pocos segundos reconocemos si estamos delante de un drama o un thriller. También en pocos segundos sabemos si estamos en una exposición, sea del tipo que sea. De todos modos, la exposición de arte contemporáneo trabaja con contenidos que se encuentran en constante modificación y crisis, con lo que las formas aprendidas tocará desaprenderlas. Será en ese desaprender cuando la exposición y sus límites empezarán a ofrecer posibilidades distintas a las que encontrábamos en los modelos clásicos del dispositivo de presentación artístico por excelencia. Clásicos en la modernidad, olvidando una tradición en la exposición borrada mediante la pulcritud que define un poder burgués. La definición de la exposición necesita de esta permanente crisis, necesita ser flexible para evitar convertirse en una herramienta superada.
Al tratar con arte contemporáneo, la exposición necesita de la crítica interna, del preguntarse qué es. Las paredes blancas, las obras ordenadas... todo puede entrar en crisis. Todo puede ponerse en crisis en varias ocasiones. Las paredes blancas fueron en sí mismas una respuesta a un modo de presentación, fueron un sistema para destacar el arte contemporáneo y para generar un modo de acercamiento puro a las obras que se estaban creando al mismo tiempo que se estaban observando. Las paredes blancas separaban de la historia, sirvieron para generar un discurso de laboratorio, una explicación lógica de los procesos y evoluciones dentro del arte contemporáneo. Una explicación que aproximaba el arte contemporáneo a cómo se había contado la historia; algo así como una cadena de eventos lógica, con una supuesta evolución hasta llegar a un momento de plenitud que sería el del espectador. En esta historia, con sus héroes y sus momentos álgidos, con sus genios y sus gestos mayúsculos, no había lugar para la discusión y para la pausa. Después de un momento llega otro, después de una vanguardia llega otra. En un espacio que elimina toda posible conexión con el exterior esto es posible. En un espacio donde el arte sigue su propio devenir esto es posible. Y nos gustan las historias que funcionan, igual que las novelas, igual que las películas donde cada parte cobra sentido con la siguiente. El espectador observa y no interactúa pero, de todos modos, es bien recibido y acogido dentro del recorrido lógico y artificial de la verdad.
Ya Marcel Duchamp, al organizar varias exposiciones con obra de artistas coetáneos, planteaba algunas “dificultades” a la propia idea de exposición y, también, a los movimientos de sus visitantes. No todo tiene que ser limpio, no todo tiene que ser claro y diáfano. Pero el poder abismal de la forma del white cube nos ha llevado a un lenguaje de la exposición bien definido. No únicamente las paredes blancas forman parte de la exposición base; los recorridos lógicos, la individualización de las obras, el ofrecer un sentido a lo que se ve… son algunos de los elementos que marcan lo que es una exposición.
La exposición, con su pulcritud, es también una representación del poder que se encuentra tras de ella. El público (aquí en singular) puede pasear y observar en este formato de exposición y en algún caso hasta podrá interactuar, siempre dentro de unos límites. La definición de este tipo de exposición conlleva que la acción del público sea menor. La acción importante es la de las obras, lo que tiene valor, lo que forma parte ya de la historia por el derecho que le da la exposición. El poder, como la exposición, se encuentra en los pequeños detalles que dirigen la mirada sin que, casi, seamos conscientes de ello. Las obras se convierten en un sistema para esconder quien habla, para esconder quien dicta. Al dar un valor rotundo a las obras, al apostar por su individualización en piezas maestras, se potencia que la mirada se focalice en cada una de ellas, escondiéndose el discurso que las une. Un discurso que en el caso del MoMA de Nueva York se generaba en un momento y en un lugar concreto, en unas condiciones políticas y sociales específicas. Un momento en el que el poder y su discurso en Estados Unidos se liga a una idea de contemporaneidad, de adelanto cultural, de liderazgo en la experimentación. La Europa derrotada tendrá que aceptar que la cultura se dicta desde otro lugar y bajo otras palabras, con otros narradores. Ahora agentes privados, propietarios de aquello que destaca en la construcción narrativa que sustenta una exposición limpia, desconectada, lógica. Poderosa pero que se esconde en sus obras. Una clase empresarial de altos vuelos que define desde arriba en, y mediante, el museo.
Las formas clásicas han seguido en marcha, pasando a formar parte de lo establecido, adaptándose también a otras ideas y objetivos. Pero la idea de poder que respira esta formalización de la exposición parte de esas condiciones políticas y sociales específicas y de un museo que apostó por definir un presente prometedor y brillante mediante una lectura de un pasado reciente que destacaba por el espíritu de los ganadores. Lo blanco, lo neutro, lo “que tiene que ser” responde a un momento y una voluntad específica. La forma seguirá utilizándose después, manteniéndose una idea de poder y veracidad y olvidándose lo que quería ser en sus orígenes y sus objetivos ideológicos. La forma sigue y se impone, casi como un lenguaje necesario y abrumador.
Si pensamos ahora que esta exposición modelo, heredera sin que lo quiera de una situación particular, es una exposición temporal (algo que seguramente forma parte de lo que es la exposición “modelo”) podemos percatarnos de que el “tiempo de vida” de la exposición no permite ser consciente de su temporalidad. La exposición es hoy. Y “hoy” cierra. Igual que un periódico, la exposición tiene las formas del presente, sus visitantes visten la ropa de actualidad, los colores son los que tocan y no han envejecido. La conexión con el presente dificulta, de algún modo, el poder observar la exposición -como elemento en sí- desde la distancia. Podemos mirar una película de los años cincuenta y entender fácilmente que las cosas han cambiado, que los ritmos en el cine son otros, que los actores tratan de otro modo la cámara y viceversa, y, sin lugar a dudas, aquello que estamos mirando sigue siendo una película. Pero ¿cuántas exposiciones “fuera de tiempo” podremos visitar? ¿Tiene sentido pensar en exposiciones de arte contemporáneo “fuera de tiempo”? ¿Cómo visitaríamos una “exposición de exposiciones de arte contemporáneo”? Nos encontramos con una imposibilidad de “re-visita” a exposiciones. Podemos leer la historia de las exposiciones, conocer momentos destacados del hecho expositivo, tener información sobre sus definidores y participantes, pero en muy pocas ocasiones podremos formar parte de aquello que ya cerró. Y aquí es donde aparece uno de los elementos que generan la fascinación por el momento expositivo, aquí aparece la necesidad de algunos de realizar largos viajes para visitar exposiciones ya que, si esa propuesta expositiva que vamos a visitar pasa a la historia no será lo mismo leer sobre ella que recordar sus detalles, sus emociones y sus defectos.
¿Y todo por las paredes blancas? Las paredes blancas son una forma, un modo de actuación. Estas mismas paredes blancas pueden buscar caminos absolutamente opuestos, pueden presenciar situaciones que nacen precisamente como sistema para buscar otras funciones a la exposición. Al final, como todo, las formas dependen de los contenidos y serán los contenidos -y la idea que tengamos de ellos y qué hacer y dónde llegar- los que marcarán lo que puede pasar en la exposición. También las paredes blancas están allí para ser doblemente manipuladas. Si como visitantes de una exposición de este tipo estamos condicionados por su forma a realizar un tipo de aproximación, darle la vuelta conceptualmente se convierte en un juego apetecible. Si en una película el director puede juguetear con sus formas para “engañarnos” y sorprendernos, si un escritor puede “pervertir” un género literario para demostrar que nos acercamos con demasiadas alforjas, ¿por qué no podemos jugar con la exposición clásica para convertirla en un boomerang?
Pensemos otra vez en la exposición modelo. Pero ahora no hay paredes blancas. Ahora estamos en algo así como una fábrica que perdió su función, con motas de polvo, alguna ventana rota o casi al límite. Ahora parece que las luces no están tan cuidadas, que todo está, digamos, a medias. Los cables están a la vista. Digamos que demasiado frío. De nuevo, una forma. Una forma que, en algunos casos, se ha convertido en una fórmula. Visitar el Palais de Tokyo en París, algunos años después del impacto que marcaron las ideas o presunciones de Nicolas Bourriaud y Jerôme Sans, podía llevarnos a la misma sensación que frente a la exposición de paredes blancas: la exposición ocurre pero no nos recibe, paseamos en ella pero no nos incorpora, observamos y miramos pero difícilmente podremos decir. Existen unos códigos que se han generado antes de la exposición en sí.
Frente al white cube aparecieron, o siguieron apareciendo, otras maneras de relacionarse con el espacio físico: si las paredes blancas obligaban a