Margaret Cheney

Nikola Tesla


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a Tesla con atención.

      –‘Conozco a dos grandes hombres, y usted es uno de ellos. El otro es el joven portador de esta carta’. ¡Caramba! ¡A esto le llamo yo una carta de recomendación! A ver, ¿qué sabe hacer usted?[3]

      Durante la travesía, Tesla se había imaginado la escena más de una vez. La reputación de Edison, un hombre que, carente de formación académica, había inventado centenares de cosas útiles, le impresionaba sobremanera. En tanto que él, ¿qué había conseguido tras haberse pasado años rodeado de libros? ¿Qué resultados podía exhibir? ¿Para qué tanta formación?[4]

      Hizo un rápido repaso del trabajo que había realizado en Francia y Alemania para la Continental Edison y, antes de que su interlocutor hiciera un comentario siquiera, comenzó a describir las excelencias del motor de inducción de corriente alterna, basado en su descubrimiento del campo magnético rotatorio. Por ahí irían los tiros en el futuro, aseguró: un inversor avispado podría hacerse multimillonario.

      –¡Alto ahí, amigo mío! –replicó Edison, encolerizado–. Ahórreme esos disparates que, además, son peligrosos. Esta nación se ha decantado por la corriente continua. No seré yo quien eche por tierra lo que la gente quiere. Pero quizá tenga algo para usted. ¿Sabe arreglar el sistema de alumbrado de un barco?

      Aquel mismo día, cargado de herramientas, Tesla subió a bordo del Oregon. Varios cortocircuitos y averías habían dado al traste con los generadores de la nave. Con ayuda de la tripulación, trabajó toda la noche. Al amanecer del día siguiente, había concluido la reparación.

      Por la Quinta Avenida, de camino al laboratorio de Edison, se cruzó con su nuevo patrón acompañado por algunos de los más importantes ejecutivos de la empresa, que se retiraban a descansar.

      –Aquí está nuestro parisiense; lleva en pie toda la noche –dijo Edison, a modo de presentación.[5]

      Cuando Tesla le informó de que había reparado los dos aparatos, Edison se lo quedó mirando en silencio, y siguió adelante sin decir palabra. Con su buen oído, cuando aún no se habían alejado mucho de él, el serbio le oyó comentar:

      –Este tío sabe lo que se trae entre manos.

      Edison le fue contando las historias de los renombrados científicos europeos que habían recalado en Estados Unidos. Como Charles Proteus Steinmetz, el brillante enano alemán que había llegado a tierras americanas deportado, como un indigente. Tras sacudirse de encima aquel baldón, inició una carrera que lo convirtió en el genio oficial del más importante laboratorio de investigación industrial de General Electric, en Schenectady. Se trata del mismo Steinmetz que, cuando Edison y la General Electric trataron de emularlo, se empeñaría en dar con una alternativa que estuviera a la altura del sistema de corriente alterna de Tesla.

      Edison no tardó en reconocer la valía de Tesla y, en la práctica, le dio carta blanca para investigar y resolver los problemas que se presentaban en el laboratorio. Trabajaba casi todos los días desde las diez y media de la mañana a las cinco de la madrugada del día siguiente, lo que le valió un desabrido comentario por parte de su nuevo jefe: “He contado con colaboradores muy entregados, pero usted se lleva la palma”.

      En caso de apuro, ambos eran capaces de estar de pie dos o tres días seguidos sin dormir, mientras sus compañeros caían uno tras otro. Aun así, los trabajadores de Edison aseguraban que éste, de vez en cuando, daba cabezadas.

      No tardó mucho Tesla en dar con la solución para que las rudimentarias dinamos de Edison, si bien limitadas a la producción de corriente continua, funcionasen de forma más eficiente. Así, propuso un método para rediseñarlas, asegurando que no sólo mejorarían sus prestaciones sino que ahorrarían mucho dinero.

      El astuto hombre de negocios que latía en Edison se avivó al oírle hablar de dinero. No tardó en comprender, sin embargo, que el proyecto que Tesla proponía era de gran calado y necesitaría dedicarle mucho tiempo.

      –Le pagaré cincuenta mil dólares a usted solito, si es capaz de llevarlo a buen término –le dijo.[6]

      Durante meses, sin apenas dormir, Tesla trabajó como un loco. Aparte de rediseñar los veinticuatro generadores de arriba abajo e introducir notables mejoras, implantó controles automáticos, una idea original que quedó registrada como patente.

      Las diferentes formas de ser de cada uno pesaron mucho desde el principio. Edison renegaba de Tesla, a quien consideraba un intelectual, un teórico, un erudito. Según el mago de Menlo Park, el noventa y nueve por ciento de la genialidad consistía “en prever qué cosas no iban a funcionar”. De ahí que recurriese a un complicado proceso de eliminación a la hora de abordar cualquier problema.

      No sin sentido del humor, Tesla diría de aquellas “jábegas experimentales”:

      Si Edison se viera en la tesitura de encontrar una aguja en un pajar, procedería con la diligencia de las abejas, examinando brizna a brizna hasta dar con ella. Yo sabía que, con un poco de teoría y los cálculos pertinentes, se hubiera ahorrado el noventa por ciento del trabajo, pero tuve el dudoso honor de observar su forma de proceder.[7]

      El afamado ingeniero y periodista Thomas Commerford Martin contaba que Edison, en cierta ocasión, incapaz de descubrir en el mapa el remoto lugar de Croacia en que Tesla había nacido, llegó a preguntarle si alguna vez había comido carne humana.

      Hasta el más rutilante de los genios ha de seguir su propia trayectoria –escribió Martin, no sin perspicacia–, y estos dos hombres representan, cada uno a su manera, dos formas de enfocar las cosas, dos métodos diferentes, dos afanes muy distintos. Si quiere que sus anhelos lleguen a buen puerto […], al señor Tesla no le quedará otra que apartarse de Edison.

      Eran diferentes incluso en cuestiones tan elementales como el aseo personal. Obsesionado con los microbios y escrupuloso en extremo, Tesla llegó a comentar de Edison: “No tenía aficiones conocidas; no le gustaba el deporte ni los espectáculos en general, y vivía del todo ajeno a las normas de higiene más elementales […] Tal era su desidia que, de no haber contraído matrimonio con una mujer de sobresaliente inteligencia, que puso todo su empeño en sacarlo a flote, habría muerto hace muchos años”.[8]

      Más allá de cuestiones personales, mantenían diferencias de criterio irreconciliables. Convencido de que la corriente continua era imprescindible para la fabricación y posterior venta de sus bombillas incandescentes, Edison intuía la amenaza que, para su sistema, representaba aquel extranjero tan brillante: la vieja historia de los intereses creados. En sus comienzos, Edison tuvo que plantar cara a la tenaz resistencia de las empresas que comercializaban el gas en régimen de monopolio, y si les ganó la partida fue gracias a sus perspicaces dotes para la propaganda. Imprimía boletines en los que describía con todo lujo de detalles los peligros que entrañaban las explosiones de las tuberías de gas. Sus representantes recorrían el país de punta a punta, informando de todos los incidentes achacables a aquella “opresión industrial”, que atentaba contra la salud de los trabajadores, quienes, supuestamente, “sufrían” quemaduras, o pérdidas de visión provocadas por la luz de gas. Ya se imaginaba, pues, en la tesitura de tener que librar una nueva batalla contra una tecnología más novedosa que la suya.[9]

      En los pocos ratos libres que tenía, Tesla se empapaba de la historia, la literatura y las costumbres de Estados Unidos, disfrutando de las nuevas amistades y experiencias que iba acumulando. Hablaba bien inglés, y comenzaba a entender el sentido del humor de los estadounidenses. Eso pensaba, al menos. Pero, como los hechos se encargarían de demostrar, Edison le sacaba ventaja.

      Le encantaba pasear por las calles de Nueva York, congestionadas de tranvías que se movían gracias a la electricidad, y pasaba buenos ratos en aquellas vías públicas ya entonces atestadas. Día sí, día no, las dinamos de la central estaban averiadas pero, cuando funcionaban en condiciones, los tranvías ponían los pelos de punta a viajeros y peatones por igual, hasta el punto de que el director de un periódico advertía sesudamente contra los riesgos que corría cualquier ciudadano que se subiese a ellos, porque podría verse afectado de perlesía