física teórica y experimental. Aunque tenía “unos pies enormes y unas manos que más bien recordaban las garras de un oso”, sus experimentos le abrían nuevos horizontes. Un día, procedente de París, recibieron un aparato, bautizado como Gramme Machine, que funcionaba con corriente continua y podía utilizarse como motor o como dinamo. Con profunda emoción, Tesla se quedó absorto al contemplar aquel artefacto, rodeado de un amasijo de cables conectados a un interruptor. Cuando lo pusieron en marcha, el cacharro comenzó a soltar chispas sin parar y, no sin cierta arrogancia, Tesla comentó delante del profesor Poeschl que aquel artilugio funcionaría mucho mejor si prescindiesen del interruptor y se alimentase con corriente alterna.
El señor Tesla tiene un gran futuro por delante –comentó muy serio el catedrático–, pero no creo que sea capaz de lograr una cosa así: sería como transformar el sentido en que actúa una fuerza, la gravedad pongamos por caso, en una alternancia de vectores, es decir, el movimiento perpetuo, algo inconcebible.[19]
El joven serbio no tenía ni idea de cómo conseguirlo, pero algo le decía que tenía la respuesta en la cabeza, y sabía que no pararía hasta dar con la solución.
Pero Tesla no tenía dinero. En vano trató de pedirlo prestado. Al verse acorralado, comenzó a jugar y, cuando vio que las cartas no le daban suerte, llegó a ser casi un profesional del billar.
Por desgracia, las cualidades lúdicas recién descubiertas no bastaron para sacarle de apuros. Un sobrino de Tesla, Nikola Trbojevich, asegura que unos familiares le comentaron que la policía había expulsado a su tío de la universidad y de la ciudad de Graz “por jugar a las cartas y llevar una vida disoluta”, para añadir: “Como su padre no le dirigía la palabra, su madre reunió el dinero para que fuese a Praga. Allí permaneció dos años, en los que pudo haber asistido a la Universidad como oyente, pues las pesquisas llevadas a cabo por el Gobierno checoslovaco confirmaron que no se había matriculado en ninguna de las cuatro universidades del país […]. De lo que habría que concluir que Tesla fue autodidacta, condición ésta que en nada desmerece su grandeza. También Faraday lo fue”.[20]
Aunque sin éxito, en 1879 Tesla había tratado de encontrar trabajo en Maribor. Así las cosas, regresó al hogar. Su padre falleció aquel mismo año y, al poco, el chico volvió a Praga con la esperanza de continuar sus estudios; al parecer, allí residió hasta cumplir los veinticuatro, asistiendo a clase como oyente, estudiando en la biblioteca de la universidad y procurando mantenerse al día en los avances que se producían en la ingeniería eléctrica y en la física.
Es probable que siguiese con su afición al juego para salir adelante pero, en aquella época, ya no corría el peligro de convertirse en ludópata. El propio Tesla ha relatado cómo se dio al juego y los esfuerzos que hizo para dejarlo:
Para mí, la quintaesencia del placer consistía en sentarme a jugar una partida de cartas –recordaría más tarde–. Mi padre, que siempre llevó una vida ejemplar, no encontraba disculpas para aquel derroche de tiempo y de dinero por mi parte […]. Yo solía decirle: ‘Puedo dejarlo cuando me apetezca, pero ¿merece la pena renunciar a todo lo que pueda comprar por la vida eterna?’. Más de una vez, me apostrofó con expresiones cargadas de ira y desprecio. Mi madre era otro cantar. Entendía la forma de ser de los hombres, y sabía que la salvación de cada cual dependía del empeño que pusiese en alcanzarla. Recuerdo una tarde en que, tras haberlo perdido todo y muriéndome de ganas por jugar, se acercó a mí con un fajo de billetes enrollados y me dijo: ‘Ve y pásalo en grande. Cuanto antes dilapides todo lo que tenemos, mejor. Estoy segura de que lo superarás’. Y tenía razón. En aquel preciso instante, logré dominarme […]. No sólo me sobrepuse a mi desmedida afición, sino que me la arranqué del corazón para no volver a sentir el deseo de jugar…[21]
Con el paso de los años, comenzó a fumar en exceso y cayó en la cuenta de que tanto café como tomaba en nada beneficiaba a su corazón. La fuerza de voluntad se impuso de nuevo, y erradicó ambos vicios; incluso dejó de tomar té. Está claro que Tesla sabía diferenciar con nitidez entre el ejercicio del libre albedrío (del que carecían los seres humanos que no son sino “máquinas revestidas de carne”) y la fuerza de voluntad, o la puesta en práctica de una determinación tomada.
1 Nikola Tesla, “My Inventions”, Electrical Experimenter (mayo, junio, julio y octubre de 1919), reimpreso por Školska Knjiga, Zagreb, 1977, p. 30.
2 Ibid., pp. 30-31.
3 Ibid., p. 26.
4 Ibid., pp. 8-9.
5 Ibid., p. 17.
6 Ibid., p. 18.
7 Ibid., pp. 9-10.
8 Ibid., pp. 10-12.
9 Ibid., pp. 12-13.
10 Ibid., p. 12.
11 Ibid., p. 13.
12 Ibid., p. 13.
13 Ibid., p. 14,
14 Ibid., p. 16.
15 Ibid., p. 14.
16 Ibid., pp. 35-36.
17 Ibid.
18 O’Neill, Genius, pp. 36-37.
19 Tesla, “Inventions”, p. 41.
20 Nikola Trbojevich, Spomenica (Anuario Conmemorativo de la Federación Nacional Serbia, 1901-1951), Pittsburgh, Pennsylvania, p. 172. Fuente: Archivos de Inmigrantes de la Biblioteca de la Universidad de Minnesota.
21 Tesla, “Inventions”, p. 18.
III
INMIGRANTES DE POSTÍN
Entre Europa y Estados Unidos ya funcionaba el telégrafo, es decir, ya estaba tendido el cable transatlántico. En 1881, cuando el teléfono de Alexander Graham Bell fue conquistando el continente europeo, se recibió la noticia de que no tardaría en abrirse una central telefónica en Budapest, una de las cuatro ciudades elegidas por la filial europea de Thomas Alva Edison.
En enero de aquel año, Tesla se trasladó a Budapest donde, con ayuda de un influyente amigo de un tío suyo, enseguida encontró trabajo en la Oficina Central de Telégrafos del gobierno húngaro. Desempeñarse como auxiliar en un puesto dotado con un salario muy bajo no era lo que había soñado el joven ingeniero eléctrico. Pero se entregó a ello en cuerpo y alma.
Por entonces, se vio aquejado de una extraña afección que los médicos, a falta de un término mejor, diagnosticaron como crisis nerviosa. Tesla tenía los cinco sentidos acusadamente desarrollados. Según él, durante su niñez y en diversas ocasiones, desvelado por el crepitar de las llamas, había salvado de perecer en incendios a unos cuantos vecinos suyos. Entrado ya en los cuarenta, cuando llevaba a cabo sus investigaciones sobre rayos en Colorado, aseguraba que podía oír el estallido de un trueno a más de ochocientos kilómetros de allí, cuando el límite de sus jóvenes ayudantes se situaba en torno a los doscientos cuarenta.
Pero la experiencia que le tocó vivir durante aquel episodio nervioso superaba incluso los parámetros habituales de Tesla: podía oír el tictac de un reloj de pulsera tres cuartos más allá del que ocupaba; el aleteo de una mosca en la mesa de su habitación le producía un molesto zumbido en los oídos; un carro que pasase a unos cuantos kilómetros de distancia le hacía estremecerse de pies a cabeza; el pitido de un tren a más de treinta kilómetros ocasionaba una vibración tal en su silla que sentía un malestar insoportable. Tenía la sensación de que temblaba el suelo que pisaba y, para facilitarle el descanso, no quedó más remedio que colocarle unas almohadillas de goma bajo las patas de la cama.
De no haber sido capaz de disociarlos en sus diferentes componentes, los ruidos fuertes –escribió–, alejados o próximos, me sonaban como expresiones altisonantes. Si aparecían de forma intermitente, mi cerebro percibía la discontinuidad de los rayos de la luz del sol como fogonazos de una intensidad