Margaret Cheney

Nikola Tesla


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En la oscuridad, mis sentidos se asemejaban a los de los murciélagos: era capaz de detectar la presencia de un objeto situado a cuarenta metros de mí por el extraño hormigueo que sentía en la frente.[1]

      En aquel momento, su pulso oscilaba desde niveles muy bajos hasta las 260 pulsaciones por minuto. Las contracciones y espasmos que le recorrían el cuerpo le resultaban casi intolerables.

      Como es natural, los médicos de Budapest estaban desconcertados. Hubo incluso un galeno de gran renombre que, al tiempo que aseguraba que el mal que padecía era insólito y no tenía cura, le prescribió la ingesta de grandes dosis de potasio.

      O, en palabras del propio Tesla: “Siempre lamentaré que, en aquella ocasión, no hubieran estado pendientes de mí especialistas en fisiología y en psicología. Aunque creía que no saldría con bien de aquélla, me agarraba desesperadamente a la vida”.[2]

      El caso es que no sólo recobró la salud, sino que, con la ayuda de un buen amigo, pronto recuperó el vigor que lo animaba antes de aquel episodio. El amigo en cuestión se llamaba Anital Szigety, un deportista y oficial mecánico con quien trabajaba. Él fue quien le hizo ver la importancia del ejercicio físico, y juntos dieron largos y frecuentes paseos por la ciudad.

      Desde los tiempos en que hubo de abandonar la Politécnica de Graz, Tesla no había dejado de darle vueltas al desafío que representaba el motor de corriente continua. Más adelante, recurriría a su pomposa grandilocuencia para afirmar que no afrontaba la cuestión como un problema más que hubiera de resolver: “Para mí era una especie de voto sagrado, una cuestión de vida o muerte. Si no daba con la solución, mi vida no tendría sentido”.

      Con todo, sin saber cómo, tenía la convicción de que había ganado la batalla. “La solución estaba allí, agazapada en las más profundas circunvoluciones de mi cerebro, aunque no era capaz de darle forma”.[3]

      Una tarde, al ponerse el sol, Szigety y él paseaban por el parque de la ciudad. Tesla recitaba unos versos de Fausto, de Goethe. El sol que se ocultaba le recordó un hermoso pasaje:

      El sol se aleja, cede, mas la luz sobrevive,

      Alumbra para animar nueva vida allende

      ¡Ah, si unas alas me elevaran del suelo

      Y a su curso me acercasen con mi anhelo!

      En ese instante, “la idea se abrió paso como un fogonazo y, en un segundo, comprendí la raíz del problema”.

      Como si hubiera encajado un puñetazo, Tesla se quedó paralizado, con sus largos brazos inquietos en alto. Asustado, Szigety trató de llevarle hasta un banco. Pero Tesla no accedió a sentarse hasta no dar con un palo. Comenzó, entonces, a dibujar un croquis en el suelo:

      –Mira el motor que he dibujado; y, ahora, observa cómo consigo que funcione al revés –exclamó.

      El esquema era el mismo que, seis años más tarde, habría de presentar durante el discurso que pronunció en el Instituto Americano de Ingenieros Eléctricos, tarjeta de presentación de un nuevo principio científico, realmente sorprendente en cuanto a su simplicidad y posibilidades; una revolución, en el sentido literal del término, en el mundo de la tecnología.

      Acaba de ocurrírsele no un nuevo motor, sino una forma distinta de hacer las cosas: Tesla había dado con el principio del campo magnético rotatorio originado por dos o más corrientes alternas acompasadas.[4] En efecto, mediante la creación de un torbellino magnético producido por dos corrientes en alternancia, había eliminado de un plumazo la necesidad de disponer de un conmutador (aparato concebido para invertir la polaridad de una corriente eléctrica) y de escobillas por las que circulase la corriente: había rebatido los planteamientos del profesor Poeschl.

      Otros científicos habían tratado de poner a punto motores de corriente alterna, pero sin apartarse del modelo de un único circuito cerrado como el que se utilizaba para la corriente continua que, o bien no funcionaban, o lo hacían de forma renqueante, generando una tremenda vibración imposible de aprovechar. Unos años antes, allá por 1878-1879, el mismo Elihu Thomson que idease un generador en Estados Unidos había recurrido a la corriente alterna como fuente de alimentación de luces de arcos voltaicos. Por su parte, los europeos Gaulard y Gibbs habían inventado el primer transformador de corriente alterna, herramienta imprescindible para incrementar o disminuir el voltaje a la hora de transportar la electricidad. George Westinghouse, uno de los primeros partidarios de la corriente alterna, que tenía en mente monumentales proyectos para la electrificación de todo Estados Unidos, adquirió los derechos de las patentes de Gaulard y Gibbs para su país.

      A pesar de estas tentativas, no se puede decir que hubiera un motor de corriente alterna que funcionase de forma adecuada hasta que Tesla inventó el suyo, un motor de inducción que entrañaba una nueva forma de funcionar, realmente adelantada para la época.

      Claro que una cosa es idear un invento realmente extraordinario y otra muy diferente que el mundo reconozca su importancia. Mientras su nómina apenas le daba para vivir, Tesla, dejándose arrastrar por una imaginación desbordante, ya se veía convertido en un personaje rico y famoso. Así, señalaba con amargura, “los últimos veintinueve días de este mes han sido los peores”. Convencido de que por fin se le reconocería su talento como inventor, hasta estos apuros se le hicieron más tolerables.

      Era mi único sueño –recordaría más tarde–; Arquímedes era mi ejemplo a seguir. Reconocía el mérito de los pintores, pero, desde mi punto de vista, sus obras no eran sino sombras y esbozos. El inventor, sin embargo, ofrece al mundo cosas realmente tangibles, que palpitan y funcionan.[5]

      Durante los días que siguieron, se entregó por entero al intenso placer de diseñar nuevos motores que funcionasen con corriente alterna.

      “Me hallaba inmerso en un estado de felicidad exultante como nunca antes había experimentado –insistiría–. El flujo de ideas era imparable”. La dificultad residía en atraparlas al vuelo.

      Con todo detalle, incluso los accesorios menores o la fatiga de los materiales de las piezas de los aparatos que pergeñaba me resultaban del todo reales y palpables. Disfrutaba al imaginarme aquellos motores funcionando sin parar […] Cuando una inclinación natural se transforma en pasión es como si nos acercásemos al objetivo anhelado calzados con botas de siete leguas. En menos de dos meses, concebí en mi cabeza todo tipo de motores, así como las modificaciones pertinentes de cada mecanismo…[6]

      Ideó así motores que funcionaban con corriente alterna, como el de inducción polifásica, el de inducción de fase partida, el polifásico síncrono, y los mecanismos polifásicos y monofásicos para la generación, transporte y aprovechamiento de la electricidad. Lo que significaba que, en la práctica, toda la electricidad se generaría, se transportaría, se distribuiría y se transformaría en fuerza mecánica, gracias al sistema polifásico de Tesla.

      Lo que, a su vez, implicaba el recurso a voltajes más elevados que los que permitía la corriente continua y llevar la electricidad a cientos de kilómetros de distancia, dando paso a una nueva era, en definitiva, que permitiría disponer de alumbrado y de energía eléctrica en cualquier parte. La bombilla de filamento de carbono de Edison funcionaba con corriente alterna o continua. Pero la necesidad de instalar un generador cada tres kilómetros encarecía el transporte de la electricidad. Y Edison, que estaba muy apegado sentimentalmente a la ciudad de Washington, no era tan dúctil como su bombilla.

      Corría el año 1882. A Tesla se le agolpaban las ideas en la cabeza. Como no disponía de tiempo ni de dinero para preparar maquetas, se volcó en el trabajo que realizaba en la oficina de telégrafos, donde no tardó en ascender a la categoría de ingeniero. Introdujo diversas mejoras en los aparatos de la central en que trabajaba (entre ellas, un amplificador de teléfono que olvidó patentar); en contrapartida, el trabajo que realizaba le proporcionó una considerable experiencia práctica.

      A través de unos amigos de su familia, dos hermanos apellidados Puskas, obtuvo una recomendación para trabajar en la filial telefónica parisiense de Edison. Y allí se trasladó en