Jorge Eslava

Mirador de ilusiones


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que parece corresponder al de la realidad.

      Acababa de salir del colegio cuando vi extasiado, en el cineclub de la Universidad de San Marcos, El evangelio según Mateo (1964), de Pier Paolo Pasolini. Una película tardía del neorrealismo, cuyos fundamentos de simplicidad, cotidianidad y desgarrada humanidad están humildemente al servicio de una película religiosa. Esa carga ideológica, que siempre he admirado en el neorrealismo, me descolocó. Yo provenía de una educación católica, con palmeta y catecismo, donde los textos y las películas que nos pasaban mostraban vírgenes y cristos exquisitos, y aquella noche tenía en la pantalla a Jesús, a su sagrada familia, a los doce apóstoles y a una multitud de mujeres y hombres desheredados, muchos de ellos andrajosos y hundidos en la miseria. La película testimonia la vida de Cristo —desde su nacimiento hasta su muerte y resurrección—, según el más prosaico de los cuatro evangelios; y no por azar, su elección marca la aspereza estilística de Pasolini.

      El neorrealismo renueva la narración cinematográfica no solo por haber rodado en exteriores o gracias a sus encuadres y movimientos de cámara, sino principalmente por la utilización de diversas técnicas de los novelistas norteamericanos como Faulkner o Hemingway; es decir, fragmentando la realidad y recomponiéndola artísticamente de acuerdo más con una urgencia “biológica” que “dramática”. No sorprende, por lo tanto, que muchas de sus películas se basaran en novelas o que sus guionistas como Pier Paolo Pasolini o Cesare Zavattini cultivaran también la narrativa de ficción. A propósito, el venerado crítico y teórico de cine André Bazin tiene un ensayo sobre el neorrealismo que tituló “El realismo cinematográfico y la escuela italiana de la liberación”, que apareció originalmente en la revista Esprit (en enero de 1948) y que me exime de dar mayores comentarios:

      Lo mismo pasa hoy con el cine italiano. Su realismo no encierra en absoluto una regresión estética, sino, por el contrario, un progreso en la expresión, una evolución conquistadora del lenguaje cinematográfico, una extensión de su estilística […]. Entendamos, grosso modo, que quiere dar al espectador una ilusión lo más perfecta posible de la realidad, compatible con las exigencias lógicas del relato cinematográfico y los límites actuales de la técnica. Por ello, el cine se opone netamente a la poesía, a la pintura, al teatro, y se aproxima cada vez más a la novela. (Bazin, 2001, p. 199)

      Antes de pasar al cine moderno, me permito sugerir algunos filmes del neorrealismo italiano apropiados para un público escolar: además de Ladrón de bicicletas (1948), por supuesto, del mismo Vitorio de Sica tenemos Los niños nos miran (1944) y El limpiabotas (1946); Alemania, año cero (1948), de Roberto Rossellini; La strada (1954), de Federico Fellini; Rocco y sus hermanos (1960), de Luchino Visconti; y, finalmente, Los olvidados (1950), de Luis Buñuel, que si bien es una película mexicana, se inscribe en la misma tendencia, aunque con un ramalazo surrealista.

      El primer gran impacto del cine moderno lo recibí con Las cosas de la vida (1970), de Claude Sautet. Recuerdo muy bien aquella tarde: había faltado al colegio, estaba en un cine de barrio en el distrito de Magdalena, cuando en la pantalla aparecieron unas imágenes en cámara lenta —apenas iniciada la película— de un accidente automovilístico con un hombre al volante. Corte. Enseguida el mismo personaje, acariciando y contemplando la línea de la espalda de una bellísima Romy Schneider. Luego el personaje que no consigue controlar el coche y el descarrilamiento. Corte. El personaje besando el cuello a la misma mujer, ahora con anteojos escribiendo a máquina. Antes solo habíamos visto la desgracia en la carretera, la congestión de gente, la llegada de la policía y la ambulancia. Ingresan al herido al hospital y, a través de sucesivos cortes en la narración, él va recordando su vida jalonada en dos direcciones: por su esposa y por su amante.

      Si bien la historia es sencilla, estaba contada —para un adolescente sentimental— de un modo novedoso: los flashbacks ofrecían una mirada intimista, los diálogos fluidos y naturales penetraban por igual en el erotismo como en la angustia del protagonista, y había algo en la fotografía y en la luminosidad del color que no había visto hasta ese momento, como si el espectador estuviera a un palmo de los personajes, sintiendo su respiración y su aroma. Estas características se deben al lenguaje del cine moderno, que incorpora el plano secuencia, apelando muchas veces al travelling y a diferentes planos durante la larga toma sin cortes; y, por otro lado, a la aparición de la película pancromática cuya mayor sensibilidad produce imágenes muy realistas.

      Sé que el director Claude Sautet no fundó ni perteneció a la nouvelle vague o nueva ola —el siguiente movimiento que veremos—, tampoco formó parte de sus figuras epigonales, como ocurrió con Claude Miller y Philippe Garrel. Tal vez por edad debió alinearse, pero opta más bien por desarrollar temas y personajes adultos antes que abordar la problemática de niños o adolescentes, una de las preocupaciones centrales de ese grupo joven de críticos de cine, cultos y apasionados, que terminará filmando de acuerdo con sus fundamentos teóricos.

      Es verdad que no solo es el tema lo que define a la nouvelle vague, pero Las cosas de la vida me llevó al país y a los años en los que se producía el cine más poderoso de recambio generacional. Lo inició a través de la crítica en la revista Cahiers du Cinéma y continuó con los mismos críticos, que habían arremetido contra un cine que consideraban afectado y obsoleto frente a propuestas cinematográficas sinceras y de fuertes conflictos personales, como El bello Sergio (1958), de Claude Chabrol; Los 400 golpes (1959), de François Truffaut; e Hiroshima mon amour (1959), de Alain Resnais. Las dos últimas muy premiadas, lo cual significó un enorme impulso para el movimiento.

      Fue un movimiento que descubrió una nueva generación de cineastas, que afirmó esencialmente un compromiso crítico con sus recursos expresivos, tanto en términos políticos como morales. Jean-Luc Godard, uno de sus principales exponentes, alardeaba de que el ejercicio de la crítica les había enseñado a apreciar a Eisenstein, saber actuar con prudencia al hacer un filme y ser los primeros cineastas que sabían de la existencia de Griffith. Todos ellos cinéfilos, aunque por su número terminó siendo un grupo bastante disparejo. Godard lo expresa tímidamente en una entrevista:

      Tenemos muchas cosas en común. Desde luego, yo me siento muy diferente de Rivette, Rohmer o Truffaut, pero en general tenemos las mismas ideas sobre el cine, nos gustan las mismas novelas, los mismos cuadros, los mismos filmes. Son más las cosas en común que tenemos que las diferencias. Las diferencias de detalle son grandes, pero las diferencias profundas son pequeñas. Incluso si estas últimas fueran grandes, el hecho de que todos nosotros hayamos sido críticos nos acostumbró a considerar más los puntos comunes que las diferencias3.

      Basta apreciar Sin aliento (1960), de Jean-Luc Godard; El amor loco (1969), de Jacques Rivette; La carrera de Suzanne (1963), de Éric Rohmer; o El niño salvaje (1970), de François Truffaut —entre las primeras películas de los nombrados—, para advertir las diferencias. Y, de paso, recomendarlas. Conviene añadir que, como ocurre con las manifestaciones artísticas, hubo circunstancias políticas en la sociedad francesa que inquietaron a ciertos espíritus de izquierda: la guerra de Argelia, entre 1954 y 1962, que envió al frente a cientos de miles de jóvenes; el exitoso gobierno de Charles de Gaulle, que acentúa la dominación de la derecha; y la radicalización de la censura cinematográfica4. Como respuesta al malestar surge una renovación cultural, como acontecerá años después con la revolución estudiantil de Mayo del 68. Lo dejamos aquí y retomamos con el Nuevo Hollywood en la próxima toma, cuando nos refiramos a técnicas y lenguaje cinematográfico.

      Tal vez algunos de los docentes revisen la información o los comentarios de las películas que se exhiben en nuestras carteleras comerciales, aunque los espacios culturales son muy reducidos en nuestro país o falseados por la farándula. Bien la información o los comentarios empiezan, casi siempre, presentando la ficha técnica de la película, como se ve también en los afiches de las salas de cine; figuran título, director, reparto, país de producción… y género. Si retrocedemos en el tiempo, los mayores podemos recordar las visitas que hacíamos a las tiendas de video Blockbuster que había en algunos distritos de la capital; entre sus pasillos