Nina Harrington

Enemigos apasionados - De soldado a papá - Como una princesa de cuento


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enderezó las maletas, se pasó la bolsa al hombro y miró alrededor antes de ponerse las sandalias.

      –He terminado aquí. Si encuentra algo que haya podido dejarme, siéntase libre de tirarlo a la piscina si eso hace que se sienta mejor. No se preocupe por las maletas, saldré yo sola. No se requiere una cortesía social mínima.

      –Cualquier cosa con tal de sacarte de mi casa –tomó cada maleta en una mano como si no pesaran nada–. Y si alguna vez nos encontramos en Londres, a pesar de lo improbable que es eso, no intentaré ser cortés.

      –Entonces nos entendemos a la perfección –convino Lexi–. Por lo que a mí respecta, cuanto antes llegue a Londres, mejor. Buena suerte escribiendo esa biografía… pero le daré un consejo –se acomodó las gafas sobre el puente de la nariz–. La gente perfectamente feliz con familias perfectas, vidas perfectas y hogares perfectos no ofrece una lectura interesante. Cuando vine hoy aquí no tenía ni idea de que usted sería mi cliente, pero sí fui lo bastante tonta como para esperar que fuera justo y escuchara la verdad. Incluso pensé que podríamos trabajar juntos en este proyecto. Pero, al parecer, me equivoqué. No desea escuchar la verdad si esta no le gusta. Es usted tan frío, irracional, obstinado y controlador como afirman los tabloides. Me da pena.

      Ya había bajado los escalones antes de que Mark pudiera responder.

      * * *

      Permaneció paralizado en el patio y la observó por el pavimento irregular con ese tenue vestido de seda que apenas le cubría el trasero. ¿Cómo se atrevía a acusarlo de ser frío y obstinado? Esa era la especialidad de su padre. Pero reconoció que la había asustado aquella mañana y de un modo que lamentaba. No quería saber nada de la táctica arrogante e intimidatoria de su padre. Pero en aquel momento había dejado que la ira y la indignación se apoderaran de él. Y aunque justificadas, lo había aturdido descubrir que era capaz de experimentar una violencia física incontrolada. Se había esforzado mucho en convertirse en un hombre diferente a su padre y a su hermano.

      Edmund no habría vacilado antes de derribar a aquel fotógrafo de un puñetazo. Y luego habría alardeado de ello.

      Pero él no era su hermano mayor, el chico de oro, el ojito derecho de sus padres, que había muerto al caerse de un caballo de polo cuando tenía veinticinco años.

      Y no quería serlo. Jamás lo había querido.

      La vio abrir la puerta de su coche, sentarse ante el volante y cerrar.

      ¿Y si le estaba contando la verdad? ¿Y si aquel día el padre fotógrafo la había utilizado y era una víctima tan inocente como lo había sido su madre?

      Eso significaba que el destino acababa de darles una buena patada en los dientes a los dos.

      Pero… ¿qué alternativa tenía? Sabía cuál sería la reacción si su padre o incluso su hermana se enteraban de que había estado compartiendo maravillosos recuerdos familiares y documentos privados con la hija del acosador que había destruido el último día con vida de su madre. Lo mejor sería olvidarse de esa intrépida joven de ojos grises y piel de porcelana que lo había desafiado desde el momento en que había llegado. Una chica cuyo único delito era ser la hija de un miserable como Mario Collazo. Aparte de que había defendido la reputación de su madre. En cualquier otra persona la lealtad era algo que admiraría.

      Maldijo para sus adentros.

      Había dedicado los últimos siete años a tratar de demostrar que podía ocupar el lugar de su hermano, y luego el de su padre, como presidente de Inversiones Belmont. Se ganaba la vida asumiendo riesgos y le gustaba. Y en ese momento aparecía esa chica y lo acusaba de no querer escuchar la verdad porque no encajaba con la versión preestablecida que tenía de los hechos.

      Dejó las dos maletas en el suelo y se preguntó cómo había conseguido que tomara una decisión potencialmente peligrosa.

      Lexi estaba a punto de dejar la bolsa en el asiento de al lado cuando algo se movió dentro del coche. Se quedó quieta y durante una fracción de segundo por su cabeza pasó la idea de gritar y correr hacia Mark a la velocidad que le permitieran las piernas.

      Pero eso la convertiría en la cobardica de la semana.

      Giró muy despacio y miró incrédula dos caritas blancas con orejas rosadas que le devolvían la mirada.

      Uno de los cachorritos bostezó exageradamente, mostrando una preciosa lengua pequeña y rosada, mientras estiraba el cuerpo antes de cerrar los ojos y acomodarse mejor para seguir durmiendo en el asiento bañado por el sol. La otra bola de pelusa blanca se limpió la cara con la almohadilla de una pata y adoptó una postura similar.

      Lexi emitió una risita baja y ronca que no tardó en convertirse en un sollozo.

      Cerró los ojos, apoyó la cabeza en el asiento y se entregó al momento. Sintió las lágrimas caer por sus mejillas mientras pensaba que nada de eso era justo.

      Con un nudo en la garganta, al rato abrió los ojos y apretó con fuerza el volante.

      Tardó un momento en darse cuenta de que el llanto le había impedido oír las pisadas de Mark sobre la grava.

      Miró al frente, a los olivos y los limoneros, mientras él se dirigía despacio hacia el costado del vehículo, luego apoyaba los musculosos antebrazos en la ventanilla abierta del lado del conductor y observaba el interior en silencio..

      Permanecieron así un rato, hasta que el silencio pudo con los nervios de Lexi.

      –Hay gatos. En mi coche. No esperaba gatos en mi coche –emitió un sonido raro y bajó el visor para mirarse la cara en el pequeño espejo–. Lo que me faltaba. Tardé una hora en pintarme en el aeropuerto y ahora no sirve para nada. Como yo –dio dos golpes al salpicadero, sobresaltando a los cachorros, que se sentaron–. ¿Ahora entiende por qué nunca cuando trabajo menciono a mi padre? Su solo nombre consigue ponerme…

      –Lo he notado –murmuró él con voz serena, tratando de mostrarse amable–. A propósito, permite que te presente a Nieve Uno y Nieve Dos. Viven aquí. Y tienden a acurrucarse en asientos soleados, toallas, edredones… cualquier lugar mullido y cómodo. Quizá quieras tener eso en cuenta cuando trabajes en el exterior.

      Ella giró lentamente la cabeza hasta que sus caras quedaron separadas por simples centímetros.

      –¿Trabajar? –graznó–. ¿Aquí? –él asintió–. No entiendo. Hace un minuto no veía el momento de deshacerse de mí.

      –Cambié de idea.

      –¿Así de fácil? –él volvió a asentir–. ¿Ha considerado la posibilidad de que yo no quiera trabajar con usted? Nuestra última conversación ha sido un poco tensa. Y no me gusta que me llamen mentirosa.

      –He pensado en lo que dijiste y he llegado a la conclusión de que tal vez tuvieras razón.

      –Nunca voy a disculparme, lo sabe –susurró Lexi–. ¿Podrá superar eso?

      –Es extraño –repuso él con el ceño algo marcado–. Iba a decirte lo mismo. ¿Podrás superarlo?

      –No lo sé –respiró hondo y se mordió el labio inferior. Sintió la mirada penetrante de Mark, como si quisiera encontrar un pasaje secreto hacia sus pensamientos, y decidió que lo mejor era olvidarlo todo y seguir adelante–. De acuerdo –sus ojos se encontraron–. Voy a darle otra oportunidad. Esto es lo que va a suceder –continuó antes de que él tuviera la oportunidad de contestar–. Primero, voy a llevar lo que queda de mi equipaje al interior de su hermosa villa y a buscar un agradable dormitorio en el que pueda dormir. Con vistas al mar. Y luego vamos a escribir la biografía de su madre para celebrar la vida que tuvo. Y cuando hayamos terminado y usted esté en la presentación del libro rodeado de su familia, entonces va a decir que no habría podido crear ese éxito de ventas sin la ayuda de Lexi Sloane. Y ahí se acabará. Un simple «gracias» y un adiós. ¿Cree que podrá hacer eso, señor Belmont?

      –Verás…

      –¿Sí? –se