Tuve una sensación de desdicha mientras hablaba, pero no supe de dónde provenía, y cuando, después de hablar, respiró aceleradamente y tosió, olvidé por un momento mis propias penas para dejarme invadir por una imprecisa preocupación por ella.
Apoyé la cabeza en su hombro y la rodeé con mis brazos. Me estrechó contra ella y descansamos en silencio. No llevábamos mucho rato así, cuando entró otra persona. Un viento incipiente barrió del cielo unas nubes oscuras, dejando libre la luna, cuya luz entraba a raudales por la ventana, iluminándonos a nosotras y a la figura que se aproximaba, que reconocimos enseguida como la de la señorita Temple.
—He venido adrede a buscarte, Jane Eyre —dijo—, quiero que vengas a mi cuarto. Ya que está contigo Helen Burns, que venga ella también.
Seguimos a la directora, pasando por intrincados pasillos y subiendo una escalera antes de llegar a su habitación, donde ardía un buen fuego, que le daba un aspecto alegre. La señorita Temple le dijo a Helen Burns que se sentara en una butaca baja junto a la chimenea y, sentándose ella en otra, me llamó a su lado.
—¿Ya ha acabado todo? —preguntó, mirándome la cara—. ¿Has lavado tus penas con tantas lágrimas?
—Me temo que nunca podré hacer eso.
—¿Por qué?
—Porque me han acusado injustamente, y ahora usted, señorita, y todas las demás, pensarán que soy mala.
—Pensaremos de ti lo que tú nos demuestres ser, niña. Sigue portándote bien y yo me daré por satisfecha.
—¿De verdad, señorita Temple?
—De verdad —dijo, rodeándome con el brazo—. Y ahora, dime, ¿quién es esa señora a la que el señor Brocklehurst llama tu benefactora?
—La señora Reed, esposa de mi tío. Mi tío está muerto, y la dejó encargada de cuidarme.
—Entonces, ¿no te adoptó por su propio gusto?
—No, señorita. Lamentó tener que hacerlo. Pero, según me han contado a menudo las criadas, mi tío, antes de su muerte, la obligó a prometer que siempre cuidaría de mí.
—Bueno, Jane, ya sabes, y por si no lo sabes, yo te lo digo, que a un criminal acusado siempre se le permite hablar en su defensa. Te han acusado de mentir. Defiéndete ante mí lo mejor que puedas. Di lo que recuerdes, pero no añadas ni exageres nada.
En el fondo de mi corazón resolví ser de lo más moderada y exacta. Reflexioné unos minutos para ordenar coherentemente lo que iba a decir, y le conté toda la historia de mi triste infancia. Como estaba exhausta por la emoción, mi lenguaje era más sumiso que cuando solía hablar de ese triste tema, y al acordarme de lo que Helen me había advertido sobre el resentimiento, infundí mi relato de menos hiel y amargura que de costumbre. Contenida y simplificada de esta manera, pareció más creíble, y me dio la impresión al narrarlo de que me creía plenamente la señorita Temple.
En el curso del relato, mencioné que el señor Lloyd había ido a verme después de mi ataque, porque nunca olvidé el episodio del cuarto rojo, tan espantoso para mí. Al contarlo, era casi inevitable que me dominase la emoción, porque nada podía suavizar mi recuerdo del espasmo de angustia que me embargó cuando la señora Reed ignoró mi súplica de perdón y me encerró por segunda vez en el cuarto oscuro y embrujado.
Cuando acabé, me miró la señorita Temple durante unos cuantos minutos en silencio, y después dijo:
—He oído hablar del señor Lloyd; le escribiré y si su respuesta corrobora tu versión, haré que te absuelvan públicamente de todas las acusaciones. Por lo que a mí respecta, ya estás absuelta, Jane.
Me dio un beso y me mantuvo a su lado (donde yo estaba muy a gusto, pues sentí un placer infantil al contemplar su rostro, su vestido, sus escasos adornos, su frente clara, sus rizos brillantes y sus ojos oscuros y risueños), mientras se dirigía a Helen Burns.
—¿Cómo estás tú esta noche, Helen? ¿Has tosido mucho hoy?
—Creo que no demasiado, señorita.
—¿Y el dolor de pecho?
—Está algo mejor.
La señorita Temple se levantó, le cogió la mano y le tomó el pulso, después de lo cual volvió a su butaca. Al sentarse, la oí suspirar con voz queda. Se quedó pensativa unos minutos, luego se animó y dijo alegremente:
—Pero esta noche sois mis huéspedes y debo trataros como tales.
Tocó la campana.
—Barbara —dijo a la criada que acudió a su llamada—, todavía no he tomado el té. Trae la bandeja y pon tazas para estas dos señoritas.
Pronto llegó la bandeja. ¡Qué bonitas me parecieron las tazas de porcelana y la tetera, colocadas en la mesita redonda junto a la chimenea! ¡Qué aromáticos el vapor de la infusión y las tostadas! Sin embargo, para mi disgusto (pues empezaba a tener hambre), de estas vi que había muy pocas, y la señorita Temple, dándose cuenta de ello también, dijo:
—Barbara, ¿puedes traer un poco más de pan con mantequilla? No hay bastante para tres.
Salió Barbara pero volvió al poco tiempo, diciendo:
—Señorita, dice la señora Harden que ha mandado la misma cantidad de siempre.
Sepan ustedes que la señora Harden era el ama de llaves, una persona muy del gusto del señor Brocklehurst, compuesta de ballenas y hierro a partes iguales.
—Bien, entonces —respondió la señorita Temple—, tendremos que conformarnos, supongo, Barbara —al retirarse la criada, añadió con una sonrisa—: Afortunadamente, esta vez tengo medios para suplir la deficiencia.
Habiendo invitado a Helen y a mí a acercarnos a la mesa, y colocado delante sendas tazas de té con una deliciosa, aunque escueta, tostada, se levantó y abrió un cajón, de donde extrajo un paquete envuelto en papel que, al destaparse, resultó contener una torta de semillas de tamaño respetable.
—Pensaba daros un trozo para llevaros —dijo—, pero como hay tan pocas tostadas, debéis comerlo ahora —y se puso a cortar generosas porciones.
Comimos la torta como si fuera néctar y ambrosía, y no era menos agradable la sonrisa de satisfacción con que nos observaba nuestra anfitriona saciar nuestros apetitos con las exquisiteces que tan generosamente nos había brindado. Una vez terminada la colación y retirada la bandeja, nos reunió de nuevo en torno al fuego. Nos sentamos una a cada lado de ella e inició una conversación con Helen que me pareció un privilegio presenciar.
La señorita Temple siempre tenía tal aire de serenidad, un porte tan señorial y un lenguaje tan delicado que impedían que cayera en apasionamientos y emociones vehementes, y hacían que el placer de los que la miraban y escuchaban se tiñera de un sentimiento predominante de respeto. Así me sentí yo en aquella ocasión, pero Helen Burns me llenó de asombro.
La comida reconfortante, el fuego cálido, la presencia y la amabilidad de su querida profesora, o algo más, algo de su propia mente única, habían despertado una fuerza dentro de ella. Esa fuerza brillaba en sus ardientes mejillas, que antes siempre había visto pálidas y exangües. También brillaba en la luz de sus ojos líquidos, que habían adquirido una belleza aún más llamativa que los de la señorita Temple, una belleza causada no por su color ni las largas pestañas, ni las cejas bien dibujadas, sino por su sentimiento, su profundidad y su esplendor. Se le asomó el alma a los labios y fluyeron las palabras de no sé dónde. ¿Es lo bastante grande y vigoroso el corazón de una chica de catorce años para contener tal fuente rebosante de elocuencia pura y fervorosa? Esas eran las características del discurso de Helen aquella noche memorable para mí. Parecía que su espíritu se precipitara para vivir tanto en muy poco tiempo como muchos en una larga existencia.
Conversaron sobre temas de los que yo nunca había oído hablar, de naciones y épocas pasadas, de países lejanos, de secretos de la naturaleza descubiertos o intuidos.