una ópera de argumento argentino cantada en italiano, no hubiera sido posible hacerlo en la época actual”18; pero, por otra parte, en un Brasil de connotada tradición operística propia, en 1941 la ópera Malazarte de Oscar Lorenzo Fernández tuvo que traducir su libreto del original portugués al italiano —ad portas de su estreno— para contar con los cantantes de la compañía oficial y así poder ser parte de la temporada en Río de Janeiro19.
Entrado el siglo XX los tiempos serían más críticos respecto del idioma, pero décadas antes, la necesidad de una ópera era saciada tal como debíamos consumirla, tal como naciones modernas que nos sentíamos.
Ópera nacional, que así la llamaron
Para fines del siglo XIX ya hemos visto que corrían nuevos impulsos en América. Chile comenzaba a sentir su joven adultez: la economía se mostraba optimista, se ejercía soberanía y sus fronteras se fijaban (hacia el sur con la Araucanía, al oriente con Argentina —si bien de manera irregular—, pero sobre todo el nuevo norte tras el triunfo de la Guerra del Pacífico), el sentido nacional se nutría del conocimiento geográfico y del natural, de la descripción de paisajes, flora y fauna. Lo más trascendente para nuestro estudio: la República recuperaba un definitivo escenario cívico, el remozado Teatro Municipal, reconstruido a partir del incendio de 1870, ahora en pleno estilo francés, un paso fundamental para acercar nuestra ciudad al imaginario europeo y a las necesarias actividades cívico políticas que lo habitarían.
En 1884 un concurso realizado en nuestro país, a la manera de aquellos célebres de la casa Sanzogno que había dado a conocer Cavalleria Rusticana, premiaba a Adolfo Jentzen, un alemán natural de Hamburgo avecindado en Chile, por su ópera Arturo di Norton y a Manuel Antonio Orrego, un chileno discípulo de Deichert del que se conservan algunas piezas de salón, por su ópera Belisario. Esta última la habría comenzado a bosquejar en ١٨٦٩ a partir del libretto tomado de la partitura canto y piano homónima de Donizetti y habría pedido en ese entonces, infructuosamente, una ayuda gubernamental para poderla terminar. De ambas piezas no se tiene mayor noticia, aunque por los títulos, de impronta italiana y corte histórico de capa y espada, quizá semejarían a las creaciones de un temprano Verdi, Mercadante o del mencionado Donizetti. Sería la primera ópera compuesta por compositor nacional de la que se tiene noticia20.
Luego, quizá anteriormente o de forma paralela se citan otros intentos que no dejan de ser meros bosquejos y que sirven para llenar el anecdotario nacional21.
Pero para que estas óperas dejaran de ser papel pautado y conocieran la puesta en escena faltaba algo de tiempo: recién el 2 de noviembre de 1895 se estrena en el Teatro Municipal de Santiago La Florista de Lugano (o La Fioraia di Lugano, como a veces también fue mencionada debido a su Libretto en italiano), primera ópera compuesta en nuestro país a manos de un connacional en ver la luz pública. Su autor era Eliodoro Ortiz de Zárate, quien también había creado la idea de su argumento, luego versificado en italiano por Tito Mammoli (ver capítulo dedicado al Lautaro).
En 1885, a los veinte años y previo ganar un concurso del Consejo Universitario, Ortiz de Zárate había viajado a perfeccionarse en el Conservatorio de Milán, institución que lo acogerá entre 1887 y 1889. Terminados sus estudios recorrió Suiza, en donde tomó la inspiración para componer aquella Florista. De regreso a nuestro país, luego de muchas gestiones, logrará el mencionado estreno. Cánepa nos cuenta que “los ensayos fueron breves, mal dirigidos […] el elenco no hizo ningún esfuerzo por estudiarse bien la obra”. Sin embargo, La Florista de Lugano tuvo un promisorio éxito de público y comentarios auspiciosos de algunos críticos, “lo que —sigue Cánepa— dio pábulo al autor para desatar una campaña de chilenización de las temporadas, o sea, que cada año debería estrenarse una ópera de autor chileno para que estos tomaran confianza en su labor. Pero fue un grito en el desierto; las altas esferas y las empresas rechazaron de plano sus sueños”22. Hoy la partitura de esta primera ópera está perdida.
Pero era un inicio. Llegado el cambio de siglo los músicos nacionales, incluido el pionero Ortiz de Zárate, empezarán a componer nuevos títulos, estrenándose algunos, aunque distando enormemente de una corriente musical nacional o un plan político-cultural que propendiera a aquella “chilenización de temporadas” con las que alguna vez se soñó. Un paréntesis auspicioso serán, décadas más adelante, los años 1939 a 1942, empapados de un fervor nacionalista producto de la Segunda Guerra Mundial, lo que sumado a la dificultad de contar con compañías europeas que arriesgaran viajes interoceánicos —específicamente a través del Atlántico— propendió a la utilización de solistas nacionales, fomentando además el estreno, reestreno o repetición de algunos títulos chilenos23.
Aun considerando esos años mencionados, al compararlos con el éxito de la nacionalización lírica sucedida en el Brasil, habrá tres puntos que distanciarían aquel resultado del nuestro: Carlos Gomes recibe, al igual que Ortiz de Zárate y Acevedo, una beca de estudio y perfeccionamiento en Italia, pero a diferencia de ellos, optará por un domicilio definitivo en Milán sustentado por una evidente política cultural brasileña. Segundo, el fenómeno lírico en Italia era tanto de arte como de parte, es decir una industria propiamente tal y había que saber entrar en ella en lo que refiere a las determinantes casas editoriales, empresarios, contratos y cantantes que se aventuraran en la novedad, y no solo dejar la representación de una ópera a la solitaria y desesperada gestión del compositor. Gomes —como ningún otro compositor de América en el siglo XIX— logra entrar en la industria lírica: sus óperas tendrán estreno inmediatamente en los grandes teatros italianos de Milán y Génova, accediendo a la difusión de la célebre casa editora Ricordi —de las más importantes de Europa—, serán interpretadas por importantes figuras del canto, tanto en los escenarios como, consecuentemente, en la incipiente industria fonográfica24. Lo esencial es que el Brasil, o mejor dicho, el entonces Imperio del Brasil (no hacía mucho independizado de Portugal) más que decretar un fomento a la creación nacional veía con muy buenos ojos e interés el formar y fundar específicamente una lírica nacional (quizá a través de un único compositor nacional en la figura de Gomes) que, mediante el acercamiento al público de élite que presenciaba ópera, acrecentara su valía cultural y política; una suerte de “avanzada” brasileña en el mundo. De hecho, la primera ópera de Gomes A Noite do Castello (1861), al igual que el citado Guarany, serán dedicadas al Emperador Pedro II, y la segunda ópera más destacada de Gomes, Lo Schiavo (1889), a la princesa Isabel. La relación de Carlos Gomes con el trono brasileño será siempre fluida y de apoyo25. Gomes tuvo, además, la fortuna de que su talento lírico diera frutos en un pleno siglo XIX que aún veía la ópera como un género sumo, indiscutido, a un par de décadas nada más en diferenciación con Chile u otros países de América Latina con un ambiente de revisión de políticas musicales o, al menos, de cuestionamiento de la ópera como el principal género para la visibilidad de un compositor y su aporte al desarrollo de una nación. En resumen, Gomes es un caso único en su tiempo en toda América, inclusive en Argentina, Chile y Estados Unidos, tres naciones en las que el género operístico suscitaba interés y era parte fundamental de la vida social pero que estaban lejos de establecer una industria de creación, recepción y difusión lírica nacional al par de Italia, Francia o Alemania26.
La historia de la lírica compuesta por chilenos, desde aquella Florista, es distinta a Gomes y a Europa, pero consecuente en sus propias características. Aquí los sucesos se repiten como si hubiésemos entrado en un día que se cita insistente a sí mismo y del que es difícil salir.
Primero, muchas veces la composición de la primera o única ópera se produce ad portas de un viaje de perfeccionamiento a Europa, ya sea a través de instancias personales (Hügel) o debida al apoyo estatal (Ortiz, Acevedo Gajardo, Bisquertt), en donde se continúa con la labor de compositor. Es sintomático que este viaje de perfeccionamiento se destine a Milán o Italia, no solo para los compositores chilenos como Ortiz de Zárate y Acevedo, sino en general para los latinoamericanos: piénsese en Gomes (Brasil), Giribaldi (Uruguay), Héctor Panizza (Argentina) o Melesio Morales (México), por ejemplo, situación que se explica puesto que dentro del ámbito docto la ópera era el género musical más institucionalizado y, por lo mismo, más ligado a la autoridad civil —moderno mecenas— y porque Milán tenía el fantasioso, mas no del todo inexacto título de