Charlotte Bronte

Jane Eyre


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de llaves, de que dos veces en los últimos quince días se ha servido a las chicas un refrigerio de pan y queso. ¿Cómo puede ser esto? He repasado las normas y no he encontrado ninguna referencia a los refrigerios. ¿Quién ha introducido esta innovación y con qué autoridad?

      —Debe considerarme responsable a mí, señor —contestó la señorita Temple—; el desayuno fue tan malo que no pudieron comerlo las alumnas, y no me atreví a dejarlas en ayunas hasta la hora de comer.

      —Permítame un momento, señorita. Está usted enterada de que es mi propósito, al educar a estas muchachas, no acostumbrarlas a los lujos y excesos, sino hacerlas fuertes, pacientes y abnegadas. Si por casualidad ocurre algún contratiempo, como una comida estropeada o con mucho o poco condimento, no se debe neutralizar su pérdida mediante su sustitución por una delicadeza mayor, mimando de esta forma el cuerpo y obviando el objetivo de esta institución. Al contrario, debe contribuir a la educación moral de las alumnas, animándolas a sacar fuerzas de flaquezas en momentos de privaciones pasajeras. En estas ocasiones, sería oportuno un breve sermón, en el que una profesora juiciosa hablaría de los sufrimientos de los primeros cristianos, los tormentos de los mártires y las exhortaciones del mismo Jesucristo, que llamó a sus discípulos para que tomasen su cruz y lo siguiesen, y advirtió que no solo de pan vive el hombre, sino de cada palabra que sale de la boca de Dios; y a sus consuelos divinos, «bienaventurados los que tenéis hambre o sed por mí». Señorita, cuando pone usted pan y queso en las bocas de estas muchachas en lugar de avena quemada, es posible que esté alimentando sus cuerpos terrenales, pero ¡cómo priva usted sus almas inmortales!

      Mientras tanto, el señor Brocklehurst, de pie ante la chimenea con las manos a la espalda, observaba majestuosamente a la concurrencia. De pronto, parpadeó como si algo lo hubiera deslumbrado o escandalizado, y dijo con palabras más atropelladas que de costumbre:

      —Señorita Temple, ¿qué… qué le ocurre a esa muchacha del cabello rizado? ¿Pelirroja, señorita, y cubierta de rizos? —y señaló con mano temblorosa el objeto de su ultraje con el bastón.

      —Es Julia Severn —respondió con voz queda la señorita Temple.

      —Julia Severn, señorita. ¿Y por qué motivo tiene ella, o cualquier otra, el cabello rizado? ¿Por qué, desafiando a todas las leyes y principios de esta casa evangélica y benéfica, se muestra tan abiertamente mundana como para llevar el cabello hecho una maraña de rizos?

      —Los rizos de Julia son naturales —contestó la señorita Temple, con voz aún más baja.

      —¡Naturales! Sí, pero no nos conformamos con lo natural. Quiero que estas muchachas sean hijas de Dios. ¿Por qué semejante exceso? He dado a entender una y otra vez que quiero que se recojan el cabello de manera recatada y sencilla. Señorita Temple, a esta muchacha hay que raparle del todo; haré venir al barbero mañana. Y veo a otras con un exceso parecido. Que se dé la vuelta esa chica alta. Diga que se levanten todas las de la primera clase y se vuelvan hacia la pared.

      La señorita Temple se pasó el pañuelo por los labios, como para borrar una sonrisa involuntaria, pero dio la orden y, cuando se enteraron las chicas de la primera clase de lo que pretendía de ellas, obedecieron. Echándome hacia atrás en mi banco, pude ver las miradas y muecas con las que comentaban la orden. Fue una lástima que el señor Brocklehurst no las viera también, ya que quizás se hubiera dado cuenta de que, por mucho que manipulase el exterior de estas chicas, el interior estaba mucho más allá de su interferencia de lo que imaginaba.

      Estudió el envés de estas medallas humanas durante unos cinco minutos y después dictó sentencia. Sus palabras cayeron como un toque de difuntos:

      —¡Que se recorten todos esos moños!

      La señorita Temple pareció objetar.

      —Señorita —prosiguió él— he de servir a un Amo cuyo reino no es de este mundo. Es mi misión mortificar los deseos carnales de estas muchachas, enseñarles a vestirse con recato y sobriedad, y no con ropas caras y tocados complicados. Cada una de las jóvenes que tenemos delante lleva un mechón de cabello que la misma vanidad hubiera podido trenzar. Este, repito, debe ser cortado. Piense en el tiempo que pierden, en…

      En este punto, la entrada de otras tres visitas, unas damas, interrumpió al señor Brocklehurst. Les habría convenido llegar un poco antes para escuchar su sermón sobre la vestimenta, pues venían esplendorosamente ataviadas de terciopelo, seda y pieles. Las más jóvenes del trío (guapas muchachas de dieciséis y diecisiete años) llevaban sombreros de castor gris a la moda de entonces, adornados con plumas de avestruz; de debajo de las alas de estos elegantes tocados caía una abundancia de finos mechones primorosamente rizados. La señora mayor venía envuelta en un costoso chal de terciopelo con adornos de armiño, y lucía un tupé de rizos a la francesa.

      La señorita Temple saludó a estas damas con deferencia como la señora y las señoritas Brocklehurst, y fueron conducidas a un puesto de honor delante de la concurrencia. Parece ser que habían llegado en el carruaje con su reverendo pariente, y que habían efectuado un registro de las habitaciones de arriba, mientras él estaba ocupado en tratar de negocios con el ama de llaves, interrogar a la lavandera y sermonear a la directora. Empezaron a dirigir varios comentarios y reproches a la señorita Smith, encargada de la ropa blanca y la inspección de los dormitorios, pero no tuve tiempo para escuchar lo que hablaban porque otros asuntos llamaron más mi atención.

      Hasta ese punto, aunque me enteré de la conversación del señor Brocklehurst con la señorita Temple, no dejé de tomar precauciones para salvaguardar mi persona, precauciones que pensé serían eficaces si conseguía pasar desapercibida. A tal efecto, me había echado atrás en el banco y, con apariencia de estar ocupada con la aritmética, me había ocultado la cara tras la pizarra. Quizás hubiera evitado que me viesen de no ser por la pizarra traicionera, que se me escapó de las manos y cayó estrepitosamente al suelo, atrayendo así todas las miradas. Supe que había llegado mi hora y, al agacharme para recoger los dos trozos de la pizarra, me armé de valor para enfrentarme a lo peor. Y llegó.

      —¡Niña descuidada! —dijo el señor Brocklehurst, y enseguida— es la nueva alumna, por lo que veo —y, antes de que pudiera respirar—: No debo olvidarme de decir unas palabras sobre ella.

      Y, en voz muy fuerte, ¡qué fuerte me pareció!:

      —¡Que se adelante la muchacha que ha roto la pizarra!

      No hubiera podido moverme por propia voluntad, pues estaba paralizada. Pero las dos chicas mayores sentadas a ambos lados me pusieron en pie y me empujaron en dirección al temido juez. La señorita Temple me acompañó ante su figura, susurrando un consejo.

      —No tengas miedo, Jane. Yo he visto que ha sido un accidente; no te castigarán.

      Estas palabras amables me atravesaron como un puñal.

      «Un minuto más y me despreciará por hipócrita», pensé, y esta idea me llenó de furia contra los Reed y los Brocklehurst de este mundo. Yo no era Helen Burns.

      —Que acerquen ese taburete —dijo el señor Brocklehurst, señalando uno muy alto, del que se acababa de levantar una supervisora. Le obedecieron.

      —Coloquen a la niña en él.

      Y allí me colocó no sé quién. No estaba en condiciones de fijarme en detalles; solo era consciente de que me habían puesto a la altura de la nariz del señor Brocklehurst, a quien tenía a una yarda de distancia, y de que debajo de mí se extendía un mar de pellizas de color naranja y morado, y una nube de plumas plateadas.

      El señor Brocklehurst se aclaró la garganta.

      —Señoras —dijo, volviéndose a su familia—, señorita Temple, profesoras y muchachas, ¿ven todas ustedes a esta niña?

      Por supuesto que me veían; sentía sus ojos como espejos ustorios sobre mi piel quemada.

      —Ven ustedes que aún es joven; observan que posee la forma habitual de la infancia. Dios, en su bondad, le ha otorgado la misma forma que a los demás. No se ve ninguna deformidad que la distinga. ¿Quién iba a pensar