de construcción musical que implican reflexión, inconformismo, alejarse de todo oportunismo, romper lo probado y buscar originalidad— les concederán un lugar menor en sus comentarios, identificando el género lírico mismo con conservadurismo, populismo sentimental y efectista, achacándole una filiación decimonónica que, en este caso, no tiene tintes positivos, sino que remite a una música ligada a élites de poder, como así mismo a cierto “amateurismo”.
En contrapartida, esta presencia de las óperas chilenas en los medios periodísticos y su calidad anfibia entre lo musical y lo social —máxime si se trata de presentaciones dentro del marco oficial del Teatro Municipal— ha hecho que sean las obras doctas con más presencia pública y opinión cotidiana, a veces dentro de lo erudito, otras en lo social o farandulero. La Florista de Lugano, Lautaro, Caupolicán, Sayeda, Mauricio y, más hacia nuestra época contemporánea, obras como Viento Blanco (2008) o Gloria (2013) de Sebastián Errázuriz y sin duda Talca, París y Liendres (2012) de Miguel Farías, por mencionar tres ejemplos últimos, todas las mencionadas han generado debates y contraste de opiniones más allá de aspectos musicales, incluso principalmente fuera de lo musical. El mismo Farías ha publicado el artículo ya mencionado sobre la creación operística nacional y ha intentado establecer un proceder y un marco para entender aquellos primeros años.
A modo de párrafo final la Revista Musical Chilena, publicación especializada en música docta y con marcado interés en la música a manos de connacionales, a lo largo de 67 años de vida iniciados en 1945 nunca dedicó un artículo a la ópera nacional, ya fuere referente a títulos, compositores o problemática. Es más, con la excepción de Próspero Bisquertt (por ser Premio Nacional) y de Remijio Acevedo Gajardo (por tratarse de hechos ocurridos en 1911), ninguno de los restantes compositores aquí analizados (Hügel, Ortiz de Zárate, Melo Cruz o Acevedo Raposo) tuvieron en ella un comentario en la sección de obituarios al momento de su muerte. Solo tendremos una excepción con un artículo firmado por Fernanda Ortega publicado en 2013 llamado “En torno a dos estrenos de ópera: música, institución y comunidad”. Allí, centrándose en la ópera de Farías antes mencionada y en el debate mediático generado por su estreno, de manera abierta, desconociendo lo que ha significado la ópera en la visión de la academia nacional, se extraña de la poca relevancia que el mundo musical docto dio a esta obra, “entre sus pares”69, dice. Además ella, con un desprejuicio solo posible gracias a ese mismo desconocimiento, la cataloga sin advertencias ni salvedades como una creación docta o dentro de la categoría de “obra de arte”, tal como haría con una obra de Santa Cruz o un Alfonso Letelier.
Un barrio con derecho de admisión
Roberto Escobar, en su libro antes mencionado, acierta en buscar razones del poco aprecio o energía que despierta el género lírico entre los compositores nacionales doctos, concluyendo: “En el siglo XX la ópera dejará de ser un género que interese a los compositores chilenos; se han catalogado solo 31 obras musicales escénicas [incluye las obras sin terminar] entre un total de 1874 composiciones”70.
También hemos encontrado fundamentos a la contundente frase de Vicente Salas Viù: “La obra de los compositores que lucharon por crear una ópera chilena en el cambio de siglo no tiene repercusiones en la música viva”71.
Y hemos esbozado respuestas a su inquietud cuando, luego de resumir en tres grupos las principales corrientes de estilo composicional de los músicos nacionales en la primera mitad del siglo XX, plantea:
Respecto de la ópera, no deja de ser curioso el que este género no fuera cultivado por las figuras señeras de uno u otro grupo. […] Nada se hizo en Chile por crear una ópera verdaderamente nacionalista, impresionista, neo-clásica o conforme a los dictados del naciente neoexpresionismo centroeuropeo. […] Consagrarán sus esfuerzos a la música de cámara o a la sinfónica; en todo caso a formas “puras” de la música72.
A la mayoría de los compositores chilenos de ópera que puedan ser citados desde fines del siglo XIX hasta mediados del XX, independientemente de su trayectoria docente o posible éxito en otros géneros musicales, les será negado el ingreso al “canon”; dicho de una manera coloquial, no habitaran el “vecindario”, entendiendo este concepto como un lugar al cual se accede siempre y cuando haya algún elemento que permita el reconocer al otro el derecho de vivir en él: existirían vecindarios unidos por aspectos internos como credos (barrios de judíos, barrios musulmanes), estatus económico, nacionalidad (barrios latinos, italianos), o externos formales (barrios que tienen el sello de un urbanista en particular); un elemento, aunque en los otros no haya coincidencia. Por lo mismo el “vecindario” tendrá una ligazón afectiva, tácita o fijada abiertamente que, por encima de un listado aséptico, provoca rechazo o aceptación emocional, ve con sospecha al “otro”, y puede hacer presiones para igualarlo o forzar su exclusión. El canon musical nacional del siglo XX, el canon institucional docto chileno, nuestro vecindario de premios y cátedras tuvo dos criterios de ingreso: privilegió a compositores activos posteriores a la Primera Guerra (ojalá relacionados con el Conservatorio Nacional de Música reformado, post Sociedad Bach), además de que no es operístico73, no solo por las dificultades económicas o humanas que conlleva una producción lírica, sino porque, fuera de la crítica negativa como género ejemplificada en Santa Cruz, no hay reflexión o discusión sobre el género o un interés sostenido en él y, consiguientemente, tampoco un número considerable de ejemplos compuestos como para establecer su propia importancia. El compositor se concentrará en la elaboración de un catálogo de diversos géneros y formas con diversas influencias: seriales, dodecafónicas, folklóricas, neoclásicas o impresionistas, incluso poco inclinado a la labor vocal solista74 (algo que a priori no debiera tener relación alguna con el juicio sobre la ópera italiana), característica que se puede verificar desde los inicios mismos de la vida musical docta de avanzada en Santiago a fines del siglo XIX.
De hecho, entre los diversos grados y percepciones de fracaso de 1902 (Anecdótico en Velleda, relativo en Caupolicán, fulminante en Lautaro) y la siguiente oportunidad de estreno lírico (Sayeda) hay 27 años solo levemente interrumpidos con la segunda y fracasada versión de la Florista, dato a considerar si sabemos de la constante actividad operística en nuestro Teatro Municipal y dejando en claro la existencia de compositores nacionales solventes y de oficio y siendo la ópera un género válido y de floreciente producción en Europa, ya en las vanguardias, ya en las conservadurías.
Sin embargo un punto muy interesante será que las óperas de Ortiz de Zárate, Hügel y Acevedo Gajardo, a los que hoy no se los cita dentro de las corrientes de avanzada del Chile del siglo XX, requerirán intérpretes “modernos” en el sentido de que deben cumplir con requerimientos melódicos y de declamación que están absolutamente al día de lo pedido en las escuelas de canto europeas que les eran contemporáneas, cosa que es analizable y comparable a través de tratados de canto de entonces o de los testimonios discográficos de cantantes líricos a partir de 1901. Es decir, exhiben una modernidad que se había iniciado en el tercio final del siglo XIX bajo la influencia vocal de Wagner y la irrupción de la Giovane Scuola italiana, un cambio que debe ser investigado no solo a través del análisis formal de la nueva escritura musical, sino fundamentalmente apoyado en la historia de la interpretación y la técnica de ejecución, específicamente del canto docto, que suele ser poco conocida por los historiadores de la música nacional. Tampoco se le da suficiente atención al hecho (al menos cuando quien lo comenta se haya percatado de ello) de que Acevedo estrenara su primer acto del Caupolicán en castellano, de manera pionera frente a las composiciones y posibilidades líricas de nuestros países vecinos e incluso España75, saltando prejuicios y convenciones idiomáticas y comodidades interpretativas, más aún cuando en nuestro país, sobre el asunto de la pertinencia del idioma, recaerán juicios de adecuación realista, influencia patriótica o de servilismo frente a modelos extranjeros76.
Las opiniones sobre la ópera como género serán emitidas en los análisis posteriores, por tanto, “desde fuera” y “desde lejos”: analizan, pero no comparten su mecanismo y convenciones que exceden lo musical y dialoga en lo social, y al momento de referirse a nuestras producciones nacionales, sumarán el preconcepto, la frase lapidaria (es decir, tallada en piedra y con carácter definitivo) de los vencedores por sobre los vencidos, el pasado que, afortunadamente, pudimos dejar atrás y que lastraba nuestra acelerada