puesto tantos problemas con su plan de fundir las empresas.
–Bueno, será mejor que aceleremos las cosas –dijo Dante, cambiando de tema.
–Sería inútil. Hagamos lo que hagamos, se retrasarán –declaró Robert, mirando la hora–. Supongo que Violet es la encargada de peinarla y maquillarla, ¿verdad?
–Sí, y de asegurarse de que llegan tarde –ironizó Dante.
–¿Cómo?
–Nada, olvídalo.
Minerva y Violet aparecieron en ese momento, y todos ocuparon sus puestos. Robert se dirigió hacia su hija, y Dante pensó que se estaba tomando en serio su papel de padre de la novia y de padre emocional suyo. Pero, desgraciadamente, no se sintió capaz de apreciar el gesto.
De todas formas, él no era el único que no veía calidez alguna en aquella situación. La multitud que llenaba la catedral no estaba allí porque les importara su supuesta historia de amor con Minerva, sino porque esperaban ganarse el aprecio de Robert, Maximus, Violet o él mismo. Nadie había ido por la hija pequeña de los King.
Al pensarlo, se sintió extrañamente molesto. A diferencia de sus familiares, Minerva no tenía nada que dar. Minerva no podía hacer nada por ellos y, en consecuencia, carecía de interés para la mayoría.
¿Sería esa la razón de que hubiera caído bajo el influjo de un hombre como el padre de Isabella? ¿Se sentiría vulnerable por la posición que ocupaba en su familia? Fuera como fuera, había tenido un bebé con un hombre peligroso, y lo había tenido a sabiendas de lo que hacía.
Pero Isabella era inocente. Isabella no tenía la culpa de nada y, si su decisión de casarse hubiera sido magnánima en algún sentido, no la habría tomado por Minerva, sino por la pequeña. Al fin y al cabo, sabía lo que significaba ser hijo de unos padres que no estaban a la altura.
Sin embargo, no podía negar que Min le había sorprendido durante la fiesta con su exquisita belleza y con el sabor de sus labios, que había despertado algo en él. Pero, ¿qué había sentido ella? Su reacción había sido bastante extraña. Se puso tensa y siguió así toda la noche, como si estuviera enfadada con él.
¿Había sido por su falta de experiencia? ¿O acaso lo encontraba repugnante?
Dante no estaba acostumbrado a que las mujeres lo encontraran repugnante, porque solo las besaba cuando ellas lo deseaban. Pero aquel no había sido un beso de deseo, sino una farsa destinada a engañar a los demás, así que entraba dentro de lo posible.
En cualquier caso, la idea de que su contacto físico le hubiera disgustado no le molestaba tanto como el hecho de que a él le hubiera encantado. Y ni siquiera sabía por qué.
Minerva no era una mujer guapa en el sentido clásico del término. Era ciertamente bonita, pero algo corriente para su gusto. Carecía de refinamiento y, por si eso fuera poco, la encontraba demasiado joven para él.
Entonces, ¿por qué le había gustado tanto?
Mientras reflexionaba al respecto, Violet avanzó por el pasillo central con su hermano, que se puso junto a Dante.
–Te mataré –susurró Maximus sin dejar de sonreír–. Te juro que te mataré.
Esta vez, Dante no dijo nada; entre otras cosas, porque la visión de Minerva lo dejó sin habla.
Llevaba un vestido sencillo, de una tela tan suave y ligera que parecía posarse sobre sus formas como una fina niebla. Se había hecho un peinado de trenzas, con unos cuantos mechones sueltos y algún tipo de joyas que soltaban destellos a medida que avanzaba. Era un rayo de luz en plena oscuridad. Estaba aún más bella que la noche anterior, y había conseguido estarlo sin perder un ápice de su encanto natural.
Dante no lo podía creer. La jovencita supuestamente sosa se había convertido en un ser etéreo, mostrando un tesoro que había permanecido oculto hasta ese día.
Cuando lo miró, sus ojos verdes brillaron un momento, y él supo que no lo estaba soñando. Era ella, Minerva, «Min». Y también supo que, aunque regresara a su apariencia anterior, siempre la recordaría como aquella mañana.
–Me alegra que hayas venido –susurró ella.
–No te abandonaría jamás –replicó él, ofendido por el comentario.
–No –dijo Min, frunciendo el ceño–. Claro que no.
El sacerdote empezó a hablar, y Dante notó algo en Minerva que le encogió el corazón. Estaba incómoda, como si le desagradara la perspectiva de casarse por interés. Y era bastante probable, teniendo en cuenta que era mucho más blanda que él.
Dante tuvo que recordarse que se había metido sola en aquel embrollo. Ella era la causante de aquella situación. Había forzado las cosas de tal manera que no había tenido más remedio que casarse y, si estaba a disgusto con las consecuencias de sus actos, tendría que aprender a superarlo.
Lamentablemente, eso no impidió que se sintiera culpable, una emoción a la que tampoco estaba acostumbrado. Desde su punto de vista, el sentimiento de culpabilidad era una pérdida de tiempo y un ejercicio tan vano como haber nacido pobre y desear haber nacido rico, o como haber crecido en las calles de Roma y desear haber sido un King. No tenía ninguna utilidad. No resolvía ningún problema.
Justo entonces, llegó el momento de los votos. Él pronunció los suyos sin titubear, pero ella dudó más de la cuenta con las promesas, como si tuviera miedo de lo que pudiera ocurrir si las rompía.
Al verlo, Dante sonrió para sus adentros. Se había divertido mucho al decirle que no se podrían divorciar, y se había divertido aún más cuando le creyó. Pero llevaba toda una vida haciendo cosas que la Iglesia habría desaprobado y, si no se había preocupado antes por su salvación, no iba a empezar a preocuparse ahora.
Sin embargo, la duración de su matrimonio era un asunto de cierta importancia, porque podía dañar su relación con la King Corporation. No necesitaba ser muy listo para saber que Robert King se enfadaría si se divorciaba pronto de su hija. Salvo que Min les contara la verdad; en cuyo caso, le considerarían una especie de héroe y podría hacer lo que quisiera.
Además, tampoco quería estar casado con ella hasta el fin de sus días.
Pronunciados los votos, llegó el momento de besarse. Él le puso las manos en la cintura, y ella retrocedió como si le diera asco. Pero Dante no podía permitir que Minerva complicara las cosas, así que inclinó la cabeza y asaltó su boca sin contemplaciones, con más pasión de la que pretendía.
Hasta él mismo se sorprendió. ¿Por qué se sentía en la necesidad de conquistarla? ¿Porque le gustaba más de lo que estaba dispuesto a admitir? ¿O porque no soportaba que fuera aparentemente inmune a sus encantos?
Fuera por el motivo que fuera, introdujo la lengua entre sus labios e insistió en sus atenciones.
Minerva sabía muy bien. Sabía a primavera, a la luz del sol, a algo indefinible, pero indiscutiblemente suyo.
Y, cuando rompió el contacto y clavó la vista en sus brillantes y verdes ojos, descubrió otra cosa: que ya no estaba frente a la niña que lo perseguía por todas partes, intentando llamar su atención, sino ante una mujer.
Ya no era un ratoncillo.
Era una tigresa dispuesta a todo para proteger a su hija.
Ya no era una adolescente, sino una persona adulta.
Dante se dio cuenta de que la había juzgado mal, y se maldijo a sí mismo por haber cometido un error tan imperdonable. Él no era de la clase de hombres que subestimaban a los adversarios o los enemigos en potencia. Pero había subestimado a Min, quien parecía tener muchas más caras de las que había imaginado.
¿Cuántas tendría? ¿Y cuál de ellas había mostrado al padre de Isabella?
¿También había sido una tigresa con él?
Dante odió a Carlo