Nina Harrington

Enemigos apasionados - De soldado a papá - Como una princesa de cuento


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extraño cómo sus brazos parecían reacios a perder el contacto con la camisa de Mark y prácticamente se deslizaron por toda la extensión del torso de él… antes de que la parte sensata de su cerebro asumiera el control y le recordara que el contrato de la agencia incluía estrictas normas acerca de no confraternizar con los clientes.

      Se alisó el vestido antes de atreverse a hablar.

      –Perfectamente. Prefiero no nadar vestida del todo, así que gracias por ahorrarme el chapuzón. Y lamento lo de la bolsa –señaló en la dirección de su cabeza.

      –Bueno, al menos ya estamos en paz –repuso Mark indicando la piscina con la cabeza, donde el portatrajes de ella flotaba a la vez que emitía cortos sonidos borboteantes.

      –Oh, demonios –Lexi hundió los hombros–. Ahí van dos vestidos de cóctel, un traje y una capa. Los vestidos y el traje los puedo sustituir, pero la capa me gustaba.

      –¿Una capa? –preguntó Mark mientras iba a buscar un tubo largo acabado en una red.

      –Uno de mis antiguos clientes inició una vida como mago profesional, actuando en un crucero –respondió mientras veía cómo Mark acercaba sus cosas al borde–. Un hombre fascinante. Me dijo que había guardado la capa por si alguna vez necesitaba ganar algo de dinero. Yo le indiqué que después de cuarenta años en Las Vegas, esa era una posibilidad remota –se rio entre dientes–. El truhan me la regaló el día de la presentación de su autobiografía. Había decidido que su pensión no necesitaba ningún empujoncito y que con noventa y dos años era posible que estuviera algo oxidado. Luego me dio una palmadita en el trasero y yo amenacé con partirlo en dos –sonrió–. Días felices. Y fue una gran fiesta. Es una pena que una capa con tanta historia se haya estropeado… –suspiró con fuerza para asegurarse de que él captaba el mensaje.

      Lo vio esbozar una sonrisa fugaz mientras sacaba del agua su equipaje. Era la primera vez que sonreía. Al instante sintió remordimientos.

      Se centró en las maletas antes de soltar el aliento contenido. Era el momento. Si iba a hacerlo, más valía que acabara cuanto antes.

      Mark frunció el ceño mientras caminaba hacia ella.

      –Seguro que dispones de suficiente ropa seca para que te dure unos días. ¿Puedo ayudarte en algo más?

      Lexi lo miró a regañadientes y se humedeció unos labios súbitamente resecos.

      –De hecho, hay una cosa más que necesito aclarar antes de que empecemos a trabajar juntos. Verá, ya nos habíamos visto. Solo una vez. En Londres. Y no bajo las mejores circunstancias –se quitó las gafas de sol, las metió en el bolsillo exterior de su chaqueta y miró su cara desconcertada–. Entonces no nos presentaron, pero usted conoció a mi padre en la habitación de hospital de su madre y prefirió escoltarlo a la salida. ¿Aviva eso sus recuerdos?

      Mark plantó las manos en las caderas y la miró. De modo que se habían conocido antes, pero…

      El hospital. El padre de ella. Esos ojos grises violeta en un rostro ovalado.

      Los mismos ojos que lo habían mirado horrorizados después de que le diera un puñetazo a aquel miserable fotógrafo.

      –Fuera –dijo, luchando contra el fuego de su sangre–. Te quiero fuera de mi casa.

      –Solo deme un minuto –susurró con voz trémula y ronca–. Lo que sucedió aquel día no tuvo nada que ver conmigo. Mi padre está completamente fuera de mi vida. Créame, me encuentro aquí solo por un motivo. Hacer mi trabajo como escritora.

      –¿Creerte? ¿Por qué habría de creer una sola palabra que digas? ¿Cómo sé que no estás espiando para tu padre el paparazzi? No –movió la cabeza y le dio la espalda–. Quienquiera que te esté pagando por venir a mi casa, ha cometido un gran error. Y como vuelvas a acercarte a mí o a mi familia, intervendrán mis abogados. Por no mencionar a la policía. Así que tienes que marcharte ahora mismo.

      –Me iré –asintió ella–. Pero no tengo intención de hacerlo antes de que hayamos aclarado algunos de esos hechos a los que es tan aficionado. Para que quede constancia de ello, porque quiero dejar algo bien, bien claro –soltó con los dientes apretados mientras metía todas las prendas empapadas que podía encontrar en la bolsa de mano y el neceser. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía diez años. No había visto a mi padre, el famoso Mario Collazo, en dieciocho años, hasta que de repente apareció aquella mañana en la clínica. Le había suplicado a mi madre que le diera una oportunidad de enmendar sus errores pasados y reconstruir una especie de relación conmigo. Y como una tonta ingenua… –su voz se suavizó– no, una tonta cariñosa, ingenua y con el corazón roto, ella aceptó hablar con él y llegó a creerle.

      Lexi movió la cabeza y contuvo un sollozo.

      –Mi madre estuvo años enviándome regalos de cumpleaños y Navidad con la intención de fingir que mi padre aún me quería. A él le mandaba fotos y notas escolares mías cada año. Y este año también le comunicó que estaba esperando recibir tratamiento hospitalario y le pidió que fuera a vernos cuando estuviera en Londres. ¿Y qué hizo él?

      Disgustada, soltó la maleta sobre el suelo del patio y plantó los puños sobre las caderas, bien consciente de que parecía una reina del melodrama pero sin importarle en absoluto.

      –Abusó de su confianza. Se aprovechó de una mujer cariñosa que quería que su hija tuviera una relación con el padre al que hacía años que no veía. Y ni por un momento sospechó que él me había ingresado en aquella clínica en particular, aquel día específico, porque ya sabía que Crystal Leighton iba a estar allí.

      Alzó el mentón.

      –Y tal como le sucedió a ella, yo también me creí su historia. De modo que si busca culpar a alguien por credulidad, aquí estoy, pero no pienso asumir la responsabilidad de lo que sucedió.

      Se miraron con ojos centelleantes.

      –¿Has terminado? –preguntó él con voz gélida y fuego en los ojos.

      El mismo fuego que la había aterrado en el pasado. Pero Lexi no había terminado.

      –Bajo ningún concepto. Mi madre es una diseñadora y directora de vestuario magnífica. Tardó años en reconstruir su carrera después de que mi padre nos dejara sin nada. Su único delito, su única falta, fue ser demasiado confiada, mostrarse demasiado ansiosa de creer que él había cambiado. Jamás podría haber previsto que la estaba utilizando. Ah, y para que quede constancia, ninguna de nosotras recibió un céntimo de las fotos que él vendió. Así que no se atreva a juzgarla. Porque esa es la verdad… si está dispuesto a aceptarla.

      –¿Y tú? –preguntó él en el mismo tono de voz–. ¿Cuál es tu excusa para mentirme desde el momento en que llegaste a mi villa? Desde el principio podrías haberme contado quién eras. ¿Por qué no lo hiciste?

      –¿Por qué? Claro que lo hice. Dejé de ser Alexis Collazo al cumplir los dieciséis años. Sí, me cambié el apellido el primer día que pude hacerlo legalmente. Odiaba el hecho de que mi padre nos hubiera abandonado por otra mujer y su hija. Lo desprecié entonces y ahora incluso tengo peor opinión de él. Por lo que a mí respecta, ese hombre no tiene nada que ver con mi vida y mucho menos con mi futuro.

      –Eso es ridículo –le espetó Mark–. No puedes escapar al hecho de que tu familia estuvo involucrada.

      –Tiene razón –asintió–. He tenido que vivir a la sombra de lo que hizo mi padre durante los últimos cinco meses. A pesar de que yo no tuve nada que ver con ello. Y eso me enfurece. Y, por encima de todo, odio que se aprovechara del espíritu generoso y confiado de mi madre y me usara a mí como excusa para entrar en aquel hospital. Si quiere perseguir a alguien, vaya tras él.

      –¿Así que no os beneficiasteis en nada?

      –No recibimos nada… aparte del circo mediático cuando sus abogados aparecieron y nos soltaron esa orden de silencio. ¿Empieza a ver el cuadro? Bien. Así que no presuma de juzgarme a mí