Jorge Eslava

Mirador de ilusiones


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género que no termina de convencerme emocionalmente, pero que merece mi admiración: el musical.

      No es ninguna novedad afirmar que el silencio está en los orígenes del cine; entonces, pensar en la integración del canto y el espectáculo coreográfico como ejes de una historia significa sin duda el resultado de una madurez del cine sonoro. Y lo curioso es que el género musical no solo marca un depurado progreso técnico, sino incluso el nacimiento del cine sonoro; aunque en este punto haya surgido recientemente una duda: hasta hace pocos años la película El cantante de jazz (1927), dirigida por Alan Crosland, era considerada la partida de bautizo del género, pero se ha descubierto una veintena de cortometrajes de Lee de Forest, fecundo inventor estadounidense, que comprobaban su método para incorporar sonido a las películas. En uno de ellos, From Far Seville (1923), aparece una adolescente Conchita Piquer cantando coplas españolas.

      Recordar filmes musicales nos lleva a la imagen de la gran industria del cine y a los ostentosos espectáculos de Broadway, aunque también a una escala íntima: la nobleza que despertaba una pareja formada por Fred Astaire y Ginger Rogers, por ejemplo, en El desfile del amor (1929), de Ernst Lubitsch; o la plasticidad y gracia de Gene Kelly —patrono del género—, bien con Leslie Caron en Un americano en París (1951), de Vincente Minnelli; o con Debbie Reynolds en Cantando bajo la lluvia (1952), dirigida por Gene Kelly y Stanley Donen, que representa “una deliciosa evocación de los difíciles años del cine sonoro” (Gubern, 2016, p. 347).

      Sí, es la película de la inmortal escena de casi cinco minutos en la que el protagonista se despide de su amada, despacha al taxi y se echa a caminar feliz bajo la lluvia torrencial; de súbito empieza a cantar y a bailar, da uno y dos pasos para trepar al poste, luego gira como un barrilete, bordea la acera y va zapateando rítmicamente sobre los charcos. Es una preciosa exhibición de claqué callejero, que según la leyenda fue filmada en una sola toma.

      Todavía recuerdo cuánto me sorprendió ver Amor sin barreras (1961), de Robert Wise y Jerome Robbins; y Los paraguas de Cherburgo (1964), de Jacques Demy. En ambos casos, fui al cine con mi padre a ver una película convencional y de pronto todos los diálogos eran cantados, como en una ópera popular. Para un chico de trece o catorce años era raro. La primera es una película norteamericana inspirada en Romeo y Julieta (1597), la tragedia teatral de William Shakespeare, que tiene actuaciones soberbias con la encantadora Natalie Wood, Rita Moreno y George Chakiris. La música pertenece al extraordinario Leonard Bernstein. La otra es una película francesa, con Catherine Deneuve y Nino Castelnuovo, quienes encarnan a una pareja de enamorados que sufre la separación a causa de la guerra de Argelia. Años después, el reencuentro entre ellos será casual y definitivo. Es un filme emotivo e ingenuo, con colores brillantes y contrastados, con escenas muy domésticas y un decorado de casa de muñecas.

      Cerraré este largo recuento mencionando algunas películas muy recomendables para niños y adolescentes, desde la fábula musical El mago de Oz (1939), basada en la novela de Lyman Frank Baum y dirigida por Victor Fleming, hasta La La Land (2016), drama musical de Damien Chazelle; pasando por las turbulentas Cabaret (1972), de Bob Fosse; Jesucristo superstar (1973), de Norman Jewison; Fiebre del sábado por la noche (1977), de John Badham; Grease (1978), de Randal Kleiser; Cry-Baby (1990), de John Waters; Bailando en la oscuridad (2000), de Lars von Trier; Hairspray (2007), de Adam Shankman; y Sweeney Todd, el barbero demoniaco de la calle Fleet (2007), de Tim Burton, un filme de humor negro, nada superficial y sangriento.

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      BANDA SONORA 2

       Diálogo con Emilio Bustamante, profesor e investigador universitario

      Pese a mi promesa, nuestra charla tuvo una duración mayor que la de un largometraje promedio: ciento seis minutos y se realizó durante su hora de asesoría en uno de los iluminados cubículos de Humanidades de la Universidad de Lima. No le sustraje cuarenta y tantos minutos a una clase, sino a su almuerzo antes de continuar con sus actividades. Me disculpo nuevamente con él, pero cuando la desgrabé sonreí con maliciosa satisfacción, pues la entrevista había resultado muy valiosa de principio a fin: desde sus años de formación, pasando por su labor docente hasta su trabajo como investigador, aunque empezamos recordando la época en que nos conocimos en el glorioso bulevar Quilca, de aquella Lima miserable de los noventa. Esa zona era entonces el reducto de la movida subte y los marchantes de casetes y libros preciosos.

      Bustamante es licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Lima. Tiene estudios culminados de maestría en Literatura Peruana y Latinoamericana en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Es profesor en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Lima y en la Facultad de Ciencias y Artes de la Comunicación de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Como amante y crítico de cine, ha integrado el comité editorial de las revistas de La Gran Ilusión, Tren de Sombras y Ventana Indiscreta. Ha publicado los libros La radio en el Perú (2012) y Las miradas múltiples. El cine regional peruano (2017).

       AÑOS DE APRENDIZAJE

       Vamos a hablar de tu formación, de tu trabajo como investigador y luego terminamos con tu vínculo con la enseñanza, ¿te parece? Yo recordaba tus años sanmarquinos, pero no sabía que hubieras estudiado en la Universidad de Lima. Nosotros nos conocimos en ese bulevar glorioso de una Lima miserable que era el jirón Quilca. Y en esa época tú buscabas casetes y libros inhallables.

      Sí, con Pedro Ponce.

       El famoso Pedro Ponce y su lugarteniente el Cuervo. Todavía los veo por ahí…

      Sí, lo sé. También estaba Paco. Me acuerdo de Navajas en el paladar (1995) con tu dedicatoria.

       Dime: ¿esa vocación de ir por la marginalidad ha conducido de alguna manera tu vida? Siempre perfil bajo, haberte inclinado por el cine regional, ser un asiduo visitante de Polvos Azules y declararlo públicamente. ¿Fueron años formativos esos tiempos en Quilca?

      Sí, seguramente. Soy sanmarquino y, además, para mí resultaba muy natural pasear por ahí, porque yo viví en Barrios Altos hasta los treinta años. Quilca quedaba cerca de mi casa, o sea, yo me iba a pie al centro de Lima y regresaba. Conocía amigos como Pedro Ponce, que estudiaba Derecho en San Marcos antes de vender casetes en Quilca. Entonces era un contacto muy natural con esto que se llamaba la marginalidad. También estaban mis amigos de colegio; yo estudié en un colegio nacional de Barrios Altos, el Daniel Alcides Carrión, ahí conocí al poeta Julio Heredia.

       ¿Es un mundo al que no has renunciado?

      No, no he renunciado. Mantengo contacto con mis amigos y cuando puedo sigo recorriendo esas calles.

       ¿Qué tipo de literatura y qué música buscabas en el bulevar?

      A ver… en realidad antes de Quilca, buscaba libros en la avenida Grau que tú debes recordar. Ahí compraba libros baratos, algunos muy valiosos. Me acuerdo de una colección argentina, eran libros chiquitos con cuentos de Onetti y Cortázar. Buscaba libros de Borges, García Márquez, Vargas Llosa, que me gustaban mucho. Y, ¿qué música escuchaba? Me imagino que...

       ¿Grupos de rock en español?

      El rock en español, sí. Cierta música latinoamericana, pero menos. Yo no era tan entusiasta de Silvio Rodríguez o de Pablo Milanés, como lo era mi hermano, por ejemplo.

       Eran principios de los noventa, ¿ya eras estudiante de la Universidad de Lima?

      No, mira yo empecé a escuchar rock en español cuando estaba en San Marcos, por algunos amigos de la universidad. Fernando Chirinos era uno de ellos, que me presentó a Wicho García y después conocí a Pedro Cornejo.