presupuestos metafísicos en la base de un vasto conjunto de hechos empíricos que hacía ya muchas décadas que eran cada vez mejor ordenados y clasificados por la observación y la experiencia. Se le acusa, en efecto, de lo mismo, y en nombre de lo mismo (una «ciencia positiva» que tiene por objeto «describir y explicar procesos reales»), que lo que hemos visto a Schumpeter esgrimir contra Marx. En el siglo XVI, eso de reintroducir la metafísica entre los hechos y la voluntad divina tenía también algo de hereje: suponía algo así como que Dios, en su absoluta omnipotencia, tendría que haber creado el mundo ciñéndose al patrón de una trama de esencias que le dictaría Galileo. El que los hechos fueran solamente eso, hechos, y que lo único que se pudiera hacer con ellos fuera explicarlos mediante una minuciosa observación empírica era, en cambio, una manera de cantar las alabanzas del Todopoderoso.
El nacimiento de las llamadas ciencias experimentales modernas viene marcado, así pues, por una decisión que más que nada podría calificarse de platónica. Tal como subrayó Alexandre Koyré: «Curiosa andadura del pensamiento: no se trata de explicar el dato fenoménico mediante la suposición de una realidad subyacente, ni tampoco de analizar el dato en sus elementos simples para luego reconstruirlo; se trata, propiamente hablando, de explicar lo que es a partir de lo que no es, de lo que no es nunca. E incluso a partir de lo que no puede ser. Explicación de lo real a partir de lo imposible. ¡Curiosa andadura del pensamiento! Andadura paradójica donde las haya; andadura que nosotros denominaremos arquimediana o, mejor dicho, platónica: explicación o, más bien, reconstrucción de la realidad empírica a partir de una realidad ideal»[56].
En efecto, una vez clarificados los conceptos de esta «realidad ideal» (conceptos sin duda muy «metafísicos», pero que, sin embargo, evitan que mezclemos unos temas con otros sin ningún control), es imprescindible comenzar a caminar hacia la «reconstrucción de la realidad empírica». En esta dirección, lo primero que hay que hacer es exponer cuáles son las condiciones materiales en las que esa construcción apriorística resultaría, además, empíricamente observable. Ciertamente, Galileo no elude en absoluto ese primer paso hacia lo empírico. En efecto, sí expone bajo qué condiciones esa construcción teórica cuya validez no dependía de los movimientos aparentes de los cuerpos tiene, o puede tener, además, presencia empírica. Así, Galileo establece que si la superficie fuese perfectamente plana y no tuviera fin, si estuviese pulida como un espejo, si fuese de algún material duro como el acero y si, por otro lado, la bola fuese perfectamente esférica, si fuese de alguna materia durísima como el bronce, y si, además, se eliminasen todos los impedimentos externos y adicionales... Entonces las cosas ocurrirían en la realidad de una forma bastante parecida a como se ha establecido que ocurrirían, digamos, en el «mundo de las ideas». Ciertamente, no es que con esto haya pasado ya a ocuparse de describir los movimientos empíricamente observables de esas cosas más o menos redondas a las que llamamos bolas. Pero, desde luego, esta operación tiene ya mucho que ver con lo empírico, pues, en efecto, establecer las condiciones en las que lo empírico se comportaría como la construcción teórica sienta las bases para empezar a experimentar sabiendo ya exactamente qué observamos por medio de las observaciones. Ahora sí se empieza ya (cuando sabemos con precisión qué le estamos preguntando a la realidad) a hacer todos esos experimentos que hacen que identifiquemos a la ciencia moderna como ciencia «experimental». Pero, precisamente por eso, hacer experimentos es más bien conseguir reconstruir experimentalmente la propia construcción teórica (construyendo cámaras de vacío, puliendo y engrasando superficies, etc., o sea, interrogando a la realidad por el aspecto que en cada caso nos interesa, más que observando, meramente, la realidad).
1.3.3 El viaje de Marx a los espacios ideales
Habíamos visto a Schumpeter reprochar a Marx que comenzara «haciendo metafísica» y estableciendo una ley que sólo tenía sentido «físico o real» en un caso hipotético que nunca se da y que, si llegara a darse, sería una mera excepción sin importancia. Para que el valor de las mercancías aparezca como cantidad de trabajo cristalizada en ellas, era preciso presuponer un mercado ideal de concurrencia perfecta, poner entre paréntesis cualquier externalidad, establecer que el trabajo era el único factor de producción y que era todo de la misma especie, etc. Marx no toma como punto de partida lo que encontramos en los «hechos» de la realidad económica. Parte más bien de determinado concepto de riqueza y mercancía cuya validez, en efecto, no hace depender de las determinaciones que puedan corresponder a las mercancías empíricamente observables en la sociedad moderna. Así pues, da la impresión de que todo el negocio teórico planteado en la Sección 1.ª, hasta la formulación de la ley del intercambio de equivalentes en el mercado, se ha desarrollado sin excesiva atención a lo empírico.
Como ya señalamos, ha sido muy difícil, dentro y fuera de la tradición marxista, aislar el verdadero significado de esta decisión de Marx. Para la economía convencional moderna, y también para Schumpeter, con ella Marx se apartó desde el primer momento del camino de las ciencias positivas, perdiéndose en disquisiciones metafísicas. Sin embargo, entre los padres fundadores de la ciencia moderna, Galileo, Descartes, Gassendi, Torricelli, encontramos más bien la misma decisión. Solía decirse, por ejemplo, que, para la demostración de sus teoremas, Arquímedes había hecho una falsa presuposición: supuso que los hilos de los que están suspendidos los pesos que cuelgan de los brazos de la balanza eran paralelos entre sí, cuando en realidad deben cruzarse en el centro de la tierra, lo cual es empíricamente cierto. ¿Qué dice Torricelli al respecto? Pues que, en adelante, hablará de una balanza situada más allá de la órbita celeste, o, si es preciso, en el infinito, donde, efectivamente, los hilos serán paralelos. Y es sorprendente la forma en la que justifica esa decisión:
Si después de esto, es decir, después de haber sido transportada a una distancia infinita, y después de haber servido para deducir ciertas fórmulas y ciertas relaciones, esa balanza arquimediana fuera de nuevo traída por nuestra imaginación hacia nuestras regiones, la equidistancia de los hilos de la suspensión quedaría, sin duda, destruida; pero la proporción de las figuras, ya demostrada, no se destruiría por eso. Es singularmente ventajoso para el geómetra efectuar todas sus operaciones –con ayuda de la abstracción– por medio del intelecto. ¿Quién me negará, pues [el derecho a] considerar libremente figuras suspendidas de una supuesta balanza alejada a una distancia infinita fuera de los confines del mundo? O, también, ¿quién me impedirá considerar una balanza situada en la superficie de la tierra, en la que, sin embargo, las magnitudes [pesos] abstractas no tendieran hacia el punto central de la tierra, sino hacia el de la constelación del Can, o hacia la Estrella Polar?[57]
Como antes en Galileo, aquí, el «viaje de la balanza de Arquímedes» imaginado por Torricelli sirve para que, cuando se trata de analizar las leyes que la rigen, la balanza sea, verdaderamente, una balanza. Torricelli, como Galileo y como Sócrates, y acaso también como Marx, no quiere comenzar a deducir sobre los cimientos de un «cambio de tema». Marx lanza desde el primer momento la consideración de qué es una mercancía a un espacio abstracto, con la certeza de que esto nos resultará crucial para hacernos cargo de en qué consiste ese «mundo real» en el que la riqueza se presenta como mercancía. El «viaje» de Marx sirve, aquí también, para que el valor sea realmente el valor a la hora de aislar sus leyes. Una vez de «vuelta» al mundo real, podremos analizar qué ocurre con esas leyes al ser integradas con otras distintas y mucho más complicadas.
Por otra parte, la historia de la ciencia y la historia de la filosofía no siempre estuvieron tan evidentemente separadas como imagina Schumpeter. Descartes, que formuló por primera vez de forma clara la ley de la inercia y que proporcionó a la ciencia moderna su herramienta fundamental, al permitirle operar algebraicamente en geometría, decía de Galileo: «Hace filosofía mejor de lo que es común, pues trata de investigar cuestiones físicas por medio de razonamientos matemáticos; yo sostengo que no hay otro modo de buscar la verdad»[58]. Lo que pretende hacer Descartes es lo mismo que está haciendo Galileo y, para ilustrarlo, utiliza una ficción literaria sorprendente: «No es nuestro mundo el que pretende describir, nos dice, sino otro, un mundo creado por Dios en alguna