es tanto como decir que la cuestión de la cantidad de trabajo cristalizada en las mercancías es a ese respecto irrelevante. Y eso es tanto como decir, en efecto, que la teoría del valor no resulta ya, en absoluto, operativa. Pero nunca se insistirá lo suficiente en que ese «ya» hace referencia, nada más ni nada menos, que a la sociedad capitalista que se pretendía desde el principio estudiar.
El que las cosas que «ruedan» por el mercado de la sociedad capitalista no sean mercancías y nada más que mercancías, sino mercancías que, antes de ser mercancías, han tenido ya que ser otra cosa, a saber, productos de capitales, no transforma la investigación del Libro III en más vacilante, oscura, ambigua o imprecisa. Quizá lo único que ocurre es que ahí se llega a hacer el descubrimiento de que, bajo condiciones capitalistas de producción, las cosas no pueden «rodar» como mercancías sin «chocar» al mismo tiempo como productos de capitales. Pero, como es obvio, nada de esto es la solución, sino tan sólo una manera de presentar el problema.
Un problema, por otro lado, que a la luz de cuanto acabamos de apuntar, ha aumentado, más bien, su carácter enigmático. ¿Cuál es la razón por la que Marx sigue considerando que sin la teoría del valor la economía política ni siquiera tiene sentido, cuando sabe perfectamente que en la sociedad capitalista las mercancías no se intercambian en tanto que mercancías (y por tanto, según la ley del valor), sino en tanto que productos de capitales (y, por tanto, a su precio de producción)?
¿O puede ser que, en el fondo, el intercambio de mercancías a sus precios de producción siga respondiendo, de todos modos, a la ley del valor, aunque de un modo encubierto? Ricardo había señalado ya que la divergencia de los precios de producción respecto del valor era aproximadamente de un 7 por 100 (lo que motivó el jocoso comentario de que Ricardo creía en la teoría del valor en un 93 por 100). Muchos economistas marxistas han trabajado en el problema de la transformación de valores y precios, intentando siempre defender que, siendo ambas cosas transformables, eso basta para demostrar que la teoría del valor sigue rigiendo, enmascarada, allí donde las mercancías se intercambian en tanto que productos de capitales. Por otra parte, desde el primer momento (desde antes incluso de que Engels publicara el Libro III con diez años de retraso sobre lo anunciado, es decir, en 1894) los marxistas se afanaron en demostrar que ocurriera lo que ocurriera con los intercambios individuales de mercancías, de todos modos, la suma de todos los valores y de todos los precios de producción coincidían, por lo que se podía decir que los capitalistas lo único que hacían es distribuirse el plusvalor pro rata del capital invertido, sin que eso cambiase para nada la naturaleza del asunto. Este recurso a los totales (incansablemente discutido) fue contestado muy pronto por Böhm-Bawerk (1896) en un texto clásico y con un argumento en cierta forma demoledor: aunque fuera verdad que los totales coincidieran, los totales, precisamente, no tienen nada que ver con el mercado, porque en el mercado se intercambian cosas individuales. En ese sentido, resultaría de lo más absurdo haber desarrollado una teoría para explicar los intercambios mercantiles que no fuera aplicable a ningún intercambio mercantil.
Por su parte, en España, Felipe Martínez Marzoa intentó demostrar que el famoso precio de producción no era más que «la verdadera expresión del valor» y que pretender que había una divergencia entre ambos era no haber comprendido hasta sus últimas consecuencias el concepto de trabajo «socialmente necesario», que es el único que cuenta a la hora de fijar el valor de una mercancía. A lo largo de las páginas de este libro, el lector podrá irse forjando una idea sobre tales distintas opciones. Ninguna de ellas es, sin embargo, la que se va a defender aquí.
El esquema que ofrecemos a continuación puede servir como un primer punto de referencia (que iremos completando progresivamente) para una localización somera de las distintas piezas del problema. No todos los elementos que figuran en él pueden ser entendidos mediante las explicaciones anteriores. Por el momento, su funcionalidad se propone resaltar los dos puntos neurálgicos en los que el itinerario de Marx se vuelve problemático y desconcertante. Lo interesante es advertir, ya desde ahora, que el modo en que se resuelva el sentido del paso señalado con la flecha A va a condicionar sustancialmente el modo en que debamos entender luego el paso señalado por la flecha B. Ya hemos indicado por qué: es en el paso de la Sección 1.ª a la 2.ª en donde pasamos del estudio de la «circulación simple de mercancías» (M-D-M’) al estudio explícito del ciclo capitalista (D-M-D’). Alguien podría pretender, incluso, que hasta la primera línea de la Sección 2.ª El capital no se ha ocupado aún de nada a lo que podamos llamar capitalismo (otros, por supuesto, han mantenido radicalmente lo contrario). Ello plantea el problema ya señalado de en qué medida el Libro I está efectivamente deducido de la teoría del valor o si no hay ahí, más bien, un malentendido. Ahora bien, al pasar en el Libro III a la teoría de los precios de producción, es obvio que todo dependerá de la manera en la que hayamos contestado a esta pregunta previa. En el momento en que venimos a descubrir que, bajo el capitalismo, las mercancías no se intercambian a su valor, porque de ninguna manera son «meras mercancías», la pregunta crucial que nos hemos hecho en este capítulo resaltará más que nunca: ¿por qué a Marx no parece importarle gran cosa la cuestión de la funcionalidad o de la operatividad económica de la teoría del valor, estando, por el contrario, convencido de que el problema es más bien que, sin ella, la economía política no tiene en realidad ninguna posibilidad de entender nada de nada?
APÉNDICE al capítulo primero.
Marx y Hegel: la crítica al empirismo
Lo que Schumpeter (en representación de toda una legión de economistas) ha considerado como la primera y más nefasta decisión teórica de Marx, su decisión de hacer circular la economía por los cauces de la teoría del valor-trabajo, se nos empieza a revelar, más bien, como un paso metódico de raigambre más que nada socrática o platónica, algo enteramente semejante a aquel con el que Galileo funda la física moderna.
Se trata, como hemos visto, de la convicción de que el método no puede comenzar por la observación sin hacer antes ciertas operaciones teóricas. No se trata aquí –esto sería más largo de explicar[72]– de contradecir a Aristóteles o a Kant en su aseveración incontestable de que «todo nuestro conocimiento comienza por la experiencia»[73]; pero sí de negarle a esta sentencia ciertas connotaciones empiristas que son harto habituales en la comunidad científica, y en particular en la concepción de «ciencia positiva» que suelen tener los economistas.
En realidad, Marx, en uno de los contadísimos textos que dedica a la cuestión del método (en la famosa «Introducción» de 1857), se había expresado de una forma muy radical a este respecto, apartándose del empirismo, con una sentencia muy gráfica y llena de significado: su método, nos dice, no va de lo concreto a lo abstracto; al contrario, «se eleva de lo abstracto a lo concreto»[74]. Es decir, la ciencia no puede proceder a partir de la observación de los datos empíricos, para ir formando luego conceptos cada vez más abstractos. Que «no puede» quiere decir, en efecto, que no puede, porque en eso de los «datos concretos» hay implicado un malentendido muy llamativo. Lo que solemos considerar los «datos», lo que se nos ofrece de forma más inmediata a la conciencia, lo que forma parte del hilo de nuestras vivencias en nuestro contacto sensible con la realidad, lo que todavía no ha sido en absoluto objeto de ninguna elaboración teórica o conceptual, lo que llamamos, en suma, «lo concreto» cuando decimos «cosas concretas» en lugar de «perdernos en abstracciones y disquisiciones metafísicas o académicas», todo eso tan inmediato, sensible y concreto es, en realidad, abstracto.
Por cierto, que Marx estaba tan convencido de ello como Hegel, quien comenzaba