lo que se propone es deducir las leyes del otro, esas leyes que impone Dios a la naturaleza y, gracias a las cuales, va a crear, en el otro mundo, toda la diversidad y toda la multiplicidad de los objetos que allí se encuentra»[59]. ¡Extraña forma de fundar una física, podría decirse! Sin embargo, fue de la mano de este espíritu teórico que nació la física matemática, nuestra ciencia moderna, ante la que ya nadie parpadea desconcertado.
Ahora bien, Marx no ha procedido de muy distinta manera cuando comienza analizando, de un modo muy metafísico, las determinaciones que a priori debemos establecer y que corresponden, en la sociedad moderna, a conceptos del tipo «riqueza» y «mercancía»; es decir, esas determinaciones que les corresponden necesariamente, incluso con independencia de los movimientos empíricamente observables en las mercancías reales. En la «circulación simple de mercancías» de la que parte El capital encontramos muy pocos elementos en juego, los mínimos imprescindibles para hacernos cargo de qué no puede dejar de significar «riqueza» y «mercancía» en el seno de la sociedad moderna. Ocurre ahí un poco lo que Koyré comenta a propósito de Descartes: «Como es de sobra sabido, el universo cartesiano está construido con muy poca cosa. Materia y movimiento; o, mejor dicho –ya que la materia cartesiana, homogénea y uniforme, sólo es extensión–, extensión y movimiento»[60]. Del mismo modo, Marx comienza reduciendo la riqueza a sus determinaciones fundamentales. Así, con la misma necesidad con que a la idea de cuerpo le corresponde la extensión, a la idea de riqueza le corresponde la capacidad de satisfacer necesidades humanas. De este modo, si la riqueza remite a un conjunto de valores de uso (de cosas con propiedades que nos resultan en alguna medida útiles), cabe localizar que tiene dos fuentes independientes: por un lado la naturaleza (que ya por sí sola nos proporciona un montón de cosas útiles) y por otro el trabajo (es decir, la transformación de la naturaleza para elaborar más cosas útiles) y, aunque cabría pensar también en las herramientas como fuente de riqueza, Marx precisa que éstas son, en realidad, el resultado de un proceso de trabajo anterior sobre la naturaleza (y, en esta medida, son reductibles a las otras dos fuentes: trabajo y naturaleza).
Ahora bien, cuando las unidades de esa riqueza cobran la forma de mercancía, no sólo tienen un valor de uso, sino, además, un valor de cambio (es decir, una determinada proporción en la que les resulta posible igualarse con otras mercancías). De nuevo vemos que no parte más que de esas determinaciones que «metafísicamente» o «idealmente» corresponden a las ideas que pone en juego (es decir, cuya validez no depende de nada empírico): tan imposible como pensar cuerpos inextensos es pensar mercancías sin valor de cambio. Al mismo tiempo, también establece que cómo se determine el valor de cambio (es decir, en qué proporciones decida la gente intercambiar sus mercancías) dependerá exclusivamente de consideraciones sociales y no naturales, por la sencilla razón de que la naturaleza no tiene nada que decir al respecto. La naturaleza será, sin duda, una fuente insustituible de riqueza, pero no tiene ni voz ni voto en el mercado. Lo que aporta, digamos, sólo cabe pensar que lo aporta «gratuitamente». La naturaleza no es un agente en el mercado que reclame una compensación por su condición de fuente de riqueza y, por lo tanto, no es en las propiedades naturales donde cabe buscar las razones de los intercambios, sino, exclusivamente, en sus «propiedades» de índole social.
En lo que tiene que ver con por qué una sociedad está dispuesta a intercambiar, por ejemplo, un diamante por un tractor, la naturaleza no tiene en principio nada que decir (es algo en lo que, por decirlo así, sólo los componentes sociales tienen derecho a tomar la palabra). Dicho de otra forma: en lo relativo al valor de cambio, la naturaleza sólo podrá tomar la palabra, en todo caso, si lo hace ya bajo la forma de una relación social (relativa, obviamente, a la cuestión del derecho de propiedad) y, entonces, será de esa relación social (y no de nada estrictamente natural) de la que habrá que dar cuenta para analizar las relaciones de intercambio.
Lo que las cosas tienen de valor de uso (es decir, de unidades de riqueza) cabe descomponerlo, en efecto, en sus elementos de trabajo y naturaleza; y Marx considera fundamental partir de que la naturaleza, en principio, no puede exigir nada a cambio de lo que ofrece sin mediación humana (como la luz del sol o el aire, portadores de la máxima utilidad, pero carentes, al menos en principio, de valor de cambio) y, por consiguiente, su posible intervención en las relaciones de cambio entre los hombres habrá o bien que ponerla entre paréntesis, o bien, en caso de que resultara necesario introducirla, introducirla bajo la forma de una relación social relativa al derecho de propiedad (de la que, por tanto, habrá que dar cuenta no ya como una cuestión relativa a la naturaleza, sino a la sociedad).
Si estamos esbozando por encima el modo como comienza Marx su análisis es sólo para dejar claro que nada de esto lo obtiene observando muy minuciosamente el movimiento de las mercancías reales, sino, más bien, reflexionando muy «platónicamente» sobre qué ponemos obligatoriamente en operación con las ideas «riqueza», «mercancía», etc. Ahora no es todavía el momento de sacar conclusiones respecto al tipo de modelo, de hipótesis o de construcción teórica que Marx pone en juego en la primera Sección de El capital; para hacerlo tendremos que recorrer las páginas del Libro I, en varias direcciones, y ése será el objeto de los capítulos siguientes. Por el momento, sólo nos interesaba destacar que el reproche de que Marx comienza «haciendo metafísica», al elegir un caso que no puede constatarse empíricamente para comenzar a deducir, podría haber sido volcado –y, de hecho, lo fue– sobre los comienzos mismos de la ciencia moderna. Para decidir en qué sentido se puede hablar aquí de «modelos» teóricos habría que discutir muchas cuestiones epistemológicas largamente debatidas. En lo que respecta a Marx, la cuestión fue planteada con mucho rigor en el seminario Lire le capital (1965)[61], fundamentalmente en las ponencias de Althusser, Balibar y Rancière. La cosa, en efecto, resultaba muy complicada. Pero, con respecto al sentido del proceder teórico de Galileo, tampoco hay unanimidad epistemológica al respecto. Adviértase que, allí, la cuestión no era si Galileo tenía razón o no respecto a esa especie de modelo matemático sobre el que operaba; la cuestión era si, desde el mismo momento en que se operara sobre ese constructo teórico y no sobre la experiencia, seguiríamos haciendo física o, por el contrario, no estaríamos haciendo «mera geometría» (y, en el caso de Marx, ni siquiera eso: lo que tendríamos sería unas cuantas operaciones sobre un modelo puramente arbitrario). «Los ángulos y las proporciones», nos dice Simplicio, «funcionan en abstracto, pero cuando se pasa a las cosas materiales, se convierten en humo».
La gran sorpresa que la ciencia moderna fundada por Galileo reservaba a los abogados de la experiencia como Simplicio es que, mientras que ellos, concentrados en sus observaciones, no podrían ir más allá de la constatación «la bola siempre se parará», la física heredera de Galileo, que parece tener su origen en las nubes de la geometría (donde parece que «las bolas no se paran»), será capaz de indicar con suma precisión dónde y cuándo se parará la bola en cuestión. Ello lo hará introduciendo nuevos elementos matemáticamente controlados: un coeficiente de rozamiento con el plano, un coeficiente de resistencia con el aire y, en suma, todos aquellos elementos que den cuenta de que la bola no sólo está rodando, sino también, al mismo tiempo, chocando, rozando o partiéndose en pedazos diminutos como un canto rodado. Una vez más, el método de Galileo, aquí sí que genuinamente platónico (o socrático), consiste en saber en qué momento estamos dejando de hablar de rodar y en qué momento, por ejemplo, hablamos ya de chocar.
Adviértase bien que el rodar y el chocar no se oponen aquí, ni mucho menos, como lo geométrico ideal por un lado, y lo real impreciso y contaminado de impurezas, por otro. No es que por un lado tengamos un modelo simple y abstracto y por otro una realidad rica y concreta, inabarcable en su complejidad. Muy al contrario, las leyes del choque entre los cuerpos, como las leyes del rozamiento, han sido estudiadas por el mismo procedimiento galileano, estableciendo los dispositivos y compuertas «geométricas» capaces de evitar inesperados «cambios de tema». Y, por eso mismo, en virtud de la separación con la que han sido estudiados, mediante el análisis, el rodar y el chocar, pueden ahora ser ensamblados en un caso empírico concreto sin generar ningún tipo de «holgura» o «imprecisión». Así pues, no se trataba tanto