Margaret Cheney

Nikola Tesla


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un aplomo mental fuera de lo común…” –recordaría McGovern más tarde.

      Imagínense sentados en una espaciosa nave bien iluminada, repleta de extraños artefactos. Un hombre joven, alto y delgado, se les acerca y, con un simple chasquido de los dedos, crea al instante una bola que emite una llama roja y la sostiene tranquilamente en las manos. Al contemplarla, lo primero que les llama la atención es que no se queme los dedos. Al contrario: se la pasa por la ropa, por el pelo, la deposita incluso en el regazo de las visitas, hasta que, por fin, guarda la bola de fuego en una caja de madera. Más se sorprenderán cuando observen que no hay ni rastro de chamusquina, y tendrán que frotarse los ojos para convencerse de que están despiertos.[3]

      McGovern no fue el único en mostrar su desconcierto al contemplar la bola de fuego de Tesla. Ninguno de sus contemporáneos encontró justificación para aquel efecto que repitió tantas veces. Tampoco, a día de hoy, disponemos de una explicación plausible.

      Una vez que la extraña llama se extinguió tan misteriosamente como se había producido, Tesla apagó las luces y la nave quedó a oscuras, como una cueva.

      –Ahora, amigos míos, permítanme que les proporcione un poco de luz.

      De repente, una extraña y maravillosa luz inundó el laboratorio. Sorprendidos, McGovern, Twain y Jefferson miraron a su alrededor, pero no encontraron nada parecido a una fuente luminosa. Por un momento, el periodista pensó si aquel sorprendente efecto no guardaría relación con aquel otro que, al parecer, Tesla había producido en París, haciendo que se iluminasen dos enormes platos, carentes de fuente de alimentación, situados a ambos lados del escenario (nadie hasta hoy ha conseguido un efecto similar).

      Con todo, el espectáculo de luz no era sino el entremés para los visitantes. Bastaba la tensión que podía leerse en el rostro de Tesla para imaginar la importancia que otorgaba al siguiente experimento.

      Sacó un animalito de una jaula, lo colocó en el tablero, y lo electrocutó de inmediato; el voltímetro marcaba mil voltios. Retiraron el cuerpo del animal. A continuación, con una mano metida en el bolsillo, él mismo saltó con agilidad al tablero. La aguja del voltímetro comenzó a subir lentamente hasta indicar que una descarga de dos millones de voltios circulaba por aquel hombre joven y de buena estatura, sin que éste moviese un solo músculo: Tesla emitía un perceptible halo de electricidad, formado por una miríada de lenguas de fuego que emanaban de su cuerpo.

      Al ver el gesto de sobresalto de McGovern, tendió una mano al periodista inglés, quien así refirió la extraña sensación que experimentó: “Me agité como si estuviese aferrado a los bornes de una potente batería eléctrica. Nuestro joven inventor se había convertido, literalmente, en un cable eléctrico viviente”.

      El inventor se bajó de otro salto del tablero, desconectó la corriente y procuró tranquilizar a los presentes afirmando que no era más que un truco.

      –¡Bah! Pequeñeces que no conducen a nada, sin importancia para el vasto mundo de la ciencia. Si tienen la bondad de acompañarme, les mostraré algo que, en cuanto consiga ponerlo a punto, supondrá una verdadera revolución en nuestros hospitales y, si me apuran, hasta en nuestros hogares.

      Guió a los visitantes hasta un rincón donde había un extraño tablero montado sobre una capa de goma; accionó un interruptor y aquella cosa comenzó a vibrar rápida y silenciosamente.

      Muy decidido, Twain dio un paso adelante.

      –Permítame que lo pruebe, Tesla.

      –No, no; aún está en fase de experimentación.

      –Se lo ruego.

      –Está bien, Mark, pero no esté mucho tiempo. Bájese cuando yo se lo indique –dijo Tesla, riendo para sus adentros, al tiempo que le hacía un gesto al ayudante para que cerrase el interruptor.

      Con el traje blanco y el lazo negro tan propios de él, Twain comenzó a agitarse y a vibrar sobre el tablero como un gigantesco abejorro. Encantado, no dejaba de dar voces moviendo los brazos sin parar. Los demás le observaban, divertidos.

      Pasado un rato, el inventor le dijo:

      –Bueno, Mark, es hora de bajarse. Ya lleva un buen rato.

      –Ni soñarlo –repuso el simpático escritor–. Me lo estoy pasando en grande.

      –Más vale que lo deje ya. Hágame caso: es lo mejor que puede hacer –insistió Tesla.

      –No me bajaría de aquí ni una grúa –replicó Twain, sin dejar de reír.

      Apenas había acabado de decirlo, cuando se le cambió la cara. Dando tumbos, se acercó al borde del tablero, con gestos desesperados para que Tesla parase aquel artefacto.

      –Deprisa, Tesla. ¿Cómo se para esto?

      Sonriente, el inventor lo ayudó a bajar y le indicó a toda prisa dónde estaba el baño. De sobra sabían tanto él como sus ayudantes del efecto laxante del tablero vibrador.[4]

      Ninguno de los presentes se había ofrecido como voluntario para repetir el experimento de alto voltaje que Tesla había llevado a cabo ante sus ojos. Nunca se habrían atrevido. En cambio, le atosigaron a preguntas para que les aclarase cómo era posible que no se hubiera electrocutado.

      A una frecuencia lo suficientemente alta, les explicó, la corriente alterna de alto voltaje fluye por la capa externa de la piel sin dejar secuelas. No se trataba, sin embargo, de un experimento al alcance de simples aficionados, les advirtió. Si los miliamperios alcanzasen el tejido nervioso, las consecuencias podrían ser fatales; sin embargo, esos mismos amperios, repartidos a lo largo y ancho de la epidermis, eran tolerables durante cortos periodos. La penetración bajo la piel de una débil corriente eléctrica, alterna o continua, bastaba para matar a una persona.

      Ya amanecía cuando Tesla se despidió de sus invitados. No obstante, antes de que diera por concluida la jornada y se acercara paseando al hotel para descansar un rato, las luces del laboratorio permanecieron encendidas todavía una hora más.

      1 John J. O’Neill, Prodigal Genius, Nueva York, David McKay Co., 1944, pp. 93-95, 283; Inez Hunt y W. W. Draper, Lightning in His Hand, Hawthorne, California, Omni Publications, 1964, 1977, pp. 54-55.

      2 Cartas microfilmadas de Mark Twain a Tesla, Biblioteca del Congreso, s. f.

      3 Chauncey McGovern, “The New Wizard of the West”, Pearson’s Magazine, Londres, mayo de 1899.

      4 O’Neill, Genius, p. 158.

      II

      EL JUGADOR

      Nikola Tesla nació a las doce en punto de la noche del 9 al 10 de julio de 1856, en el pueblo de Smiljan, provincia de Lika, Croacia, una región situada entre el macizo de Velebit y la ribera oriental del Adriático. Vino al mundo en una casa pequeña, adosada a la parroquia ortodoxa serbia que atendía su padre, el reverendo Milutin Tesla, quien, en ocasiones, escribió artículos bajo el pseudónimo de “El hombre justo”.

      Tanto desde un punto de vista étnico como religioso, ningún otro país de la Europa Oriental era tan diverso como la Yugoslavia de entonces. En Croacia, los serbios Tesla pertenecían a la minoría racial y religiosa de una más de las provincias del imperio austro-húngaro de los Habsburgo, cuyos habitantes sobrellevaban como mejor podían su férreo régimen político.

      Por lo general, las minorías desplazadas a otros entornos suelen mostrarse intransigentes en el mantenimiento de sus propias tradiciones. La familia Tesla no era una excepción. Sus miembros concedían mucha importancia a los cánticos militares, la poesía, los bailes populares y las leyendas, la vestimenta y las festividades religiosas de Serbia.

      Si bien, en aquella región y en aquella época, el analfabetismo era lo normal, sus habitantes eran una feliz excepción: admiraban y alentaban notables proezas memorísticas.

      En la Croacia que Tesla conoció en su niñez, las posibilidades