Martí Manen

Salir de la exposición


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son cada vez menos evidentes. Si la exposición era el espacio para la presentación, nos encontramos con algunos temas a discutir cuando presentación y producción ocupan el mismo lugar y momento. Cuando la distribución también se convierte en un elemento propio de algunos trabajos artísticos, la exposición necesita redefinirse para no ser el lugar final, sino un contexto de encuentro donde facilitar la continuidad de los trabajos artísticos en sí, así como de las discusiones, diálogos o transmisiones de información, emociones o contenidos que quieran desarrollarse.

      Los tiempos estancos en la idea de trabajo en arte han dado paso a fluctuaciones, a movimientos zigzagueantes que se resisten a ser encasillados. La exposición no puede entonces ser, evidentemente, un lugar donde encasillar, un lugar donde marcar lo que es con una etiqueta que nos dice “lo que es”. Llega el momento de entender la exposición más allá de su definición como lugar de presentación. La exposición se convierte en un espacio de trabajo, en un tiempo de trabajo donde evolucionarán los contenidos y las formas. El entender la exposición como un marco a definir en cada ocasión nos ofrece la posibilidad de tratar con distintos modos de producción y definición artística. Y la figura de un visitante activo ha logrado que, de nuevo, todos los cambios que se vienen desarrollando durante las últimas décadas necesiten ser revisados por el motivo de que la acción y las decisiones cambian también de tiempo y lugar.

      La incorporación del visitante a la exposición, también poniendo en duda lo que significa visitar una exposición, conlleva que los ritmos de definición y producción artística se alteren. La presencia del espectador llegaba cuando el trabajo artístico ya estaba realizado, pero ya hemos asimilado que el contacto puede realizarse en otros momentos. Artistas trabajando en sus obras se encuentran en directo con su público. El público puede abandonar una posición pasiva para entrar a definir, también, el material artístico. La exposición pasa de ser un lugar de presentación a ser el lugar de definición común, el lugar donde acontece. Un tiempo que no volverá a repetirse que es distinto de ese presente continuo de la exposición clásica.

      Nos encontramos frente a un cambio de idea de lo que significa el trabajo artístico, también frente a una redefinición de los propios procesos de trabajo, así como frente a una reformulación de lo que significa la presentación artística y la idea de resultado. La exposición cambia ya que el contenido es distinto; toca adaptarse. También la voluntad de replantear la propia exposición como formato conlleva modificaciones en su definición, alterándose las funciones y la manera de entender el dispositivo expositivo en sí.

      Pero existen otros elementos que obligan a adaptaciones de la exposición a una idea más vinculada al tiempo. Si el contenido habitual es distinto, si la idea de la exposición en sí se flexibiliza, también encontramos situaciones institucionales que potencian la exposición como un tiempo activo. La necesidad de la institución de modificar sus propios ritmos, sea para adaptarse al ritmo de trabajo que pide la globalización, sea para buscar más visitantes a sus exposiciones, obliga a replantear la exposición, a dotar de vida a un espacio mediante la acción en su tiempo. Las instituciones ya no pueden inaugurar un número de exposiciones determinado por año y pensar que su cometido ha sido realizado. La presión política, económica y social que vive la institución obliga a un ritmo más trepidante, a un contacto más continuado con sus usuarios y, por lo tanto, a un movimiento económico también más activo.

      Las instituciones artísticas necesitan seguir los cambios sistémicos que conllevan una incorporación de la velocidad en su modus operandi. También una voluntad de comunicación más fluida con sus usuarios permite a una nueva definición en las funciones del entramado institucional. Si la exposición ha sido la herramienta básica y más importante de la institución artística para realizar sus tareas de presentación, tocará adaptarla a las nuevas demandas. En un primer momento, la exposición vio nacer actividades paralelas. Ciclos de conferencias, debates, proyecciones, encuentros... también la educación, y las propuestas educativas, entraron en la exposición para definirla como un lugar de intercambio. Se trataba de gestos, de acciones paralelas que no afectaban en la definición del hecho expositivo. Pero llegó el momento de ir a más y entender la exposición en sí bajo términos más amplios. El workshop empezó a desarrollarse dentro del espacio expositivo para convertirse de facto en un elemento de la exposición. En algunos casos, las conferencias abandonaron los auditorios para formar parte del material presentado en el contexto expositivo. Conferencias en vivo o registros de ellas que muestran que el propio espacio expositivo ha tenido un pasado reciente que afecta nuestra percepción de ella. La exposición se convierte en un lugar activo, en actividad, en paso del tiempo. En periodos de crisis económica, desde el campo institucional aparece la tentación -o la pura necesidad- de reducir el número de exposiciones, de alargar los periodos donde se presenta la misma exposición. Los gastos de mantenimiento de la joya de la corona son altos, llenar el tiempo de la exposición con actividad puede justificar la inversión. También así se evita que las exposiciones se conviertan en un problema y los edificios de las instituciones en una tentación.

      Volviendo a las posibilidades de modificación de la obra artística, y a cómo cada obra pide un tipo de contacto específico con sus usuarios, es pertinente hablar de nuevo del proceso. El proceso de trabajo en arte es una condición propia y definitoria de la creación artística. El proceso siempre ha estado allí, aunque su presentación pública responde a un planteamiento distante de cierto formalismo o de una voluntad de definición estanca del objeto artístico.

      Podríamos hablar de la improvisación en el jazz como sistema procesual donde, bajo unos códigos predeterminados, una serie de actores interactúan para construir un presente único. Podríamos hablar de Black Mountain College como un espacio donde las clases de verano se convirtieron en algo más que “clase de verano” para llegar a ser trabajos artísticos. Podríamos también hablar del Cabaret Voltaire, de Joseph Beuys, de Calder (como comenta Zigmunt Bauman) y su intento de poner en movimiento el trabajo estático de Mondrian. Podríamos volver a John Cage mostrando la importancia del público en la creación de una situación y en el valor de cada pequeño momento de la obra. Podemos hablar de happening, de performance, de la acción vienesa o de Yoko Ono. También podemos hablar de vídeo, de Bruce Nauman en su taller, de Félix González-Torres y de sus instalaciones con caramelos que van desapareciendo por la acción (a veces inconsciente) de un público de museo. También podemos hablar de la interactividad de formatos como el CD-ROM o las posibilidades de contacto de la red de internet.

      Parece evidente que ya llevamos un tiempo donde no resulta sorprendente la presencia del elemento temporal en arte, donde el proceso es la obra. En el momento en que el factor temporal entra en la definición de la obra de arte, en el momento en que la obra de arte deja de ser un objeto parado que supera el tiempo presente camino hacia una supuesta inmortalidad, empieza a ser necesario evidenciar el proceso de trabajo como parte resultante. La idea de proceso la encontramos, entonces, a distintos niveles. Las alteraciones que antes sufría con el paso del tiempo se convierten en identificadores de su estado latente. Hans Haacke ejemplifica perfectamente esta idea de obra en cada momento de la misma (sea ésta escultórica, sea instalación), esa idea de momento único para un visitante en una exposición, que ve una obra donde en ese instante en concreto una parte está congelándose. Un visitante que ve una obra donde un chispazo eléctrico salta de vez en cuando. Un visitante que ve una obra donde una pequeña cantidad de agua se condensa infinitamente dentro de un cubo de plexiglás por el calor de las luces. Un visitante que puede ser consciente de la importancia de su mirada, que se convierte en única frente a un momento también único en un proceso. El contacto con la obra se personaliza, se individualiza, empieza a ser un diálogo directo entre dos elementos (obra y observador) que se encuentran en un momento determinado y, ahora, en un mismo estatus. La obra ofrece su propio proceso y se convierte en el elemento definitorio de la temporalidad de la exposición. La exposición deja de ser un espacio para pasar a ser una consecución de momentos ligeramente inestables, pero nos encontramos aún en una exposición bajo control, con unas temporalidades determinadas por los objetos que se incorporan en ella. También la exposición entrará en la inestabilidad para pasar a ser esa secuencia de momentos donde todo es posible. O imposible de ver.

      La obra también puede presentarse en un estado concreto después de que sta haya realizado –o sufrido– un proceso determinado.