Margaret Cheney

Nikola Tesla


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opinión desde entonces.

      D. MCFARLAN MOORE

      Recuerdo con toda claridad el entusiasmo y la admiración con que leí, hace ahora más de cuarenta años, su exposición sobre los experimentos con alta tensión que había realizado. Se trataba de unas pruebas tan originales como osadas, que abrían nuevos horizontes para el pensamiento y la experimentación.

      W. H. BRAGG

      Tres son los aspectos de la obra de Tesla que suscitan especial admiración: la importancia de los resultados en sí mismos, habida cuenta de sus consecuencias para la vida diaria; la claridad lógica y la pureza del discurso en que sustenta sus argumentos hasta alcanzar conclusiones novedosas; la perspicacia y la genialidad, el arrojo casi me atrevería a decir, a la hora de encarar problemas abstrusos, abriendo nuevos cauces al pensamiento humano.

      I. C. M. BRENTANO

      Para el lector de nuestros días, en los escritos de Tesla aún resplandece con viveza la chispa del genio. Tesla era un visionario, de eso no cabe duda. Esta biografía constituye un claro ejemplo de los enormes obstáculos que ha de superar el investigador que intente dar a conocer una vida tan apasionante como la suya.

      Leland ANDERSON

      Denver, Colorado.

      I

      UN MODERNO PROMETEO

      A las ocho en punto un caballero de noble aspecto, entrado ya en la treintena, sigue los pasos de un camarero hasta la mesa que normalmente ocupa en el Palm Room del hotel Waldorf-Astoria. Con disimulo y a despecho de la privacidad que busca el renombrado inventor, la mayoría de los comensales se queda mirando a ese hombre de buena estatura, delgado y bien arreglado.

      En su mesa, y como de costumbre, dieciocho impolutas servilletas de lino. Hacía tiempo que Nikola Tesla había renunciado a analizar su debilidad por los números divisibles por tres, la morbosa repulsión que le inspiraban los microbios o, ya puestos, el tormento que representaban las innumerables e inexplicables obsesiones que lo reconcomían.

      Distraído, desdobló una tras otra las servilletas y procedió a frotar los ya relucientes cubiertos de plata y las copas de cristal, dejando una pequeña montaña de tela almidonada encima de la mesa. A medida que le presentaban los platos, calculaba mentalmente el volumen del contenido de cada uno antes de dar el primer bocado; si no lo hacía, no disfrutaba de la comida.

      Quienes acudían al Palm Room con el único propósito de observar al inventor quizá reparasen en que no miraba la carta. Como siempre, le habían preparado de antemano el menú, siguiendo las indicaciones que había dado por teléfono, y no se lo servía un camarero, sino el maestresala en persona.[1]

      Mientras el joven serbio cenaba sin mucha hambre, William K. Vanderbilt se acercó un momento para afearle que no ocupase con más frecuencia el palco de su familia en la ópera. Al poco de haberse alejado, un caballero con aspecto de intelectual, barba a lo Van Dyke y unas gafas de cristales al aire, se acercó a la mesa de Tesla y lo saludó con sincero afecto. Aparte de dirigir una revista y escribir poesía, Robert Underwood Johnson era un hombre que buscaba ascender en la escala social, un vividor bien relacionado.

      Sin dejar de sonreír, Johnson se inclinó y le susurró al oído el último chisme que circulaba entre las cuatrocientas mayores fortunas del país: al parecer una recatada estudiante, Anne Morgan, bebía los vientos por el inventor, y no dejaba de importunar a su papá, J. Pierpont, para que se lo presentase.

      Tesla esbozó una tímida sonrisa, y se interesó por la esposa de Johnson, Katharine.

      –Kate me ha rogado que le invite el sábado a comer con nosotros –repuso Johnson.

      Hablaron un momento del otro comensal que estaría presente, una persona del agrado de Tesla, en sentido platónico: una encantadora y joven pianista llamada Marguerite Merington. Tras saber que también ella asistiría, aceptó la invitación.

      Cuando el periodista se hubo despedido, Tesla reparó en el postre y trató de estimar el volumen del contenido del plato. Apenas había concluido sus cálculos cuando un botones se acercó a su mesa y le entregó una nota, en la que reconoció la vigorosa caligrafía de su amigo Mark Twain.

      “Si no tiene nada mejor que hacer esta noche –había escrito el humorista–, a lo mejor podemos vernos en el Players’ Club”.[2]

      Al pie, Tesla respondió apresuradamente: “Lo siento, pero tengo trabajo. Si desea pasarse por mi laboratorio a eso de la medianoche, creo que pasará un rato inolvidable”.

      Eran, como siempre, las diez en punto cuando Tesla se levantó de la mesa para perderse en la irregular iluminación de las calles de Manhattan.

      Mientras daba un paseo hasta el laboratorio, se adentró en un parquecillo y emitió un leve silbido: se oyó un batir de alas en lo alto de las verjas de un edificio cercano y, al cabo, una blanca y familiar silueta se acercó revoloteando y se posó en su hombro. Tesla sacó una bolsa de alpiste del bolsillo, dio de comer a la paloma en la mano, y la dejó perderse en la noche, enviándole un beso de despedida.

      Pensó un momento en lo que iba a hacer a continuación. Si continuaba alrededor del edificio, tendría que rodearlo tres veces. Suspiró hondo, dio media vuelta y se dirigió al laboratorio, en los números 33-35 de la Quinta Avenida Sur (Broadway Oeste, en la actualidad), no lejos de Bleecker Street.

      Tras haber traspasado a oscuras el umbral de la nave, conectó el interruptor general. Al encenderse, unas lámparas tubulares colocadas en las paredes iluminaron un sótano cavernoso atestado de fantásticas máquinas. Lo sorprendente era que no estaban conectadas al cableado eléctrico que discurría por el techo; nada de conexiones, toda la energía que consumían procedía del campo de fuerza circundante, de forma que podía hacerse con cualquiera de las lámparas que no estaban fijas y desplazarse a su antojo por el taller.

      Un extraño artilugio comenzó a vibrar silenciosamente en un rincón. Satisfecho, Tesla entrecerró los ojos. Bajo una especie de anaquel, se había puesto en funcionamiento el más diminuto de los osciladores: sólo él estaba al tanto de la asombrosa cantidad de energía que generaba.

      Pensativo, desde la ventana, se quedó mirando las oscuras siluetas de las casas de abajo: sus vecinos, honrados trabajadores inmigrantes, descansaban tranquilos. La policía le había transmitido las quejas recibidas por los resplandores azulados que salían de las ventanas y los fogonazos eléctricos que se observaban desde la calle durante la noche.

      Tesla se encogió de hombros y se puso a trabajar. Realizó una serie de microscópicos ajustes en una de las máquinas. Tan embebido estaba que ni siquiera se dio cuenta de la hora hasta que oyó que alguien llamaba a la puerta de la calle. Entonces, bajó a toda prisa para dar la bienvenida al periodista inglés Chauncey McGovern, del Pearson’s Magazine.

      –Me alegra que haya encontrado un hueco, señor McGovern.

      –Mis lectores me lo agradecerán. En Londres, todo el mundo habla del Nuevo Mago del Oeste, y le doy mi palabra de que no se refieren al señor Edison.

      –Entonces suba; veremos si puedo mostrarle algo que avale esa reputación.

      Ya se disponían a subir por la escalera cuando, en la puerta de la entrada, escucharon una risotada y una voz familiar para Tesla.

      –Aquí está Mark.

      Abrió la puerta de nuevo y saludó a Twain que, en compañía del actor Joseph Jefferson, acababa de llegar del Players’ Club. Los ojos de Twain brillaban de excitación.

      –Que empiece el espectáculo, Tesla. Ya sabe lo que opino yo.

      –Pues no. ¿Qué opina, Mark? –le preguntó el inventor, con una sonrisa.

      –Pues lo de siempre, y ya verá como pronto alguien utilizará mis mismas palabras: un trueno es grandioso, impresionante; mas es el rayo el responsable de todo.

      –Entonces, amigo mío, esta noche vamos