es demasiado tarde para andarse con delicadezas.
Cuánto se arrepentiría Raúl de aquellas palabras al entrar dentro de ella.
Raúl la oyó sollozar e intentar ahogar un grito.
Estelle supo entonces lo tonta que había sido al pensar que podría engañarle. Raúl desgarró la barrera, pero el dolor no cesó. Su fiera erección se abrió paso a través de unos músculos que ofrecían todo tipo de resistencia. Cuando ya era demasiado tarde, Raúl se detuvo. Se inclinó sobre ella mientras Estelle trataba de averiguar cómo respirar con Raúl en su interior.
Raúl intentó apartarse lentamente, pero Estelle le suplicó que no lo hiciera. Permaneció quieta, esperando a que cesara el dolor y sus músculos se adaptaran a aquella intromisión.
–Intentaré salir lentamente –propuso Raúl.
Se sentía enfermo por su propia brutalidad, y también culpable por el placer que experimentaba al sentirla caliente y tensa a su alrededor. Estaba a punto de llegar al orgasmo, pero estaba intentando contenerse.
–No –le pidió Estelle–, no te detengas.
Entrecerró ligeramente los ojos cuando Raúl se movió, pero, cuando él se detuvo, su cuerpo pareció relajarse. El dolor comenzaba a ceder para ser sustituido por un calor palpitante, así que Estelle volvió a moverse, reconfortada al sentirlo dentro de ella.
–¿Estelle?
Raúl no quería parar, pero tampoco quería hacerle daño. Se movía lentamente dentro de ella y jadeaba como si ya hubiera alcanzado el clímax.
Estelle movió las manos hasta sus nalgas y las notó tensarse bajo sus dedos. Era ella la que estaba marcando los tiempos y, cosa curiosa en Raúl, él le permitió que lo hiciera.
Raúl no quería pensar en las muchas preguntas que tendría que hacer, solo quería concentrarse en el calor de su cuerpo alrededor de su sexo.
A Estelle se le aceleraba la respiración. Raúl sintió crecer la impaciencia dentro de ella, notó cómo aumentaba la presión de sus manos. Incapaz de seguir conteniéndose, embistió con fuerza. Estelle arqueaba el cuello mientras él iba profundizando en cada embestida y, cuando pudo llenarla plenamente, volvió a salir para hundirse nuevamente en ella hasta hacerla gemir.
Sus movimientos eran rápidos. Estelle le rodeó con las piernas, maravillada de que fuera su propio cuerpo el que pareciera tener el control. Se alzaba para Raúl, se movía junto a él mientras buscaban juntos el mismo objetivo.
Una vez perdida la inocencia, su cuerpo estalló en un orgasmo. Junto a Raúl, traspasó todas las fronteras del placer. Se sentía palpitar alrededor de su cuerpo. Raúl continuó acariciándola en lo más profundo hasta hacerla gemir y, entonces, se liberó completamente dentro de ella.
Cuando todo acabó, Estelle le miró esperando todo tipo de preguntas, pero Raúl se tumbó a su lado, le pasó el brazo por los hombros y la estrechó contra él.
–Debería habérmelo imaginado –la regañó.
–He intentado decírtelo.
–Estelle… –le advirtió.
Estelle asintió en silencio, sabiendo que habría sido demasiado tarde decírselo aquella noche.
–Ya hablaremos mañana.
De momento, permanecieron abrazados, cansados y satisfechos, y ambos en una situación en la que nunca habrían pensado que podrían llegar a encontrarse: Estelle como una mujer que se había vendido por dinero y Raúl convertido en un hombre casado que acababa de hacer el amor con una mujer virgen.
Capítulo 11
ESTELLE se despertó y en un primer momento, no supo dónde estaba. Sentía el cuerpo dolorido y oía el sonido de una ducha. Dio media vuelta en la cama, vio la prueba de su encuentro y tiró de la sábana para ocultarla.
–¿Escondiendo la prueba?
Estelle se volvió y se sorprendió al ver a Raúl. Llevaba una toalla alrededor de la cintura y tenía en el pecho las marcas que le había dejado Estelle la noche anterior. Raúl se volvió para tomar un vaso de la mesa con el desayuno que les había llevado uno de los empleados.
–Necesito una ducha –dijo Estelle.
–Tenemos que hablar –respondió Raúl–: Come algo y dúchate, ya son casi las dos. Después hablaremos.
Estelle se bebió un zumo de pomelo a toda velocidad y se dirigió al baño. Cuando se había enterado de que iban a pasar la luna de miel en un yate, se había imaginado que apenas dispondrían de las comodidades básicas y, sin embargo, aquel parecía el cuarto de baño de un hotel de cinco estrellas. Aun así, apenas se fijó. En lo único en lo que pensaba era en recuperar su neceser.
El médico le había advertido lo importante que era tomar la píldora cada día. Se tomó la píldora y se preguntó si debería poner la alarma del teléfono a las dos del mediodía. ¿O debería tomarse la píldora a las siete? Estaba asustada. Todavía no sabía lo que iba a decirle a Raúl.
Se duchó, se peinó, se maquilló, salió del baño y descubrió con alivio que Raúl no estaba allí. Eligió un biquini de los muchos que Raúl le había comprado y un pareo de color violeta. Le dolía la cabeza por culpa del champán, y también de Raúl. Se sentó en la cama, se puso unas alpargatas y se levantó. Desvió entonces la mirada hacia la cama y, mortificada al pensar que la empleada iba a ver la mancha de sangre, comenzó a hacerla.
–¿Qué haces? –le preguntó Raúl cuando entró en el camarote.
–Solo estoy haciendo la cama.
–Si hubiera querido una criada, lo habría especificado en el contrato. Y, si tuviera algún interés por las vírgenes, también lo habría dejado claro. Deja la cama como está –le ordenó con voz sombría–. Y ahora voy a enseñarte el yate.
–No, iré a dar un paseo –comenzó a pasar por delante de él.
–Aquí no vas a poder esconderte de mí –le advirtió Raúl, agarrándola de la muñeca–. Pero ya hablaremos en otro momento. No quiero que mis empleados puedan sospechar siquiera que esto no es una luna de miel normal.
–¿No confías en tus empleados?
–No confío en nadie –respondió Raúl–. Tengo motivos.
Estelle le siguió a la cubierta. Al salir, la cegó el sol.
–¿Dónde tienes las gafas de sol?
–Se me han olvidado –se volvió para ir a buscarlas, pero Raúl la detuvo y llamó a un miembro de la tripulación–. Puedo ir yo misma –se quejó Estelle.
–Pero ¿por qué vas a tener que hacerlo? –y, sin importarle que estuvieran rodeados de gente, la abrazó y la besó.
–Raúl… –se sentía avergonzada por su pasión.
–Solo vamos a pasar dos días aquí, cariño, y el plan es disfrutarlos plenamente.
Sus palabras eran delicadas, pero el mensaje que encerraban, no.
–Ahora te enseñaré el barco.
Una de las empleadas le tendió las gafas y Raúl le mostró después la que iba a ser su morada durante los próximos días. El salón, en el que apenas se había fijado la noche anterior, era enorme. Otra de las empleadas estaba ahuecando en aquel momento los cojines de los sofás. Había una pantalla enorme y, a pesar de sus nervios, Estelle se esforzó en mostrar su entusiasmo.
–Es perfecta para ver una película.
Raúl tragó saliva y descubrió la mirada de su empleada. Cuando Estelle intentó acercarse a ver su colección de películas, él la condujo rápidamente a otra zona.
–Este es el gimnasio –abrió una puerta