–También me dijo que no quiere que te sientas culpable por la muerte de tu padre, como ya te sientes por la de tu madre.
–No soy yo el que tiene que sentirse culpable –respondió Raúl, pero no añadió nada más.
Se detuvo y se sentaron en la playa, mirando hacia el yate. Estelle vio que encendían las luces. La tripulación estaba preparando la cena. Le resultaba difícil creer que existiera un lujo como aquel. Pero el lujo del que ella realmente deseaba disfrutar era Raúl.
–No supe qué decirle. Apenas sé nada sobre tu familia y sobre ti.
–En ese caso, te contaré todo lo que necesitas saber –estuvo considerando durante unos segundos la mejor manera de explicárselo–. Mi abuelo, el padre de mi madre, dirigía un pequeño hotel. Las cosas le fueron bien, construyó otro hotel y compró después un terreno en el norte.
–¿En San Sebastián? –preguntó Estelle.
–Sí, en San Sebastián. Cuando murió, sus tres hijos heredaron el negocio. Mi padre y mi madre se casaron y mi padre comenzó a trabajar en el negocio familiar. Pero siempre se le consideró un intruso, o así se sentía él, aunque fue el encargado de supervisar la construcción del hotel de San Sebastián. Cuando yo nací, mi madre comenzó a enfermar. Con el tiempo, he llegado a la conclusión de que estaba deprimida. Fue entonces cuando mi padre empezó a acostarse con Ángela. Al parecer, Ángela se sintió culpable y dejó el trabajo, pero comenzaron a verse otra vez.
–¿Cómo has averiguado todo eso?
–Mi padre me lo contó la mañana del día que te conocí.
Así que aquella información era casi tan novedosa para Raúl como para ella, pensó Estelle.
–Ángela se quedó embarazada, a mi padre comenzó a devorarle la culpabilidad y le contó a mi madre la verdad. Quería saber si podría perdonarle. Ella lloró y gritó, le dijo que se marchara y mi padre se fue con Ángela. Su hijo estaba a punto de nacer. Mi padre asumió que mi madre se lo contaría a su familia, pero no fue así. Cuando mi madre sufrió el accidente, mi padre regresó y se dio cuenta de que nadie sabía que tenía otro hijo. Al contrario, le dieron la bienvenida de nuevo a la empresa –se quedó callado durante unos segundos–. Pero pronto averiguarán la verdad.
–Ángela me dijo que te culpabas por la muerte de tu madre.
–Eso es todo lo que necesitas saber de momento –la miró–. Ahora te toca a ti.
–No sé qué decirte.
–¿Por qué me mentiste? Yo dejé muy claro que quería una mujer experimentada.
–Siento no contar con suficientes recursos…
–¡No estoy hablando de sexo! Yo quería una mujer que supiera manejar una situación como esta. Capaz de mantener un trato. Que no terminara enamorándose…
–¡Otra vez vuelves a dar cosas por sentadas! –estalló Estelle–. ¿Por qué voy a enamorarme de un frío canalla que solo piensa en el dinero? ¿De un hombre que me dice lo que tengo que ponerme y que ni siquiera me permite broncearme? Raúl, yo jamás permitiría que un hombre me dijera cómo tengo que peinarme o pintarme las uñas. Te estoy dando aquello por lo que me pagaste, lo que tú exigiste. ¡Considera mi virginidad como un extra!
Hundió los talones en la arena, y casi se creyó sus propias palabras. Intentó olvidar los sentimientos absurdos que la habían invadido la noche anterior, cuando se había quedado dormida entre sus brazos.
–Estoy aquí por dinero, Raúl. Estoy aquí por la misma razón por la que estaba con Gordon.
–Si estabas con Gordon por dinero, ¿a qué se debe que estuvieras intentando cambiar las sábanas antes de que entrara mi empleada?
–Nunca he estado con Gordon en ese sentido. Solo estaba sustituyendo a Ginny.
–Compartiste su cama. Y todo el mundo conoce su reputación.
–Gordon no quería ir solo a la boda –respondió Estelle con cuidado.
–¿Y te pagó para que te presentaras allí con el aspecto de una mujerzuela? ¿Y qué me dices de lo del Dario’s? –se interrumpió de pronto y frunció el ceño al darse cuenta de lo lejos que había ido Gordon. Y lo frunció un poco más al comprender la verdad–. ¿Gordon es…? –no terminó la pregunta. Sabía que aquello no era asunto suyo–. ¿Necesitabas el dinero para ayudar a tu hermano?
Estelle asintió en silencio.
–Estelle, no es a mí a quien corresponde juzgar tus motivaciones…
–Entonces, no lo hagas.
Pero su advertencia no le detuvo.
–Andrew no lo aprobaría –continuó diciendo.
–Y esa es la razón por la que nunca se enterará.
–Sé que, si yo tuviera una hermana, no querría que…
–¡No te atrevas a compararte con mi hermano! Tú ni siquiera quieres conocer al único hermano que tienes.
–¿Y eso qué tiene que ver con todo esto?
–Tú y yo somos muy diferentes, Raúl. Si yo me enterara de que tengo un hermano, no me dedicaría a urdir estrategias para hundirle.
–Yo no estoy urdiendo nada. Sencillamente, no quiero que me quiten lo que me pertenece por derecho. Y tampoco quiero terminar trabajando con él.
–Te estás perdiendo muchas cosas, Raúl.
–No me estoy perdiendo nada, tengo todo lo que quiero.
–Solo tienes cosas que se pueden comprar con dinero. Yo incluida.
Raúl la besó, pero el beso no le supo a nada. Fue un beso vacío que palidecía al lado de lo que habían compartido la noche anterior. Y, cuando le quitó la parte superior del biquini, Raúl supo que Estelle estaba fingiendo, que, en realidad, estaba pensando en el yate y en las personas que podían estar viéndoles. Y que estaba haciendo un gran esfuerzo para no llorar.
–Aquí no –dijo Raúl por ella.
–Por favor, Raúl…
Estelle buscó sus labios. Continuaba representando su papel, y su falta de experiencia le impedía darse cuenta de que Raúl sabía que su cuerpo mentía.
Él quería recuperar la intimidad de la noche anterior. Podían aprender a disfrutar el uno del otro y romper después de buenos modos. Lo último que quería era que Estelle estuviera tensa y triste. Admiraba lo lejos que era capaz de llegar por su familia. Y creía lo que acababa de decirle, que no buscaba su amor.
–Seguiremos después –Raúl se apartó de ella–. Ahora estoy hambriento.
La ayudó a ponerse el biquini, utilizando su propio pecho como escudo para impedir que alguien pudiera verla o fotografiarla con un teleobjetivo. Su timidez, en vez de irritarle, le hizo sonreír. Sobre todo al pensar en lo desinhibida que había estado la noche anterior.
–Vamos –le dijo, a pesar del dolor que sentía en la entrepierna–. Volvamos al yate.
Capítulo 13
–NOS daremos una ducha y después nos arreglaremos para la cena –dijo Raúl cuando abordaron de nuevo el yate–. ¿Quieres que le pida a Rita que te peine?
–¿A Rita?
–Es masajista y esteticista. Si quieres que te ayude, solo tienes que pedírselo a Alberto –dijo Raúl, y se dirigió hacia su camarote.
Estelle le llamó. Olía ya los aromas de la cena y estaba realmente hambrienta.
–¿Por qué tenemos que arreglarnos para la cena? Solo vamos a estar nosotros dos.
–En un yate como este, cuando