la compañía actual hay elementos artísticos muy buenos para cantar una Gioconda.
La Empresa haría bien en acceder a lo que desean las personas de buen gusto, y la Ilustre Municipalidad no será seguramente un obstáculo para ello”40.
En este caso los abonados tienen criterio, poder y juicio por sobre la temporada, títulos y cantantes; su veredicto y proceder era una manera de ejercer oligarquía, como plantea Miguel Farías41. Dentro de una sociedad pequeña y vigilante, suspicaz con lo que le pareciera fuera de norma, había nacido este público, donde el ver y verse incluía estrictas normas de vestimenta y protocolos a seguir, por lo mismo reacio a innovar con su pecunia, reticente a las creaciones nacionales, aunque luego les prodigara cálidos aplausos42.
Finalmente quedaban las restantes localidades, menos visibles y generales, que se podían comprar para la ocasión y que contaban con un público menos “aristócrata” y, por lo mismo, más efusivo. Esto clarifica las descripciones que los comentaristas harán sobre asistentes a los estrenos: podemos deducir, por ello, que Velleda, al tener un estreno en Valparaíso en un teatro de espectáculos populares, contó con un público de gente extrovertida, inmediata, habitué de presentaciones de diversión, y de hecho hubo burlas y manifestaciones propias de ello para un solista de bajo rendimiento; que Caupolicán, aunque fue estrenada fuera de la Temporada, sí consiguió el escenario principal del Teatro Municipal y la presencia del presidente Riesco, lo que geográficamente permitía el acceso de las familias pudientes, las que con su “asisto o no asisto” demostraban apoyo o rechazo a la iniciativa de una creación nacional. De hecho, cuando se comenta que la concurrencia a Caupolicán fue regular en platea y escasa en palcos, pero que hubo entusiastas aplausos, se está haciendo un comentario social amén de recepción musical; Lautaro, por otra parte, fue obra de temporada oficial y puesta al juicio de los “dueños” de sus localidades. El revuelo crítico-literario que circunscribió su estreno cobró tal intensidad en sus opiniones que solo se logra comprender teniendo claro esto: que público, críticos y comentaristas sentían como facultad propia no solo el emitir un veredicto musical, sino el derecho a hablar del mal uso de los dineros estatales y privados, incluso del Teatro mismo. A la “aristocracia” criolla de entonces la ópera como fenómeno le es propia, así como sus bienes, por lo que opiniones vertidas en diarios más conservadores y ligados a ellos, como El Mercurio se podrían tomar (parafraseando y variando la célebre frase) como “la voz de los con voz”. La aparición del factor económico hará de la ópera un “producto” y propiciará cambios en su recepción, en el apropio, en el consumo y, trascendente en nuestro estudio, su destrucción. Bástenos ver la recepción de óperas como Velleda o Caupolicán (producciones autogestionadas) y compararlas con aquella destructiva de Lautaro (financiada), por hablar de tres obras contemporáneas.
Bajo este clima, una reiterada acusación que deberán recibir los primeros operistas nacionales es la del plagio, como tendremos ocasión de ver más adelante en los respectivos capítulos: números completos, un acompañamiento, el diseño melódico, un detalle de instrumentación, los números coreográficos. Y si la copia puede ser tomada como un paso importente en la etapa formativa para la adquisición de técnicas y estéticas, esta es confesa, circunscrita a tal función y no propone sino que recibe. El plagio es premeditado en su engaño y va en contra del genio, que no solo nos maravilla porque es creador, sino porque debido a ello es propositivo. Wagner es ejemplarizador de esto. Y si por ello el plagiador no sirve de sendero al progreso, el que lo denuncia sí y al mismo tiempo se engrandece, puesto que simultáneamente advierte, desenmascara y limpia, demuestra su formación, su probidad, su nutrida biblioteca, su acceso a las fuentes. Como público o crítico denunciamos el plagio porque no es el producto original por el cual pagamos y del cual íbamos a tener el privilegio del protagonismo en la historia, o quizá para sí tenerlo de un modo u otro. El plagio, en este mundo de patrones y Estados financiantes, será visto como una apropiación deshonesta de la riqueza y de aquello que la genera, muestra malas costumbres, flojera, ignorancia y el no haber podido apropiarse de la técnica o del estilo (el “saber cómo”) sino solo de los resultados, como un mero consumidor. Ortiz de Zárate, Acevedo Gajardo y Melo Cruz serán acusados de plagio, mientras que de Hügel y de Bisquertt se dirá que manejan el estilo (o que están atentos a positivas “influencias”), aún cuando en lo referente a Hügel la realidad de la presente investigación se torne compleja y dolorosa, como veremos en su capítulo.
Paralelamente a las gestiones de estreno, la idea ha suscitado el interés de la prensa: expectativas, algunos artículos; finalmente lo coronan críticas enfrentadas en bandos diversos, a veces argumentando con bastante cordura que un compositor de ópera, por más talentoso que sea, necesita del ensayo-error para forjar su oficio y que, lamentablemente, es un riesgo que un empresario o un teatro está poco dispuesto a correr, a veces castigando el presente fallo con una condena perpetua43. En algunos casos se suceden cartas de descargo por parte de los compositores, iniciando guerrilla literario-operística. Es interesante evidenciar que en esta balanza de opiniones a favor o en contra —debido a la permanencia de la información citable— el entusiasmo del público en aquellos estrenos es un dato perecible, una opinión de tradición oral; sin embargo permanecerán a posteridad los comentarios que se hayan escrito en medios de difusión o textos de historia o análisis musical; una batalla ganada entre lo escrito por sobre lo oral, como si de un triunfo de la civilización por sobre la barbarie se tratara.
Ópera versus arte, oligarquía versus profesión
¡Lo que es el criterio de esta nueva aristocracia! —decía Olga defendiendo a Arué—. Cuando el Señor Peralta compra una partida de trigo o cebada, lo primero que hace, indudablemente, es probar la calidad, rechazando la oferta si no resulta buena. Esto es evidente. ¿Por qué no acepta entonces la crítica en un ramo de alto lujo y selección como es la música? Si el Sr. Peralta no fuese ducho en cereales llamaría á un perito. ¿Por qué no procede tan cuerdamente tratándose de un artículo que es ajeno en absoluto á sus faenas diarias…?44.
El costo monetario que significa el montaje de una ópera de características tradicionales (lejos de las experimentaciones camerísticas) y la falta de una variada oferta de escenarios idóneos y cuerpos estables especializados (es decir, la falta de industria lírica), es una de las razones que primero se piensa ante la reticencia de componer óperas por parte de los músicos doctos chilenos. En este escrito hemos agregado también la dificultad de proponer un título fuera de la rutina de las compañías líricas que visitaban o se armaban en nuestro país. Sin embargo, un poderoso argumento se viene gestando ya desde fines del siglo XIX en Europa y ha arribado a Chile con singular fuerza y desenlace. Dice que la ópera tradicional de corte italiano ha sido un verdadero lastre, un alimento demasiado azucarado y bajo en nutrientes, un pasatiempo adormecedor, sin alternativa, obligado, que ha mal acostumbrado el paladar auditivo de nuestro público y que con su omnipresencia en el teatro, en la enseñanza y el salón ha frenado el progreso musical y ha asfixiado otras manifestaciones y alternativas musicales; por lo tanto no debiera ser del aprecio de un músico “serio”45.
Esta discusión ya venía presentándose hacía décadas en Europa. Mencionaré a España, que la protagonizaba desde mediados del siglo XIX, y para ello cito un colorido texto de Peña y Goñi: “España no ha sido capaz de sacudirse el yugo de la música italiana. El arte italiano la asaltó, fue creciendo y rodeándola como una inmensa serpiente, y hoy yace todavía bajo la presión fatal del monstruo, aplastada, jadeante, víctima de la asfixia”46. También es muy ilustrativo el leer las memorias musicales de José Borrell Vidal que retratan y analizan el paso musical español del siglo XIX al XX en términos similares47. Mencionaré a la misma Italia, cuyo musicólogo Fausto Torrefranca enarbolaba la vuelta al protagonismo instrumental que había tenido la Italia del siglo XVIII y de paso escribía el influyente libro “Giacomo Puccini e l’opera internazionale” (Torino, Ed. Fratelli Bocca, 1912) altamente crítico de los nuevos compositores italianos operísticos y sus directrices estéticas; lo mismo “Giacomo Puccini” del compositor Ildebrando Pizzetti (Ed. La voce, 1910). Juan Carlos Paz, a mediados de siglo XX, hace una tesis acusatoria a Latinoamérica entera: “Con su música solitaria e individualista […] sin una tradición musical culta y con una escasa o nula educación musical en los grandes centros urbanos, cundió y arraigó lo que era más accesible en