sería fácil esconderse, pero los periódicos franceses estaban por todos lados. Los titulares le gritaban desde todas las tiendas. Sabía que la vigilancia por cámaras era intensa, especialmente en las atracciones turísticas, y el centro de Londres era básicamente una enorme atracción turística.
Al levantar la vista, Cassie vio a un hombre de cabello oscuro parado en la plataforma al costado de la rueda. Había sentido su mirada hacía un momento, y vio que estaba mirando hacia su dirección otra vez. Intentó convencerse de que probablemente era un guardia de seguridad o un policía vestido de civil, pero eso no la tranquilizó. Estaba intentando evitar a la policía, ya sea vestida de civil o no, a detectives privados e incluso a expolicías que hubiesen optado por un tipo de trabajo más lucrativo como matones a sueldo.
Cassie se paralizó al ver que el hombre tomaba su teléfono, o quizás era un walkie-talkie, y se comunicaba inmediatamente. Acto seguido salió de la plataforma y caminó dando zancos de forma resuelta en su dirección.
Cassie decidió que no necesitaba ver una vista aérea de Londres hoy. No importaba que ya hubiese pagado la entrada, se iba a ir de allí. Volvería en otro momento.
Se dio vuelta para irse, lista para abrirse camino a empujones lo más rápido posible por la fila de gente, pero vio con horror que dos policías más se acercaban por detrás.
Las adolescentes que estaban paradas detrás de ella también habían decidido marcharse. Ya se habían dado vuelta y estaban empujando en la fila hacia la salida. Cassie las siguió, agradecida de que le abrieran el camino, pero el pánico la invadió al ver que los oficiales la seguían.
–¡Espere, señora! ¡Deténgase ahora! —gritó el hombre detrás de ella.
No se iba a dar vuelta. No lo haría. Gritaría, se aferraría a las otras personas en la fila, rogaría e imploraría, y diría que tenían a la persona equivocada, que ella no sabía nada del sospechoso de homicidio Pierre Dubois y que nunca había trabajado para él. Haría lo que fuera para escaparse.
Pero mientras ella se ponía tensa para dar pelea, el hombre pasó empujándola con el hombro y atrapó a las dos adolescentes que estaban delante de ella.
Las jóvenes comenzaron a gritar y luchar de la misma forma en que ella lo había planeado. Otros dos policías vestidos de civil llegaron hasta allí, empujando a los transeúntes a un lado y tomando a las jóvenes del brazo mientras uno de los policías uniformados abría sus bolsos.
Para sorpresa de Cassie, el policía sacó tres teléfonos celulares y dos carteras de la mochila color rosa fluorescente de la joven más alta.
–Carteristas. Revisen sus bolsos, damas y caballeros. Por favor, avísennos si les faltan algunas de sus pertenencias —dijo el oficial.
Cassie tomó su chaqueta y sintió alivio al comprobar que su teléfono estaba guardado en un lugar seguro en el bolsillo interno. Luego miró adentro del bolso y el corazón le dio un vuelco al ver que el cierre estaba abierto.
–Mi cartera no está —dijo ella—. Alguien me la robó.
Ansiosa y sin aliento, salió de la fila y siguió al policía hasta una pequeña oficina de seguridad a la vuelta de la esquina. Las dos carteristas ya estaban esperando allí, ambas llorando, mientras la policía vaciaba sus mochilas.
–¿Algo de esto es suyo, señora? —preguntó el oficial vestido de civil, mientras señalaba los teléfonos y carteras sobre el mostrador.
–No, nada.
Cassie también sintió ganas de estallar en lágrimas. Observó cómo el oficial daba vuelta la mochila, con la esperanza de ver caer su cartera de cuero rasgada, pero la mochila estaba vacía.
El oficial sacudió la cabeza con enojo.
Se los pasan entre ellos en la fila y los desaparecen de vista muy rápido. Usted estaba enfrente de las ladronas, así que probablemente se llevaron su cartera hace un buen rato.
Cassie se volteó y miró a las ladronas. Deseaba que todo lo que sentía y pensaba de ellas se reflejara en su rostro. Si el oficial no estuviese parado allí, las hubiese insultado y les hubiese preguntado qué derecho tenían de arruinarle la vida. No se estaban muriendo de hambre, llevaban zapatos nuevos y chaquetas de marca. Seguramente hacían esto por diversión o para comprar drogas o alcohol.
–Disculpe, señora —continuó el policía—. Si no le molesta esperar unos minutos, necesitamos que realice una declaración.
Una declaración. Cassie sabía que eso no le convenía.
No quería ser el centro de atención de la policía, en absoluto. No quería darles su dirección, ni decirles quién era o que sus detalles figuraran en ningún informe oficial aquí en el Reino Unido.
–Solo le voy a avisar a mi hermana que estoy aquí —le mintió al oficial.
–No hay problema.
Él se volteó, alejándose mientras hablaba por el walkie-talkie, y Cassie salió rápidamente de la oficina.
Su cartera era historia, había desaparecido. No tenía forma de recuperarla, incluso si escribía cien informes policiales. Así que decidió hacer lo mejor: irse del London Eye y no volver nunca más.
Qué desastre había sido esta salida. Había retirado un montón de dinero esa mañana y sus tarjetas de débito también habían desaparecido. No podía ir al banco a retirar dinero porque no llevaba identificación, su pasaporte estaba en la casa de huéspedes y no tenía tiempo de ir a buscarlo porque había planeado ir del London Eye directo a encontrarse con su amiga Jess para almorzar.
Media hora después, sintiéndose sacudida por el crimen, horrorizada por la cantidad de dinero que había perdido y totalmente fastidiada con Londres, Cassie entró al pub en donde se iban a encontrar. Se había adelantado a la hora pico del almuerzo, y le pidió a la mesera que le reservara un lugar para ellas en una esquina mientras iba al baño.
Mirándose al espejo, arregló su cabello ondulado y cobrizo e intentó sonreír alegremente. La expresión le resultó extraña. Estaba segura de que había bajado de peso desde la última vez que había visto a Jess, y pensó críticamente que se veía demasiado pálida y estresada, no solo por el trauma que había pasado más temprano.
Salió del baño justo a tiempo para ver a Jess entrar al pub.
Jess llevaba la misma chaqueta que tenía cuando se habían conocido, hacía más de un mes, ambas de camino a trabajar como niñeras en Francia. Verla hizo que los recuerdos la volvieran a inundar. Cassie recordó cómo se había sentido al abordar el avión. Asustada, insegura y con serios temores respecto a la familia que le habían asignado. Los que resultaron ser justificados.
Por el contrario, a Jess la había contratado una familia amorosa y amigable, y Cassie pensó que se veía muy feliz.
–Qué bueno verte —dijo Jess, dándole un abrazo apretado—. Esto es tan divertido.
–Es emocionante. Pero tengo un problema —confesó Cassie.
Le explicó que le habían robado la cartera más temprano.
–¡No! Eso es horrible. Qué mala suerte que hayan encontrado otras carteras y no la tuya.
–¿Puedes prestarme algo de dinero para el almuerzo y para el billete de autobús de regreso a la casa de huéspedes? Ni siquiera puedo retirar dinero en el banco sin mi pasaporte. Te lo transferiré en cuanto pueda conectarme a internet.
–Por supuesto. No es un préstamo, es un regalo. La familia para la que trabajo vino a Londres por un casamiento y hoy está en Winchester con la madre de la novia, así que me dieron mucho dinero para disfrutar de Londres por el día. Después de aquí, me voy a Harrods.
Jess sacudió su blonda cabellera, riéndose mientras compartía el dinero con Cassie.
–Oye, ¿nos tomamos una selfi? —sugirió, pero Cassie no accedió.
–No tengo nada de maquillaje —explicó, y Jess se rió y guardó su teléfono.
Claro