Jorge Eslava

Mirador de ilusiones


Скачать книгу

los géneros —como en la literatura, por ejemplo5— son un catálogo diferenciado de películas de diversa composición o estilo. Esto es importante: el contenido del filme, sus elementos y la forma de ser contada la historia. El profesor chiflado (1963), dirigida y protagonizada por Jerry Lewis, es a todas luces una película cómica, aunque esté inspirada en la novela El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), de Robert Louis Stevenson. Todos sus elementos constitutivos y la forma de contarse están dirigidos a arrancar la risa del espectador. Salvo un momento romántico, nada desvía este propósito. Es, por lo tanto, una comedia pura. No se inscribe en el mismo tono hilarante una película como Tiempos modernos (1936), dirigida y protagonizada por Charles Chaplin, o Annie Hall (1977), dirigida y protagonizada por Woody Allen. Adviértase que he buscado analogías en la dirección y la actuación para subrayar la unidad entre la historia y el discurso6. Estas dos últimas películas son más bien comedias dramáticas, pertenecen a este género híbrido.

      Veamos un caso opuesto: el bellísimo filme del neorrealismo titulado Ladrón de bicicletas (1948) —al que alguien calificó como el más desamparado de la historia— y que fue dirigido por Vittorio de Sica. La historia narra la experiencia de un obrero desempleado, quien recibe una oferta de trabajo para la que necesita una bicicleta. Imagino miles de situaciones como esta en la Italia arruinada de la posguerra, así como los sucesos que tiene que afrontar este pobre hombre: recuperar su bicicleta, que la tiene empeñada, dejando a cambio las sábanas de su casa para que el primer día de trabajo se la roben. Junto a su hijo inicia un calvario de búsqueda sin resultado… En fin, esa es la historia.

      Pero veamos cómo está contada. De Sica opta por el minimalismo: la manera más simple y austera, filmada en blanco y negro, en escenarios verdaderos y sin actores profesionales, cuyos rostros nos resultan inolvidables por su duro realismo. Apela a una abundancia de planos medios, algunos de los cuales corresponden a la tierna mirada del niño. La estructura es circular: el protagonista sale de la multitud al inicio y vuelve a ella al final, como un simple ciudadano más; la música es muy triste, enfatizando los momentos más tensos. La impresión que nos deja la película es de gran amor y dignidad, a la vez que de gran aspereza discursiva. No hay duda de que estamos frente a un gran drama, casi una tragedia, que por diversas razones la siento muy cercana a El pibe (1921), de Charles Chaplin.

      Pero retrocedamos la cinta a los orígenes del cine, a la célebre sesión de los hermanos Lumière en diciembre de 1895, cuando se proyectó una serie de documentales que podría ser calificada como un reportaje de la época; pocos años después llegó la magia con Georges Méliès, que dotó de una nueva dimensión al cine. Este tránsito, que me recuerda a las funciones de cine de los cincuenta y sesenta del siglo pasado (se emitía un noticiero de actualidad antes de la película), marca tal vez un primer género que diferenciará la técnica del arte. La historia registra a grandes documentalistas como el ruso Dziga Vértov, que va a experimentar hacia un cine vanguardista y político con su teoría del cine-ojo. Se advierte en su filme El hombre de la cámara (1929), donde acumula “fragmentos de energía real que, mediante el arte del montaje, van a formar un todo global”, que permita “colocar en el centro de la atención la estructura económica de la sociedad” para “el desciframiento de la vida tal cual” (Dziga Vértov, 1973, p. 75).

      Acaso el punto más alto del desarrollo del documental resida en la obra del cineasta estadounidense Robert J. Flaherty, quien incorporó al género un sentido dramático. Su extraordinario testimonio fílmico Nanuk, el esquimal (1922), un documental mudo rodado durante los dos años que su director convivió con los inuit, ha quedado como un ejemplo de consonancia entre la vida y la obra de un creador. Poco se comenta sobre su alejamiento del cine, pero se sabe de los problemas que enfrentó con la crítica y con sus productores: su película The Land (1942) fue prohibida por su tono demasiado pesimista; y, por otro lado, abandonó dos de sus proyectos ya comenzados, Sombras blancas y Elephant Boy, por haber sido retocadas de forma muy comercial.

      Flaherty fue muy riguroso con su trabajo, en el que realizó labores de sociólogo, antropólogo y geólogo, además de descubrir algunas técnicas que lo llevarían a convertirse en el padre del primer híbrido: la docuficción, un género frecuentado más adelante por cineastas de la talla de Jean Rouch y Agnès Varda, el primero considerado el inspirador de la nouvelle vague y ella como la grand-mère de la nouvelle vague. No hace mucho ha estrenado, con 88 años de edad, su último trabajo: Rostros y lugares (2017), un retrato relajado y hasta divertido sobre un artista callejero7.

      Como este estudio juega a ser un cuaderno de apuntes —similar al que llevaba al cine cuando era un joven estudiante—, mencionaré sin detalle los géneros que han formado mis gustos. En primer lugar, el mundo épico que encarnaban héroes como Maciste, Hércules, Sansón o Goliat, que hacían delirar a la platea con sus burdos trucos y colores chillones. Era la representación de un mundo grandioso, lleno de fuerza sobrehumana y de enfrentamiento entre el bien y el mal. No sé por qué lo han bautizado como género péplum, lo cierto es que poco después de los dibujos animados fue lo primero que me emocionó8. Después, vino el cine negro o film noir, empezando por las películas que pasaban los domingos por televisión hacia fines de los sesenta y principios de los setenta. Las veía con mi padre, quien me hablaba admirado de la fotografía, la escenografía y por supuesto de su santoral de actores conformado por Edward G. Robinson, James Cagney y Humphrey Bogart. Yo prefería al granítico Robert Ryan.

      Mi padre tenía razón al destacar el trazo expresionista de las imágenes y la línea estilizada de la escenografía. También de las actuaciones, pues sus personajes son sinuosos y cínicos, enigmáticos y al margen de la ley. Una femme fatale ponía el toque sensual y, al final, el más sorpresivo. Como buen lector, sabía que la construcción formal de la historia era muy cuidadosa, minada de elipsis y metáforas. No encendíamos la luz de la sala, era como estar en el cine, apenas una débil iluminación caía sobre la pantalla, y dentro estaba el claroscuro de la ciudad, la inquietud de las sombras y los borrosos límites entre la virtud y la vileza. En plena adolescencia, mi mundo dejó de ser el de los superhéroes para observar una sociedad injusta y violenta, aunque menos impúdica de lo que es hoy. Lo que he señalado tal vez sean los rasgos principales del cine negro.

      Las películas del Oeste las vi más en series televisivas, todas de producción norteamericana. No sé por qué, pero ya desde niño me molestaba que siempre ganara el joven —así le decíamos al hombre blanco, guapo y misterioso—, que enfrentaba a una multitud de indios que aparecían desorbitados y ordinarios; hasta que llegó de la mano de Sergio Leone el spaghetti western o wéstern europeo, que se puso muy de moda entre los sesenta y los setenta. Esas películas donde todo parece provenir del destierro sí me cautivaron, es como si cada elemento fuera imprescindible para su realidad: imposible extirpar la música o los decorados o a cualquiera de sus turbios personajes sin echar a perder el filme. Después ya se desflecó un poco, pues contuvo su violencia y ofreció a cambio un tono picaresco con la trilogía de Trinidad, aunque me siguieron gustando.

      Con el tiempo conocí algo de la evolución del wéstern estadounidense, tan vinculado a la historia de su nación —como los poemas épicos El mío Cid o La canción de Rolando para España y Francia, respectivamente—, con películas como La caravana de Oregón (1923), de James Cruze, y El caballo de hierro (1924), de John Ford. En estas primeras décadas del siglo XX es todavía un cine tosco, con personajes planos y arenas humeantes. Pero se convertirá en un género considerable con el propio John Ford, tan fiel a su naturaleza, quien alcanzará a descollar en la cinematografía mundial con La diligencia (1939), Pasión de los fuertes (1946) y Fuerte apache (1948). Otros directores importantes de este género son Howard Hawks, Raoul Walsh, John Sturges y, por supuesto, el crepuscular Sam Peckinpah. Recomendaría ver La pandilla salvaje (1969), La balada de Cable Hogue (1970) y Pat Garrett y Billy the Kid (1973).

      Los géneros se fueron diversificando y, además, fueron encontrando acomodo en variadas categorías como tema, estilo o modos de producción. También de moda, por supuesto; hablar hoy del cine de culto o del cine independiente no deja de ser una expresión bastante moderna. Si nos referimos a los géneros convencionales,