Gonzalo Cuadra

Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950


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coro, incluso al cuerpo de baile. Además, tuve que dirigir yo mismo la ópera35.

      Si bien la temporada de 1910, de celebración patria, no tuvo un chileno entre sus compositores escénicos, todo indicaba (como finalmente ocurrirá) que estaba adoptando a Giarda como un connacional. Hay catalogadas poco más de mil obras compuestas por él, de diversos géneros y pretensiones, sin embargo no escribirá nunca una ópera en nuestro país.

      Alrededor de 1915 la Ilustre Municipalidad de Santiago y su Consejo Superior de Letras y Música establecerá una suerte de concurso para cualquier drama, comedia u ópera nacional que deseara ser presentada en el Teatro y con los cuerpos artísticos de la compañía oficial. Era un paso entre adquirir conciencia de la modernidad como nación y la consiguiente necesidad de producir y suplir la ausencia de casas editoriales de música, que eran las que en Europa promovían tales estrenos. Las cláusulas específicas de postulación en ópera pedían que fuera obra de un autor chileno titulado en un Conservatorio europeo y cuya música hubiere obtenido éxito en Europa, lo que motivó más de un descontento en quienes veían, no sin motivo, que ello “cierra el camino a más de alguna obra de mérito […] Ha estrechado tanto su camino la Ilustre Municipalidad al parecer con el objeto de dejar pasar a un solo autor nacional. […] Más valen obras sin título [galardones profesionales] que títulos sin obras”. Quien escribía era don Remigio Acevedo Raposo, pero al autor a quien se refería no queda claro. ¿Quizá Ortiz de Zárate? Este último también se aferrará al respiro de esta cláusula para defender y proponer nuevamente su Lautaro, pero vanamente36.

      Escenario de una sociedad vigilante

      La ópera fue un género fundamental en la edificación nacional en el siglo XIX; piénsese en los casos de Alemania, Italia, Polonia, Rusia, Hungría o República Checa, donde los títulos líricos de un Weber, joven Wagner o Verdi, Smetana, Glinka o Moniuszko fueron avalados por un fervor intelectual y popular que además conllevaron planteamientos musicales, argumentales, gremiales incluso. De allí que para entender cabalmente la sociedad latinoamericana y el nacimiento de las respectivas Repúblicas durante el primer tercio del siglo XIX, nuevamente sea fundamental estudiar el fenómeno de la ópera, ahora en su aspecto sociocultural y político como arquitectónico: durante la época colonial española la ópera, invención italiana —salvo algunos pocos títulos en el siglo XVII— no fue un fenómeno local como ocurrió en Francia o Inglaterra, por ejemplo y, por consiguiente, tampoco tuvo presencia destacada o marcante; la ópera es un producto “exótico” que cobra protagonismo en el siglo XIX americano, justamente con el nacimiento de las nuevas repúblicas independientes; para continuar, la construcción de un teatro de ópera, máxime cuando sigue patrones arquitectónicos y estéticos europeos, es más que la edificación de un pasatiempo, o el producto de una sociedad financieramente establecida que busca espacios de esparcimiento a la manera de naciones como Francia, Inglaterra, incluso Italia: es un espectáculo inclu/excluyente, jerárquico, visual y sonoro de lo que aspira el pensamiento liberal, el ansia cultural, la afirmación social, la autoestima nacional y la dirección política del nuevo siglo. Ya no será la catedral colonial respectiva el escenario de celebraciones cívicas, sino este nuevo templo erigido por la razón y para el hombre. Los antiguos salones aristócratas como punto de reunión y afirmación se han trasladado a un escenario mayor que los cobija y nutre37. Las instituciones humanas y financieras que permitan su desarrollo serán sinónimo de prosperidad y modernidad; de hecho es sintomático que los teatros de ópera erigidos y financiados por los nobles en la Europa del siglo XVIII den paso en el siglo XIX a teatros urbanos construidos según la bonanza económica de una nación y, más específicamente, de una ciudad. La semejanza de los himnos nacionales con aspectos rítmicos, melódicos y armónicos del tardío bel canto italiano no se explican solo por la moda musical del momento, es un matrimonio real, hay orgullo en ello y este pensamiento se mantendrá en muchos aspectos hasta hoy. Pensemos en “Chile”, por ejemplo, un libro en inglés de 1915, nacido desde el mismo gobierno que busca hacer descripción, recuento y propaganda de nuestra nación; al momento de llegar al apartado “Fine Arts”, específicamente en lo que refiere a música, los primeros compositores en ser mencionados —“distinguidos entre varios de real mérito”— son Teodoro [sic] Ortiz de Zárate —autor de tres óperas que tratan de diversos orígenes de la vida del país— y Raoul Heugel [sic] —del que una de sus óperas fue representada en Santiago [sic]38. Obviemos las erratas y veamos la necesidad de este párrafo: la ópera era un distintivo de civilidad, paridad y orgullo ante el mundo.

      Por lo mismo, nuestro Teatro Municipal, francés en su arquitectura (es decir, civilizado y elitista) es una construcción emblemática. Es un espacio público pero con derecho de admisión, intencionalmente diseñado para ver y ser visto, con palcos construidos específicamente para el presidente de la república y el alcalde de Santiago (se da por hecho la presencia de sus más altas autoridades) dispuestos de manera frontal, cerrando la herradura, casi sobre el escenario, para que todos los demás espectadores puedan participar de la función y mirar a sus gobernantes al mismo tiempo, aunque estos tengan la visión más incómoda, función secundaria por tanto. Es un escenario de 360 grados que logra unir dos realidades líricas: el centralismo del modelo francés a partir del teatro de L’Opéra de París (un nuevo Versalles para la renaciente aristocracia y la pudiente burguesía) pero que, fuera de todo fervor e inclusión nacionalista, será llenado con repertorio italiano masivo y de llegada directa, interpretado por artistas extranjeros, es decir internacional, que aporta la sensación de conexión con la moda y corriente europea.

      Pero en este Teatro Municipal, tal como ocurre con algunos salones en las casas aristócratas, orgullo de modales civiles y educados, aquellos que se abrían y lucían solo para fiestas y visitas, así como estos no son habitados por gente cualquiera, así ocurre en este teatro nuestro, que pareciera tolerar nacionales pero en grupos anónimos (orquesta, coro, público en galerías superiores). Lo visible: las compañías, los solistas, los directores, el repertorio, todos serán extranjeros; nos comunicarán y reflejarán directamente con Europa. ¿Acaso un cantante nacional, si lo hubiese, hubiera podido viajar y contar en Italia o Francia cómo es nuestro teatro (léase nación) y cómo no teme a comparaciones con teatros europeos? Como se va intuyendo, que un chileno componga una ópera no sólo concierne a lo musical. Pero, así como hay una familia que no permite que un niño se crea con atribuciones de adulto y entre a la sala de visitas, también hay otra que piensa que sería bueno, bajo muchas condiciones, que de a poco se vaya acostumbrando a las normas adultas y logre habitarlo.

      El asunto de los asistentes es un punto a tratar. El Teatro Municipal de Santiago tenía un público habitual, cautivo, debido al sistema de remate y compra de asientos y palcos por toda la temporada, conocido como remate “de llaves”, por citar a aquellas de la cerradura del palco. Era un público proveniente de los sectores más acomodados o influyentes de la sociedad nacional al punto de ostentar localidades en el Teatro como una muestra de nivel y termómetro de sus inversiones y finanzas39. Mención aparte constituían las representaciones líricas destinadas a coincidir con la fecha patria del 18 de septiembre: si la relación de las cúpulas nacionales con el Teatro Municipal y la ópera eran un celoso noviazgo, aquella de gran gala con la presencia del presidente de la república, autoridades diversas nacionales e internacionales, era la mismísima fiesta de matrimonio, con renovación de votos año a año. Esta práctica se mantuvo inquestionable hasta 2013.

      La Temporada (en rigor, un par de meses de presentaciones casi diarias a partir de agosto) se sustentaba económicamente por un subsidio municipal estatal, además de la venta antes mencionada de asientos importantes y 46 palcos (los 30 restantes se los reservaba la Municipalidad), además de la recaudación de venta de las entradas que quedaban disponibles para algunas funciones en particular; un sistema que se mantuvo casi sin variaciones hasta 1927. Es por esto que los asistentes abonados fijos, debido a la inversión monetaria (percibida como doblemente responsable, en el caso de algunos que tenían relación directa con el Estado), sentían que eran ellos quienes financiaban toda la temporada y, consecuentemente, podían comportarse como exigentes patrones-consumidores, solicitando el cambio o la repetición de un título, opinando sobre el desempeño de los solistas y evaluando la gestión de los empresarios.

      Como ejemplo cito una noticia aparecida en El Mercurio:

      “TEATRO