protagonista de aquella historia no era ella, sino Violet, la heroína capaz de reírse de un idiota mientras planeaba una venganza feroz.
Y también había un héroe, Dante.
El hombre que se había rebajado a bailar con ella a pesar de considerarla una delgaducha triste y poco atractiva.
Por lo visto, siempre le tocaba el papel más penoso. Y cualquiera sabía lo que dirían de ella cuando las fotografías de su reciente boda llegaran a las portadas. Quizá, que había echado el lazo a Dante Fiori gracias a un preservativo defectuoso.
–No te preocupes por nuestra estancia en la isla –dijo Dante, interrumpiendo sus pensamientos–. Cuando lleguemos, habrá de todo.
Minerva, que no sabía de lo que estaba hablando, se inclinó sobre el moisés para tapar mejor a Isabella.
–¿Y eso?
–Los empleados de la empresa que uso de tapadera se encargarán de ello, pero se habrán ido cuando lleguemos –explicó él–. Además, no saben quién ha dado las órdenes ni quién es el verdadero dueño del lugar.
–¿Por qué necesitas una tapadera?
–Por precaución, claro. Nunca sabes cuándo tendrás que huir.
Ella frunció el ceño.
–¿Estás involucrado en algo ilegal, Dante?
–No. Pero, cuando un hombre ha tenido un pasado tan duro como el mío, aprende a ser paranoico.
–Pues es una pena que yo no lo aprendiera antes.
Dante no dijo nada, y ella se preguntó si la sensación que había tenido en el altar sería cierta. Le había dado la impresión de que la había besado de verdad, como si le gustara. Pero no había tenido ocasión de analizarlo, porque estaba demasiado preocupada con la amenaza del padre de Isabella.
–No esperes gran cosa. Es una isla pequeña –volvió a hablar él–. No hay más edificio que la casa. El resto es selva y playas de arena blanca, aunque creo que te gustará.
–En este momento, me gustaría cualquier sitio donde me sienta a salvo.
Y Minerva se sentía a salvo.
De momento.
Durante el resto del viaje, Dante se dedicó a trabajar y ella, a dormir cuando Isabella se lo permitía, porque sus horarios dependían de las tomas de leche y los cambios de pañales de la pequeña.
Y, por fin, el avión empezó a descender.
–No sé si lo has pensado, pero el piloto conoce nuestro paradero –comentó en ella.
Dante se encogió de hombros.
–Confío en él.
–¿Hasta qué punto? –insistió.
Él arqueó una ceja.
–Hasta el punto de permitirle que nos lleve volando por encima del océano y a miles de metros de altura –ironizó.
–Ya… pero, en ese caso, su destino está ligado al nuestro.
–Su destino siempre está ligado al mío, Minerva. Sabe perfectamente que, si nos traicionara, se encontraría en una situación bastante difícil, por así decirlo.
–Últimamente, no dejas de amenazar a los demás.
–Porque tu vida está amenazada –le recordó–. En otras circunstancias, no sería tan tajante.
Minerva reflexionó al respecto mientras bajaban del avión. De repente, Dante le parecía un extraño. Siempre había sabido que era un hombre duro, pero se sentía a salvo cuando estaba con él. Y ahora, se había vuelto imprevisible.
Por un lado, la besaba con pasión y por otro, amenazaba a la gente con toda naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo.
¿Con qué clase de hombre estaba?
Hasta entonces, todo lo que sabía de él estaba relacionado de un modo u otro con su familia. Pero empezaba a pensar que Dante no era exactamente lo que parecía. Y, teniendo en cuenta que había amenazado a su padre con una pistola, se preguntó si Robert y Maximus lo conocerían mejor que ella.
¿Y qué decir de Elizabeth y Violet? ¿Serían conscientes de su lado más oscuro?
–Como sigas pensando tanto, te va a salir humo de las orejas –se burló Dante–. ¿Qué es lo que te preocupa?
Ella se frotó la barbilla.
–Tu crueldad –respondió.
Dante se volvió a encoger de hombros.
–Sí, suele ser motivo de preocupación.
–Pues yo no lo sabía. Siempre me pareciste una especie de hermano mayor. Severo, pero no peligroso.
–Bueno, supongo que es una confusión lógica. Aunque reconozco que eres la primera persona que la comete.
–Porque los demás no te conocen como yo –dijo, arrugando la nariz–. O, por lo menos, como yo te conocía.
Momentos después, se subieron al coche que les estaba esperando, donde pusieron a Isabella en una sillita. El vehículo se puso en marcha inmediatamente, y Min se dedicó a admirar el precioso paisaje de la isla, que se atenía a la descripción de Dante: selva densa a un lado y blancas playas al otro.
La casa resultó estar en lo alto de una colina, junto al mar. Era de planta moderna, con tabiques que imitaban el color de las playas y superficies de cristal por todas partes.
–Ya estamos en casa –anunció él.
–Pues tiene un aspecto bastante salvaje.
Él soltó una carcajada.
–¿Salvaje?
–¿Sabes a qué me recuerda? A Los robinsones de los mares del sur. Más a la película que al libro –afirmó–. Era una especie de casa moderna en mitad de la jungla.
–Sí, yo también lo pensé en su momento.
Min lo miró con sorpresa.
–¿En serio?
–Sí. Vi la película cuando era joven.
–¿En serio? –repitió.
–Estuve una temporada en un centro comunitario donde tenían vídeos de películas viejas. Los robinsones de los mares del sur era una de ellas, y siempre pensé que me gustaría vivir en un lugar así, una isla remota donde nadie pudiera encontrarte ni te vieras obligado a dar explicaciones. Un lugar donde construirías lo que te hiciera falta y harías lo que quisieras. Siempre que no te atacaran los piratas, claro.
–Es curioso, porque yo pensé lo mismo cuando la vi –le confesó–. Pero también pensé que quería vivir con un príncipe en una granja y tener una enorme mansión en Atlanta. Supongo que es por culpa de la literatura. Y, al cabo de un tiempo, decidí que quería dejar de soñar y viajar de verdad… Quise ser la heroína de mis propias historias.
–Y te encontraste con un monstruo.
–Sí, me temo que sí –admitió–. Quería un poco de aventura, pero no tanta.
–Bueno, aquí puedes vivir todas las aventuras que quieras, porque estarás a salvo –declaró–. Te lo prometo.
La promesa de Dante le provocó una sensación intensa y caliente, de la que intentó hacer caso omiso. Era desconcertante, pero sus palabras la afectaban más de la cuenta. Y no quería que la afectaran. No quería que su relación cambiara. Que se hubieran besado no debía tener más importancia que los falsos votos de la boda.
–Te has quedado muy callada.
–Pensaba que me preferías así.
–Pues no. Es inquietante.