en la congelación del más curioso pastiche que pueda concebirse. Semejante mezcolanza, bárbara y arbitraria, ha sido y continúa siendo nefasta, ya que encarna el triunfo del más estéril y anacrónico sentimentalismo”48.
Así expuesto, poco a poco el juicio del público frente a una ópera nacional (recordemos el cordial y a veces entusiasta recibimiento de la Fioraia en sus dos versiones, de Velleda, Lautaro, Caupolicán o Mauricio, por ejemplo) va a ser desestimado y se le adjudicará un mero valor anecdótico, sin incidir en el veredicto crítico ni la posteridad de los escritos.
Un definitivo punto de ventaja en esta visión ocurrirá en 1927. En reacción a esta rutina lírica sin riesgo del Teatro Municipal y su menú italiano, cual manifiesto de corrientes culturales radicales, un joven compositor de nombre Domingo Santa Cruz se suma a estas reflexiones y publica un enérgico artículo en la revista cultural Marsyas49. Entre otras frases, se explaya diciendo que “para toda persona medianamente culta, la ópera constituye hoy día un espectáculo falso, anacrónico y de mal gusto, que no resiste una crítica ilustrada y veraz”; la ópera era una “fatalidad ineludible” y Santa Cruz estaba seguro de que “el mundo entero, cuando haya rechazado para siempre este género como una cosa absurda, se irán a desenterrar de algún museo histórico los Mefistófeles, Duques de Mantua, Lucia y demás títeres indispensables para que no se suprima la consuetudinaria temporada lírica en el Municipal”. Este artículo no hubiera sido tan trascendente si Domingo Santa Cruz no se erigiera unos años más tarde en una de las personalidades más influyentes en cuanto a las reformas musicales e institucionales de nuestro país, una actividad iniciada en 1917 con la creación de la Sociedad Bach y que en su asamblea general de 1924 estableciera con mayor claridad sus objetivos, centrándolos en la enseñanza, la difusión y la creación de publicaciones periódicas, entidades corales, sinfónicas y camerísticas, dejando claramente fuera las manifestaciones escénicas. Luego, en 1928, un año después de aquel artículo, Santa Cruz será la principal figura en la reformación del Conservatorio Nacional de Música, aquel creado en 1850 y que fuera descrito como una antesala a la ópera y a las temporadas del Teatro Municipal. Será director de este principal centro de formación musical docta de Chile desde 1932 hasta 1953. Su figura, su pensamiento y su ideario, que veía el futuro musical chileno docto en el campo sinfónico y camerístico antes que teatral, dejó fuertemente marcada una impronta en las futuras generaciones de compositores50. En palabras del mismo Santa Cruz: “El centro de gravedad de nuestra vida musical está en el concierto antes que en el teatro […] Este es el rumbo que nos había de salvar, y en esa dirección hemos caminado todos desde hace treinta años”51.
En nuestro país la escisión que se estaba produciendo entre gusto popular y validación de una obra, estaba desarrollándose paralelamente al cambio de centro gravitacional de quienes sentían que con justicia debían detentar y dictaminar el arte y su planificación. Si el público de las clases altas era el principal asistente a las temporadas del Teatro Municipal y, por lo tanto, eran los principales consumidores de ópera, su melomanía de connoisseur debía tener ahora atribuciones limitadas. La música debía ser materia de músicos profesionales, la mayor parte originarios de clases medias y trabajadoras. El siglo XX ya no se comprendía y apreciaba por la cuna sino por la instrucción, la aprobación de un Santa Cruz tenía más peso que la crítica de una señora de apellidos ligados a las clases dirigentes (aunque ambos pudieran estar de acuerdo en reprobar una ópera compuesta por un connacional).
Hoy en día llama la atención, si bien no la obstinación del juicio de Santa Cruz (que se entiende a la luz de movimientos culturales y reformistas que, sobre el problema de la ópera y la “nueva música, se gestaban y debatían incluso Italia hacía varios años52), sí que esta obstinación no tuviera los matices que otros comentaristas, con más mesura, ya proponían: no un juicio al género en sí sino a lo monopólicamente mal representado que estaba en Chile53. Para ellos (como imagino que para aquel Santa Cruz admirador de Wagner) la ópera, como género, aunque se sabía que era parte activa y reiterada de las avanzadas musicales europeas54, en su distribución en Chile estaba seleccionada por razones de popularidad y comercio. Y si esta era la única ópera que teníamos a disposición y consumíamos en Chile, así se opinó la parte por el todo. Se establecía, obligadamente, una característica nacional única en la recepción estética ligada a creación musical: las búsquedas musicales europeas eran sinónimo de modernidad, las inquietudes musicales de los compositores podían ser genuinamente anticonformistas, antisentimentales y alejadas del inmediato comercio musical, pero además esto debía pasar por un tamiz obligatorio, idiosincrático chileno y ahora reconocible: no incluía ópera. Si bien podamos deducir que Domingo Santa Cruz se refería a aquella de estilo italiano (y quizá francés) de comienzos de siglo XIX y comienzos del XX, especialmente las nuevas corrientes realistas y más viscerales, el uso de generalizaciones no hace sino hablar de un artículo escrito emocionalmente más que informadamente, una determinación que opera más como una reacción-respuesta que como una reflexión académica inicial. Roberto Escobar en Músicos sin pasado refuerza la teoría de la emoción por sobre el raciocinio cuando plantea que la “revolución anti-operística” fue llevada a cabo por músicos autodidactas o sin estudios institucionales sistemáticos y por lo tanto, operaba como “un eco del fenómeno social más que como un desarrollo del saber” […] “se mueven motivados por un enorme impulso creador, alimentado, sin duda, por la presión musical social”55. Es sintomático y oficial el hecho que los siguientes compositores que saldrán de Chile en busca de perfeccionamiento o conocimiento de nuevos métodos pedagógicos no tengan a Milán en su bitácora: Pedro Humberto Allende viaja a París (1910, 1922, 1932), Carlos Lavín a España (1934 a 1942), Bisquertt a Francia (1929) al igual de Jorge Urrutia tanto a Francia como Alemania (1929 a 1931).
Volviendo a Domingo Santa Cruz, en 1939, como editor de la “Revista de Arte” de la Facultad de Bellas Artes, aprovechará una crítica al Mauricio para retomar el tema, describiendo al Teatro Municipal, su temporada lírica y sus asistentes como “ese islote fuera del tiempo y ese público del Limbo […] en cuyo campo cerrado pueden ocurrir cosas inconcebibles en otro lugar”. Que en ese escrito diga que los buenos compositores nacionales “no han abordado el teatro lírico porque no los atrae como no atrae en general a los músicos de habla castellana y luego porque el Teatro Municipal, con su extranjerismo tradicional, su desorganización artística y el nulo apoyo que presta a la música es terreno vedado para cualquier artista que se respete” es atendible solo en su segundo estamento, ya que el ambiente estaba lo suficientemente cargado desde hacía décadas como para creer en la libertad para decidir componer una ópera, conseguir el Municipal y pretender, luego de ello, seguir habitando el “barrio docto”, como más adelante explicaré56.
Al pasar de los años, el pensamiento de Santa Cruz no variará sustancialmente, aunque adquirirá otros matices algo más conciliadores, diciendo que el defecto de nuestro público y, consecuentemente de nuestros compositores líricos de cambio de siglo, fue que en la ópera se dejaron seducir por la forma y no por el fondo, por los intérpretes por sobre la obra misma57. Como complemento, la connotada Revista Musical Chilena, dirigida por Domingo Santa Cruz, será desde sus inicios (1946) el principal medio de información y difusión de las vanguardias musicales nacionales. Con una asiduidad mensual que con el pasar de los años se fue espaciando, sus secciones críticas calificaban la actividad musical nacional; sin embargo desde aquel inicio se mostrará no solo reacia a comentar la Temporada Lírica del Municipal, —vista más afín a páginas sociales que a una revista musical— sino que desde la trinchera de la página editorial misma calificará a la ópera en Chile como conservadora y anticuada, trillada, con un costo monetario excesivo para el país, con nulo aporte educativo, una mera pasarela de lucimiento político y social58. Esta postura se mantendrá por mucho tiempo.
Así, el género lírico a manos de creadores nacionales sufrirá una doble observación, una doble vigilancia en nuestro país:
Desde sus primeros ejemplos hasta 1930 es un centro de cultura musical nacional, por lo que el juicio caerá sobre la factibilidad de que un chileno pueda componer o tener el conocimiento y apropiarse de este género complejo, culto, eminentemente europeo. Sin duda que el estrepitoso fracaso del Lautaro a nivel de la intelectualidad local, con la magna e intensa batalla de escritos y crítica que tiñó la casi totalidad de las publicaciones