Charlotte Bronte

Jane Eyre


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que enfrentarme a mi prueba, ya que no podía evitarla.

      —Queridas niñas —continuó el clérigo de mármol negro con emoción—, esta es una ocasión triste y melancólica, porque es mi deber advertiros que esta niña, que habría podido ser un cordero de Dios, se halla descarriada; no es miembro del verdadero rebaño, sino una intrusa. Debéis guardaros de ella y rehuir su ejemplo; evitad su compañía; si hace falta, excluidla de vuestros juegos y conversaciones. Profesoras, vigílenla, no pierdan ninguno de sus movimientos, sopesen sus palabras, examinen sus acciones, castiguen su cuerpo para salvar su alma, si tal salvación es posible, ya que (mi lengua titubea al decirlo) esta jovencita, esta niña, nativa de una tierra cristiana, peor que muchas paganas que rezan a Brahma y se arrodillan ante Krisna, ¡esta niña es una embustera!

      Siguió una pausa de diez minutos, durante la cual yo, ya recuperada de mi nerviosismo, observé a todas las Brocklehurst de sexo femenino sacar sus pañuelos y aplicarlos a sus ojos, mientras la señora mayor se balanceaba y las dos jóvenes susurraban: «¡Qué vergüenza!».

      El señor Brocklehurst continuó:

      —Su benefactora me lo contó. Esa señora pía y caritativa que la adoptó siendo huérfana, como si fuera hija propia, y cuya bondad y generosidad pagó con tan tremenda ingratitud que su excelente patrocinadora se vio obligada a apartarla de sus verdaderos hijos, por si su perverso ejemplo contaminase su pureza, la ha enviado aquí para ser curada, como los antiguos judíos mandaban a los enfermos al lago Bezata; les ruego, profesoras y directora, que no permitan que las aguas se estanquen a su alrededor.

      Con esta sublime conclusión, el señor Brocklehurst se abrochó el botón superior del abrigo, murmuró algunas palabras a sus familiares, que se levantaron e hicieron una reverencia a la señorita Temple, después de lo cual todas estas personas importantes salieron ceremoniosamente de la habitación. Volviéndose en la puerta, habló mi juez:

      —Que se quede media hora en el taburete, y que no le dirija la palabra nadie durante el resto del día.

      Allí estaba, en lo alto; yo, que había dicho que no podría aguantar la vergüenza de estar de pie en el centro de la habitación, estaba expuesta a la vista de todas sobre un pedestal infame. No existe lenguaje para describir mis sensaciones, que se atropellaron de golpe, quitándome el aliento y oprimiéndome la garganta. En ese momento pasó una muchacha y levantó los ojos para mirarme. ¡Qué luz tan extraña los iluminaba! ¡Qué sensación tan extraordinaria me embargó! ¡Cómo me animó esa nueva sensación! Era como si hubiera pasado un mártir, un héroe, ante un esclavo o víctima, llenándole de fuerza. Reprimí la histeria que sentí, alcé la cabeza y me afiancé en el taburete. Helen Burns hizo una pregunta trivial sobre su trabajo a la señorita Smith, que la riñó por su insignificancia, después de lo cual regresó Helen a su puesto, sonriéndome al pasar de nuevo. ¡Qué sonrisa! La recuerdo claramente, y sé que era la manifestación de un intelecto agudo y de verdadero valor, que iluminó sus facciones acusadas, su rostro delgado, sus ojos grises hundidos como el reflejo de un ángel. Sin embargo, en ese momento Helen Burns llevaba en el brazo el «distintivo de desordenada». Apenas una hora antes, había oído a la señorita Scatcherd condenarla a un almuerzo de pan y agua al día siguiente, por haber manchado de tinta un ejercicio al copiarlo. ¡Tal es la naturaleza imperfecta del hombre! Tales manchas existen en los planetas más perfectos, y ojos como los de la señorita Scatcherd solo ven las pequeñas imperfecciones y son incapaces de apreciar todo su brillo.

      Capítulo VIII

      Antes de acabar la media hora, dieron las cinco; se acabaron las clases y se marcharon todas a merendar al refectorio. Me atreví a bajar. Era casi de noche; me refugié en un rincón, donde me senté en el suelo. Empezó a ceder el sortilegio que me había mantenido con fuerzas, para dar lugar a una reacción de tan inmensa pena que me tumbé con la cara contra el suelo. Lloré amargamente; no estaba conmigo Helen Burns, no había nada que me sostuviera. Hallándome sola, me abandoné y regué las tablas con mis lágrimas. Había querido ser tan buena y lograr tanto en Lowood: hacer tantas amigas, ganarme el respeto y el cariño de todas. Ya había progresado considerablemente. Aquella misma mañana había sido la primera de mi clase y la señorita Miller me había felicitado calurosamente. La señorita Temple había demostrado su aprobación con una sonrisa, y había prometido enseñarme a dibujar y permitirme aprender francés si seguía mejorando de la misma manera durante dos meses más. Además, tenía buena acogida entre las otras alumnas; las de mi misma edad me trataban de igual a igual, y nadie me molestaba. Ahora, me veía una vez más aplastada y pisoteada. ¿Lo superaría alguna vez?

      «Nunca», pensé, deseando fervientemente morirme. Mientras expresaba este deseo entre sollozos entrecortados, se acercó alguien, sobresaltándome. Helen Burns se aproximaba de nuevo; su llegada a la habitación vacía apenas era visible a la luz del fuego agonizante; me traía café y pan.

      —Anda, come algo —dijo, pero aparté la comida, sintiendo que se me atragantaría una gota de café o una miga de pan en aquellos momentos. Helen me contempló, probablemente sorprendida. No pude contener mi desasosiego, aunque lo intenté, y seguí llorando desconsolada. Ella se sentó a mi lado en el suelo, rodeó las rodillas con los brazos y apoyó la cabeza en ellos: en aquella postura se quedó callada como una india. Yo fui la primera en hablar:

      —Helen, ¿por qué te quedas con una niña que todos creen que es una embustera?

      —¿Todos, Jane? Vaya, solo ochenta personas han oído que te llamasen así, y hay cientos de millones en el mundo.

      —¿Qué me importan esos millones a mí? Las ochenta que yo conozco me desprecian.

      —Estás equivocada, Jane; es probable que no haya ni una en toda la escuela que te desprecie, y estoy segura de que hay muchas que te compadecen.

      —¿Cómo pueden compadecerme después de lo que ha dicho el señor Brocklehurst?

      —El señor Brocklehurst no es un dios, ni siquiera es un gran hombre a quien admiramos; se le quiere poco aquí, y no ha hecho nada para que se le quiera. Si te hubiera tratado como una protegida especial, hubieras encontrado enemigas, declaradas u ocultas, por todas partes. Tal como están las cosas, la mayoría te apoyaría si se atreviera. Es posible que las profesoras y las alumnas te traten con frialdad durante un día o dos, pero esconden sentimientos de amistad en sus corazones. Si perseveras con tu buena conducta, estos sentimientos pronto aflorarán más claramente por haberse suprimido temporalmente. Además, Jane… —hizo una pausa.

      —¿Sí, Helen? —dije, poniendo mi mano en la suya. Frotó suavemente mis dedos para calentarlos y siguió:

      —Aunque todo el mundo te odiase y te creyese mala, mientras tu propia conciencia te aprobara y te absolviera de toda culpa, no estarías sin amigos.

      —No, ya sé que tendría buena opinión de mí misma, pero no es suficiente. Si no me quieren los demás, prefiero morirme. No puedo soportar sentirme sola y odiada, Helen. Mira, para ganar tu afecto o el de la señorita Temple o de cualquier otra a la que de verdad quiero, de buena gana me dejaría romper un hueso del brazo, o me dejaría embestir por un toro, o me pondría detrás de un caballo encabritado y dejaría que me coceara el pecho…

      —¡Calla, Jane! Le das demasiada importancia al cariño de los seres humanos. Eres demasiado impulsiva y vehemente. La mano soberana que creó tu cuerpo y le dio vida, te ha provisto de otros recursos aparte de tu ser, débil como el de las demás criaturas. Además de esta tierra y la raza de hombres que la puebla, existe un mundo invisible y un reino de espíritus; este mundo nos rodea, pues está en todas partes, y estos espíritus nos vigilan, ya que su cometido es cuidarnos. Y aunque nos estuviéramos muriendo de pena y vergüenza, aunque el desprecio nos persiguiera y el odio nos aplastara, los ángeles verían nuestros tormentos y reconocerían nuestra inocencia (si es que somos inocentes, como yo sé que tú lo eres de la acusación del señor Brocklehurst, basada en lo que le ha dicho la señora Reed; veo una naturaleza sincera en tus ojos ardientes y tu frente despejada), y Dios solo espera la separación del espíritu de la carne para colmarnos de recompensas. ¿Por qué, entonces, hemos de dejarnos