gitanas por el bosque desde la mañana hasta la noche. Hacíamos lo que se nos antojaba e íbamos adonde queríamos, y teníamos una vida mejor también. El señor Brocklehurst y su familia no se acercaban a Lowood en esas fechas, por lo que nos libramos de su intervención en los asuntos domésticos. La cocinera malhumorada se había marchado, espantada por el miedo a contagiarse; su sucesora, antes matrona del dispensario de Lowton, no conocía las costumbres de su nuevo hogar y nos alimentaba con relativa liberalidad. Además, había menos que alimentar, ya que las enfermas comían poco. Nos llenaba más los cuencos del desayuno y, cuando no tenía tiempo de preparar un almuerzo formal, lo que ocurría con frecuencia, nos daba un gran trozo de pudin o una gruesa rebanada de pan con queso, y nos lo llevábamos al bosque, donde cada una comía opíparamente donde más le gustase.
Mi lugar preferido era una roca ancha y lisa que se erguía blanca y seca en el centro del arroyo, a la que solo se accedía vadeando el agua, hazaña que yo realizaba descalza. La roca era lo bastante amplia para acomodar sin estrecheces a otra chica y a mí; ella era mi compañera predilecta en aquel entonces, una tal Mary Ann Wilson, un personaje perspicaz y observador, cuya compañía me deleitaba, en parte porque era ingeniosa y original, y en parte porque tenía una manera de ser que hacía que me sintiera cómoda. Unos cuantos años mayor que yo, sabía más del mundo y me contaba muchas cosas que me gustaba oír. Gratificaba mi curiosidad y era tolerante con mis defectos, permitiéndome dar rienda suelta a mi charloteo. Tenía el don de la narrativa y yo el del análisis; a ella le gustaba dar información y a mí preguntar, por lo que nos llevábamos maravillosamente y sacábamos mucho placer, si bien poco provecho, de nuestra compañía mutua.
Mientras tanto, ¿dónde estaba Helen Burns? ¿Por qué no pasaba yo estos días de libertad con ella? ¿La había olvidado, o era tan voluble que me había cansado de la pureza de su compañía? Es indudable que esta Mary Ann Wilson era inferior a mi primera amiga, ya que solo me contaba historias divertidas y se entregaba conmigo al chismorreo picante y mordaz que me complacía. En cambio, Helen, si la he retratado fielmente, estaba cualificada para dar a los que teníamos el privilegio de tratarla un ejemplo de cosas más elevadas.
Así es, lector. Yo sabía esto, y aunque soy un ser imperfecto, con muchos defectos y pocas cualidades que me rediman, nunca me cansé de Helen Burns, ni dejé de abrigar hacia ella un sentimiento de afecto tan fuerte, tierno y respetuoso como cualquiera que haya cobijado mi corazón. No podía ser de otro modo, puesto que Helen siempre y en todas las circunstancias me mostró una amistad serena y leal, nunca agriada por el mal humor ni turbada por la irritación. Pero Helen estaba enferma; llevaba unas cuantas semanas alejada de mi vista en no sabía qué habitación. Me dijeron que no estaba en la parte de la casa destinada al hospital de las enfermas de tifus, pues no era este su mal, sino la tisis. Yo, en mi ignorancia, pensé que la tisis era una cosa sin importancia, y que los cuidados y el tiempo la curarían.
Ratificó esta idea mía el hecho de que, una o dos veces, en las tardes cálidas y soleadas, bajaba con la señorita Temple, que la sacaba al jardín. Pero en esas ocasiones no se me permitió acercarme para hablar con ella; solo la veía desde la ventana del aula, y no muy claramente, por hallarse ella envuelta en mantas y sentada muy lejos, en el pórtico.
Una tarde a principios de junio, me quedé largo rato en el bosque con Mary Ann. Nos habíamos separado de las demás, como de costumbre, y nos habíamos alejado mucho, tanto, que nos perdimos, y tuvimos que preguntar el camino en una casita solitaria en la que vivían un hombre y una mujer que cuidaban de una manada de cerdos semisalvajes que se alimentaban de bellotas en el bosque. Cuando regresamos, la luna había salido y había un caballo que sabíamos era del médico en la puerta del jardín. Mary Ann comentó que suponía que alguien estaría muy enfermo si habían mandado llamar al señor Bates a esas horas de la tarde. Ella entró en la casa y yo me quedé unos minutos para plantar en mi parcela del jardín unas raíces que había arrancado del bosque, temerosa de que se marchitasen si las dejaba hasta la mañana siguiente. Una vez hecho esto, me rezagué aún un poco, porque las flores despedían un aroma muy dulce bajo el rocío y la tarde era muy apacible y cálida. El resplandor del oeste auguraba buen tiempo para el día siguiente y en el este la luna brillaba majestuosa. Observaba y disfrutaba de estas cosas con placer infantil, cuando se me ocurrió pensar por primera vez:
«¡Qué triste estar echada en una cama en peligro de muerte! Este mundo es tan bello que sería terrible tener que dejarlo para ir quién sabe adónde».
Después, mi mente hizo su primer intento serio de comprender lo que le habían inculcado sobre el cielo y el infierno, y, por primera vez, lo rechazó, perpleja. Por primera vez, mirando atrás, a cada lado y adelante, vio un abismo insondable en todas partes. Sintió que el único punto sólido era el presente; todo lo demás eran nubes sin forma y una profundidad vacía, y tembló ante la idea de tambalear y caerse en ese caos. Mientras pensaba en esta nueva idea, oí abrirse la puerta principal. Salió el señor Bates con una enfermera. Después de acompañarlo a montar en su caballo y partir, iba a cerrar la puerta, pero corrí hacia ella.
—¿Cómo está Helen Burns?
—Muy mal —fue su respuesta.
—¿Es a ella a quien ha visitado el señor Bates?
—Sí.
—¿Y qué dice de ella?
—Dice que estará poco tiempo entre nosotros.
Esta frase, si la hubiese oído el día anterior, me habría transmitido solo la noción de que se la iban a llevar a su casa en Northumberland. No habría sospechado que significaba que se estaba muriendo, pero ahora lo supe en el acto. Comprendí claramente que los días de Helen Burns en este mundo estaban contados, que se la iban a llevar al mundo de los espíritus, si es que existía tal lugar. Experimenté una gran sensación de horror, seguida de un fuerte sentimiento de pesar, y después el deseo, la necesidad, de verla, por lo que pregunté en qué cuarto estaba.
—Está en el cuarto de la señorita Temple —dijo la enfermera.
—¿Puedo ir a hablar con ella?
—No, pequeña, no es buena idea. Y ahora debes entrar. Cogerás la fiebre si te quedas fuera bajo el rocío.
La enfermera cerró la puerta principal, Yo entré por la puerta lateral que conducía al aula. Llegué justo a tiempo; la señorita Miller estaba llamando a las alumnas para acostarse.
Podían ser dos horas después, probablemente cerca de las once, cuando, no habiendo podido conciliar el sueño y juzgando, por el silencio total que reinaba en el dormitorio, que todas mis compañeras yacían en brazos de Morfeo, me levanté sigilosamente, me puse el vestido encima del camisón y me deslicé descalza fuera del dormitorio para ir en busca del cuarto de la señorita Temple. Estaba en el otro extremo de la casa, pero conocía el camino. La luz de la despejada luna estival, que se asomaba por las ventanas del corredor, me permitió encontrarlo sin dificultad. El olor de alcanfor y vinagre quemado me advirtió que me aproximaba a la enfermería, y pasé deprisa, temerosa por si la enfermera de noche me oía. La posibilidad de ser descubierta me horrorizaba, pues debía ver a Helen, debía abrazarla antes de que muriese, debía darle un último beso, intercambiar con ella una última palabra.
Habiendo bajado una escalera, atravesado una parte del edificio y conseguido abrir y cerrar sin hacer ruido dos puertas, me hallé ante otra escalera, que subí, y por fin me encontré frente al cuarto de la señorita Temple. Se veía luz a través del ojo de la cerradura y por debajo de la puerta. Un profundo silencio invadía las inmediaciones. Acercándome, descubrí que la puerta estaba entreabierta, quizás para que circulase algo de aire en el cuarto mal ventilado de la enferma. No queriendo perder tiempo y dominada por impulsos de impaciencia, con el alma y los sentidos angustiados, la abrí del todo y me asomé, buscando a Helen con los ojos, temerosa de hallarme ante la muerte.
Cerca de la cama de la señorita Temple, medio oculta por las cortinas de esta, se encontraba una camita. Vi la silueta de un cuerpo bajo las mantas, pero las cortinas ocultaban el rostro. La enfermera con la que había hablado en el jardín estaba dormida en un sillón. Una vela sin despabilar llameaba débilmente en la mesa. La señorita Temple no estaba a la vista. Después