Margaret Cheney

Nikola Tesla


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imposible saber cuál fue la realidad.

      Es cierto que, durante mucho tiempo, Tesla sufrió pesadillas y alucinaciones que tenían que ver con el fallecimiento de su hermano. Nunca se especifican con claridad tales experiencias, pero se trata de episodios recurrentes que aparecen en diferentes etapas de su vida. Se puede creer, por tanto, la hipótesis de que un chaval de cinco años, incapaz de cargar con esa culpa, hubiera reinterpretado los hechos a su manera.

      En cuanto al grado en que la desaparición de Daniel pudo haber influido en la extraordinaria panoplia de fobias y obsesiones que Nikola desarrollaría más adelante, sólo podemos elucubrar. Lo único que sabemos con certeza es que, al parecer, algunos de los rasgos de su carácter, excéntrico por demás, se pusieron de manifiesto desde su más tierna infancia.

      Por ejemplo, aunque las joyas y las refulgentes facetas de las rutilantes piedras preciosas que las adornaban reclamaban poderosamente su atención, no soportaba que las mujeres llevasen pendientes, sobre todo si eran de perlas. El olor de una bola de alcanfor en cualquier parte de la casa le desagradaba en extremo. Cuando investigaba, si arrojaba trocitos de papel en un plato que contuviese un líquido, sufría de un singular y espantoso mal sabor de boca. Cuando paseaba, contaba los pasos que daba, igual que el volumen de los platos de sopa, de las tazas de café o de los alimentos sólidos que tomaba. Si no lo hacía, no disfrutaba de la comida; de ahí que prefiriese comer a solas. Si acaso, lo más preocupante, en cuanto a las relaciones físicas se refiere: aseguraba que no podía tocar el cabello de otras personas, “salvo, quizá, con el cañón de un revólver”.[5] Con todo, no es posible establecer con precisión cuándo comenzaron a manifestarse éstas y muchas otras manías.

      Según su propio testimonio, desde muy pequeño se sometió a una férrea disciplina para sobresalir en todo, con la esperanza de aliviar a sus padres por la pérdida de Daniel. Trataba de ser más austero, más generoso y estudioso que sus compañeros, sacándoles ventaja en todos los campos. En su opinión, como explicaría más adelante, fue la negación de sí mismo y la represión de sus impulsos naturales lo que le llevó a desarrollar tan extrañas manías.

      Si de verdad el carácter de Tesla comenzó a cambiar entonces, los síntomas no se manifestaron hasta pasado un tiempo tras la muerte de Daniel. “Hasta eso de los ocho años –asegura–, fui un chico de carácter débil y caprichoso”. Soñaba con fantasmas y ogros; tenía miedo de la vida, de la muerte y de Dios. Hasta que, gracias a una de sus formas preferidas de pasar el rato, a saber, leyendo en la bien surtida biblioteca de su padre, experimentó una metamorfosis. En un momento dado, el reverendo Milutin Tesla, temiendo que su hijo se destrozase la vista si se pasaba las noches sumido en la lectura, le prohibió que utilizase velas. Pero el chaval se hizo con los materiales necesarios y las fabricó por su cuenta; tapaba el ojo de la cerradura y las rendijas de la puerta de su cuarto, y leía toda la noche sin parar, hasta que oía cómo su madre comenzaba a trajinar al despuntar el alba.

      El libro Abafi, o El hijo de Aba, de un consagrado escritor húngaro, consiguió mudar su espíritu pusilánime, una obra que “de algún modo, sirvió para despabilar mi fuerza de voluntad, que estaba adormilada, y me inició en la senda del autocontrol”. Siempre atribuyó sus éxitos como inventor a la férrea disciplina que adoptó a partir de aquel momento.[6]

      Desde que nació, estuvo destinado a seguir la carrera eclesiástica. Aunque el chico soñaba con ser ingeniero, su padre no dio su brazo a torcer. Con este objetivo, el reverendo Tesla le impuso una rutina diaria:

      […] abarcaba todo tipo de ejercicios, desde adivinarles el pensamiento a los demás hasta descubrir locuciones o expresiones incorrectas, pasando por repetir frases largas o realizar cálculos mentales. El propósito de esas lecciones diarias no era otro que afianzar mis capacidades memorísticas y deductivas; pero, sobre todo, desarrollar una capacidad crítica que habría de resultarme muy útil.[7]

      Sobre su madre escribió que era “una inventora de primerísimo orden; en mi opinión, habría alcanzado grandes metas si su vida no hubiera discurrido tan alejada de los tiempos modernos y las múltiples oportunidades que ofrecen. Inventaba toda clase de herramientas y aparatos, y tejía preciosos diseños con hilos que ella misma devanaba; plantaba incluso las semillas, se ocupaba de las plantas y separaba las fibras que habría de utilizar. Trabajaba sin descanso, desde el amanecer hasta que se hacía de noche; casi todos los adornos y los muebles que había en casa habían salido de sus manos”.[8]

      Antes de su prematuro fallecimiento, el superdotado Daniel, en momentos de especial emoción, percibía unas ráfagas de luz que alteraban su capacidad normal de visión. Desde pequeño y a lo largo de su vida, también Tesla hubo de soportar esa molestia.

      Años más tarde, la describiría como

      un singular malestar que distorsionaba las imágenes percibidas, normalmente acompañado de increíbles fogonazos que no sólo alteraban mi visión de los objetos reales, sino que no me permitían pensar ni actuar con claridad. Eran representaciones de acontecimientos y escenas que había vivido, no de cosas que se me vinieran a la cabeza. Cuando alguien me decía algo, al instante acudía a mí la imagen del objeto designado; pero, en ocasiones, no era capaz de distinguir si era o no tangible, lo que me producía una gran zozobra, ansiedad incluso. Lo he consultado con diversos especialistas en psicología y en fisiología, y nadie encontró una explicación convincente para tales distorsiones…[9]

      Según él, esas imágenes no eran sino el resultado de un efecto reflejo del cerebro sobre la retina, cuando ésta se veía sometida a una fuerte tensión. Nada que ver con alucinaciones. En la quietud de la noche, la vívida imagen de un funeral al que hubiera asistido o cualquier otra situación inquietante cobraban forma ante sus ojos, hasta el punto de que ni siquiera a manotazos conseguía apartarlas.

      Si la explicación que ofrezco tiene sentido –escribió–, nada impediría proyectar en una pantalla la imagen de cualquier objeto que tengamos en la cabeza para que los demás puedan verla; sería una auténtica revolución en lo tocante a las relaciones humanas. Estoy seguro de que, en el futuro, sería posible, y he de decir que he dedicado mucho tiempo a tratar de resolver esta cuestión.[10]

      Entre aquella época y hoy, los parapsicólogos han estudiado a sujetos que, al parecer, pueden proyectar sus representaciones mentales en rollos de película fotográfica virgen. La posibilidad de transmitir nuestras ideas a impresoras electrónicas también se sigue investigando.

      Para verse libre de esas imágenes tan perturbadoras y recuperar al menos por un momento la tranquilidad, el joven Tesla se dedicó a concebir mundos imaginarios. Por las noches, se embarcaba en viajes ficticios a distintos lugares, ciudades o países, en los que vivía, conocía a gente y hacía amigos; aunque “parezca increíble, la verdad es que les tenía el mismo cariño que si fueran personajes del mundo real, y ellos me correspondían igual”.[11]

      Siguió haciéndolo hasta los diecisiete años, momento en que se volcó de lleno en el mundo de la invención. En ese instante, y para su propia satisfacción, descubrió que no le hacía falta recurrir a maquetas, planos o experimentos, sino que era capaz de plasmarlos en la realidad tal como los había imaginado.

      De ahí que recomendase su particular método, más eficaz y expeditivo que el puramente experimental. Al decir de Tesla, cualquiera que se imagina algo corre el riesgo de enredarse en los defectos y detalles del artefacto en cuestión y, a medida que trata de enmendarlos, pierde de vista la idea original tal como la había concebido.

      Propongo un método diferente –escribiría–. No me obceco en lo que me traigo entre manos. Cuando se me ocurre algo, comienzo por recrearlo en mi mente. Introduzco los cambios y mejoras precisos, y me imagino cómo funcionaría el aparato en cuestión. Me da absolutamente igual que la turbina funcione en mi cabeza o que esté probándola en el laboratorio. En ambos casos, soy capaz de percibir si no está bien calibrada.[12]

      En este sentido, aseguraba que era capaz de mejorar una idea sin necesidad de comprobar nada. Sólo cuando había corregido de cabeza todos los posibles fallos, comenzaba a plasmarlo en la realidad.

      El caso