta negociación, al mismo tiempo que suscitó el interés de otros actores por adherirse a la iniciativa.
La inclusión en las negociaciones de Canadá, de México y de Japón, especialmente, supuso un punto de inflexión en este proceso. Hasta ese momento, el volumen comercial de los socios, excluyendo a Estados Unidos, era muy reducido en términos relativos. Sin embargo, la irrupción de Canadá y México dotó al proyecto de mayor volumen —en términos económicos, pero también regionales al abarcar todo el tlcan-nafta—, y la incorporación de Japón a la mesa de negociaciones suscitó un mayor interés económico al tratarse de una de las principales economías mundiales.
Como no podía ser de otro modo, el reverso de la moneda de este hecho es que las negociaciones se dificultaron, toda vez que ya no se trataba de un proyecto con un claro sesgo asimétrico en favor de un único dominador negociador —Estados Unidos—, sino con la posibilidad de coaliciones negociadoras y acuerdos cruzados en función de diversos intereses. Posteriormente, las dificultades han sido aún mayores, dado el rechazo de la administración Trump al acuerdo en aras de impulsar una visión proteccionista en detrimento de estos megabloques comerciales. Así, finalmente se ha constituido un tpp-11 a raíz de la firma del acuerdo el pasado mes de marzo, con lo que el resto de socios evidenciaron su compromiso con esta estrategia transregionalista.
Regionalismo, interregionalismo e inserción internacional
En el contexto específico de la región de América Latina y el Caribe, han seguido presentes los debates sobre la idoneidad del regionalismo como instrumento de inserción internacional. En este sentido, aparte de las críticas a su ineficacia (Gardini y Malamud, 2012) y de los llamados a mejoras en ciertos proyectos regionales (Caetano, 2015), la principal novedad ha sido la irrupción de la Alianza del Pacífico (ap)9. En todo caso, es sintomático que debido a sus objetivos, su diseño institucional y su agenda negativa de integración —mayoritariamente centrada en la eliminación de aranceles entre los miembros, que a día de hoy alcanza hasta el 92% del comercio, acompañado de algunas otras medidas como la eliminación de visas y la promoción de intercambios educativos y turísticos—, la ap está más cerca del regionalismo abierto de los noventa o de una suerte de regionalismo pragmático que del regionalismo posliberal de principios de este siglo.
Si aceptáramos la metáfora de que históricamente el regionalismo latinoamericano funciona como una suerte de péndulo o fenómeno cíclico, podríamos anticipar que tras un ciclo de regionalismo posliberal con énfasis en modelos neodesarrollistas impulsados por el Estado, nos veríamos ahora abocados a un nuevo ciclo de regionalismo latinoamericano con un marcado sesgo comercial y promercado, y a una propuesta para enfatizar la dimensión económica por encima de la estrictamente política... a la espera de que el agotamiento del actual ciclo ocurra en una suerte de mito de Sísifo.
Uno de los objetivos implícitos —y neurálgicos— de la ap no sería tanto fomentar cadenas de valor ni incrementar el comercio intrarregional, toda vez que sus flujos comerciales prioritarios son externos, sino presentar a sus integrantes como potenciales candidatos fiables para comerciar e invertir de cara a actores extrarregionales, en contraposición con sus antagónicos pares proteccionistas y neodesarrollistas encuadrados en el Mercosur. De este modo, se abonaría la creciente narrativa entre los buenos y los malos en América Latina, señalando así los Estados susceptibles de ganarse la confianza de los mercados. En este contexto, será pertinente preguntarse si más allá de un objetivo regional real o de una agenda integracionista, la ap no busca sino una suerte de obtención de estatus, esto es, si los miembros y los candidatos a unirse no son sino status-seekers en una estrategia de nation-branding (Nolte, 2016). Esto explicaría el gran número de observadores de este mecanismo regional, 52, y los cautos avances desde su creación. De hecho, dicho estatus sería entendido como un éxito en sí mismo para la propia ap, pero principalmente y de forma aún más importante, para cada uno de sus integrantes a título individual, fomentando indirectamente con esto una competencia entre ellos en detrimento de un proyecto común. En ese sentido, la ap ahondaría en esa visión de bilateralismo selectivo inmerso en una globalización regionalizada a pesar de que usara tanto los ropajes del regionalismo, al intentar presentarse como el esquema regional más exitoso, como el lenguaje del multilateralismo, al señalar su compromiso con la reducción de los obstáculos al comercio.
En línea con esta perspectiva de entender la ap como un medio más que como un fin, es decir, más como una palanca de inserción internacional, como un trampolín para poder comerciar con la dinámica región Asía-Pacífico, entronca el desarrollo del tpp. De hecho, la vinculación entre la ap y el tpp es observable por las aspiraciones de algunos de tejer un puente directo entre ambas. Así, a pesar de la no adhesión automática de Colombia al tpp10, los países candidatos a sumarse a la ap (Panamá y Costa Rica) ya han manifestado que parte de su motivación para integrar la ap es su ulterior interés en solicitar su adhesión al tpp. En otras palabras, aunque la ap se constituya formalmente en un mecanismo regional, lejos de fomentar una inserción internacional de región a región —en lo que sería interregionalismo en sentido estricto—, podría conllevar una acentuación de la bilateralización de la política exterior de los miembros haciendo uso de un instrumento transregional o interregional en sentido amplio —en este caso el tpp—, con el objetivo de satisfacer sus preferencias e intereses económico-comerciales estrictamente nacionales.
Reflexiones finales
Finalmente, cabe abordar la relación entre regionalismo e interregionalismo en Latinoamérica, analizando dos opciones: (a) si como pudiera parecer a priori de forma intuitiva, ambos fenómenos se retroalimentaran —los éxitos del regionalismo incentivan el interregionalismo en aras de extrapolar ese modelo y viceversa—; o (b) si, por el contrario, tras el ocaso del ciclo del regionalismo posliberal, la región apostara por una política exterior de globalización regionalizada o bilateralismo selectivo en la que la inserción internacional viniera de la mano de acuerdos comerciales para conformar megarregiones, esto es, una suerte de transregionalismo à la carte.
En virtud de la primera posibilidad, cabría deducir que el mal desempeño del regionalismo latinoamericano acarrearía la ineficacia y la falta de interés por el interregionalismo, ya que no respondería a la finalidad a priori encomendada