Varias Autoras

E-Pack Jazmín Luna de Miel 2


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a ver películas y a hacer manitas, estás muy equivocada.

      –Sé perfectamente para qué estoy aquí.

      –Pues procura no olvidarlo.

      Raúl se había despertado a la hora del almuerzo después de haber disfrutado del primer sueño decente desde hacía días, de su primera noche sin pesadillas. Por un momento, había creído vislumbrar la paz. Pero Estelle había comenzado a moverse entre sus brazos y él había sentido la presión de sus senos contra el pecho, había bajado la mirada hacia la palidez de su piel y había visto la prueba de lo que habían compartido la noche anterior en la cara interior de su muslo.

      Había intentado entonces taparla con la sábana, pero aquel movimiento había estado a punto de despertarla, de modo que había optado por permanecer quieto, luchando contra las ganas de besarla y hacer el amor con ella otra vez.

      Horas después, en aquel gimnasio tan bien equipado, volvió a bajar la mirada hacia aquellos labios llenos que le habían engañado, decidido a dejar las cosas claras.

      –Yo quería una mujer que supiera divertirse. Que fuera buena en la cama.

      La vio enrojecer.

      –Estoy segura de que aprenderé rápido. No necesito limitarme a hacer manitas.

      –No vamos a hacer manitas –le agarró la mano y la colocó en el lugar que se proponía que visitara con regularidad–. Ya sabías que te habías comprometido a…

      Tenía que mantenerla a distancia, tenía que mostrar su peor cara; no podría apartarla de su lado como hacía normalmente cuando sus parejas comenzaban a sentir algo por él. Tenían muchas semanas por delante y no podía arriesgar el corazón de Estelle.

      –Vamos a darnos un baño en el jacuzzi.

      Estelle vio el desafío en sus ojos, supo que la estaba poniendo a prueba y sonrió con dulzura.

      –Muy bien.

      Le siguió a cubierta e intentó ignorar el hecho de que, mientras ella se quitaba las alpargatas y el pareo, él se quedaba completamente desnudo.

      –Quítate la parte de arriba del biquini –le pidió Raúl.

      –Dentro de un momento.

      Raúl notó que estaba nerviosa y aquello le enfureció. Llegó a desear que su padre muriera cuanto antes para poder poner fin a aquella farsa. Porque, si Estelle pensaba que estaba allí para hablar del paisaje, estaba completamente equivocada.

      Con manos temblorosas y el rostro ardiendo, Estelle se desabrochó la parte de arriba del biquini y se hundió en el agua antes de quitársela y dejarla en el borde.

      –¡Buenos días! –la saludó entonces el capitán.

      Los senos desnudos eran algo habitual en la Costa del Sol, y especialmente en el yate de Raúl. El capitán no tuvo ningún problema para mirar a Estelle a los ojos mientras la saludaba. Ella, sin embargo, tenía los ojos llenos de lágrimas mientras intentaba sonreír en respuesta.

      –Nos dirigimos hacia los acantilados de Maro - Cerro Gordo –le explicó Alberto, y se dirigió después a Raúl–. ¿Quieres que pasemos allí la noche? El chef se preguntaba si te gustaría que cenáramos en la bahía.

      –Cenaremos en el yate. Pero podríamos acercarnos a la playa con las motos de agua y dar un paseo.

      –Por supuesto –dijo Alberto. Se volvió después hacia Estelle–. ¿Alguna preferencia para la cena?

      –No, comeré cualquier cosa –era evidente lo violento que le resultaba hablar estando medio desnuda.

      –Vamos a parar en una bahía preciosa –continuó contándole Alberto–. Pronto comenzaremos a adentrarnos en un territorio sorprendentemente virgen.

      Les deseó que pasaran una agradable tarde y se marchó.

      –Yo ya he explorado otros territorios vírgenes –dijo Raúl cuando el capitán ya no podía oírle.

      Estelle no contestó.

      –Toma –enfadado consigo mismo por haber cedido, pero odiando al mismo tiempo su incomodidad, le arrojó el biquini–. Póntelo si quieres.

      Estelle estaba temblando de verdad, pensó Raúl con una sensación de culpabilidad mientras veía cómo se ponía la prenda. Cruzó el jacuzzi y la hizo volverse para atarle el biquini. Después, y sin saber por qué, la estrechó en sus brazos y estuvo abrazándola hasta que dejó de temblar. La besó entonces y admitió la verdad sobre aquel territorio virgen.

      –Sí, anoche exploré otros territorios vírgenes, y fue sorprendente.

      NORMALMENTE, Raúl amarraba el yate en la zona más concurrida del muelle. Sin embargo, aquella tarde, navegaron lentamente hasta los acantilados de Maro - Cerro Gordo.

      –Las playas son inigualables y los turistas lo saben –le explicó Alberto–, pero no hay ninguna carretera de acceso –se volvió hacia Raúl–. Las motos de agua ya están preparadas.

      Pero estaban a punto de salir cuando Raúl se acordó de algo. Se volvió y vio el rostro pálido de Estelle. Su disculpa entonces fue sincera.

      –Estelle, lo siento. Había olvidado el accidente de tu hermano.

      –No pasa nada –respondió. Le castañeteaban los dientes–. Él estaba haciendo el payaso cuando tuvo el accidente –estaba intentando fingir que la moto no la aterraba–. Nosotros seremos más prudentes.

      Raúl no tenía ninguna intención de ser prudente. Adoraba montar en moto acuática y quería compartir aquella diversión con ella. Pero le tomó la mano y dijo:

      –Sí, claro que pasa algo. No tienes por qué fingir.

      ¡Por supuesto que tenía que fingir!, pensó Estelle. Tenía que fingir constantemente.

      –Monta conmigo –la animó Raúl–. Alberto, ayúdala.

      Se dirigieron juntos hacia la bahía a mucha menos velocidad de la que Raúl acostumbraba. La empleada que estaba preparando la mesa para la cena miró a Alberto cuando él se volvió para observar su trabajo y compartieron ambos una breve sonrisa.

      Desde luego, nadie esperaba el efecto que aquella mujer estaba teniendo sobre Raúl.

      –Creo que voy a ir a cambiar la colección de DVD –sugirió la empleada, y el capitán asintió.

      –Me parece muy sensato.

      Estelle se aferraba con fuerza a la cintura de Raúl mientras saltaban sobre las olas. Apoyaba la cabeza en su espalda sin estar muy segura de si la velocidad de los latidos de su corazón se debía al terror que le inspiraba la moto, a las preguntas a las que pronto tendría que enfrentarse o, simplemente, a la emoción del momento.

      Hacer el amor con Raúl había sido increíble. Y mientras sentía su piel bajo la mejilla, con las olas del mar salpicándola y el viento azotando su pelo, no podía arrepentirse de estar viviendo todo aquello. La pasión que habían compartido sería un recuerdo que visitaría con frecuencia en el futuro.

      Raúl se adentró en la orilla. Estelle se separó de él y bajó de la moto sin su ayuda.

      –Son impresionantes –miró hacia los acantilados–. ¡Mira qué altura!

      Raúl lo hizo, pero solo durante un instante. Y Estelle estaba demasiado ocupada admirando el paisaje como para fijarse en su palidez.

      –¿Qué te dijo Ángela el día de la boda? –le preguntó de pronto Raúl.

      Estelle, que esperaba todo un bombardeo de preguntas sobre su falta de experiencia, se sorprendió, pero se recordó a sí misma la falta de interés de Raúl en ella.

      –No estaba segura de que fuéramos una verdadera pareja.

      –¿Y