centrifugado junto con recuerdos, deseos y anhelos que había querido olvidar.
Liam le tomó la barbilla y le alzó el rostro, pero Victoria no pudo mirarlo. Su actitud retadora se había desinflado y en su lugar había quedado un profundo vacío. Podía imaginar a Liam riendo ante su inexperiencia.
Liam dio un paso hacia ella.
–Mírame –ordenó.
Victoria consiguió sonreír para ahuyentar aquel bochornoso momento de autocompasión. Tenía que librarse de Liam con algún comentario ingenioso. No tenía por qué sentirse mortificada. No tenía por qué besarlo y exponerse a su desprecio.
–Liam, yo…
Liam le puso las manos en la cintura. Sus miradas se encontraron en un cargado silencio. El sol del atardecer envolvía a Liam en un resplandor dorado. Victoria supo que no podía escapar de su escrutinio. Y en su mirada se podía ver el deseo.
Ella parpadeó, pero no consiguió romper el contacto. Liam deslizó las manos por sus caderas mientras ella se quedaba paralizada, como un pajarillo a punto de ser asaltado por un depredador.
Liam deslizó una mano por su espalda y la empujó hacia sí. Victoria se estremeció al sentir sus caderas en contacto y la innegable prueba del deseo de Liam. El bulto que presionaba contra ella le borró parte de la duda. Entreabrió los labios para tomar aire mientras Liam mantenía la mirada clavada en sus ojos.
Victoria se sentía como si acabara de tirarse a una piscina de agua hirviendo; no podía apartar la mirada, se sentía imantada, propulsada hacia él.
La respiración se le alteró como si el oxígeno entre ellos se hubiera quemado; y al respirar más profundamente, su pecho se acercó al de él. Victoria alzó las manos y las apoyó en el torso de Liam. A través del algodón pudo sentir su piel ardiendo y el rítmico latir de su corazón. Apretó los labios como si con ello pudiera contener la sangre que se disparaba hacia las partes más sensibles de su cuerpo.
Liam se plantó sobre los pies, manteniéndola pegada a sí, sin decir nada; solo haciéndole sentir.
«Llevo todo este tiempo deseando besarte», oyó Victoria en su cabeza, aunque ni sus labios ni los de Liam se movieron.
Tenía la garganta seca. Solo era consciente del calor que iba asaltándola en oleadas, recorriéndole la piel, obligándola a acercarse más y más a Liam. Hasta que no aguantó más y alzó el rostro. Hasta que entreabrió los labios y se dio por vencida.
Liam reaccionó automáticamente, abrazándola con fuerza. Con una mano mantuvo sus caderas unidas y con la otra la sujetó por la nuca a la vez que presionaba sus labios contra los de ella con una mezcla de suavidad y firmeza. Luego se los abrió con la lengua y saboreó su boca.
Victoria se estremeció y una ardiente presión se acomodó en su vientre. Levantó las manos y le rodeó el cuello, acercándolo hacia ella. Había soñado tantas veces con sujetarlo así…
Sus senos se aplastaron contra su pecho; los pezones se le endurecieron y el pulso se le aceleró. Todo iba demasiado deprisa; el corazón le latía demasiado deprisa; hacia demasiado calor. No podía respirar. Pero tampoco quería romper el contacto de sus labios. Hasta que un gemido brotó desde un lugar profundo de su interior.
El beso se fue haciendo más apasionado, más caliente, más húmedo. Igual que ella. Su cuerpo se debilitó, se tensó, se relajó. Quería echarse en el suelo y enredar las piernas con las de Liam, quería sentir su peso sobre ella, dentro de ella. Por encima de todo, quería que aquello no tuviera fin.
Liam la estrechó con fuerza, alzándola del suelo, besándola con tal intensidad que Victoria pudo sentir las primeras contracciones del clímax. La piel le ardía de tal manera que pensó que iba a desgarrársele.
El único sonido en la habitación era el de sus jadeantes respiraciones y apagados gemidos. Deseaba a Liam. En aquel momento. Todo.
–Liam.
Él alzó la cabeza bruscamente y la miró directamente a los labios.
–¿Te he hecho daño?
En absoluto. Victoria adoraba aquella manera de ser besada. Solo quería más. Liam la observaba con los ojos muy abiertos y expresión desconcertada. Estaba pálido.
Tosió.
–Será mejor que me vaya –dijo.
–Vale –Victoria estaba confusa, no podía pensar, pero no quería que se fuera.
Liam carraspeó.
–Tienes que trabajar.
¿Trabajar? Ah, sí. Era verdad.
–Vale.
–Será mejor que me vaya. Si no… –Liam la miró fijamente.
–Vale.
–¿Victoria?
–Vale –Victoria se sentó en la cama. Le temblaban las piernas; sentía el cerebro como una masa amorfa.
Liam se inclinó y, mirándola a los ojos, le preguntó:
–¿Vale que me vaya o vale que me quede?
Victoria lo miró y luego dirigió la mirada hacia el escritorio. Entonces recordó que todavía le quedaban horas de trabajo por delante.
–Me voy –repitió él con voz ronca. Y se irguió.
–Vale –repitió Victoria mecánicamente.
De pronto sintió frío. De no haber reaccionado Liam, habría estado en aquel momento debajo de él, y habría olvidado su compromiso con Aurelie… Hasta que, al bajar de la nube y darse cuenta de lo que había hecho, se habría sentido fatal.
–Tu sentido de la oportunidad es desastroso –dijo con dulzura–. Siempre lo ha sido.
Liam se separó y tomó la bolsa que Victoria había colgado de una silla cuando habían llegado.
–¿Qué haces? –preguntó ella.
Liam sacó del bolso un teléfono y pulsó la pantalla.
–Si no quieres que la gente lo use, tienes que ponerle una contraseña.
–Me retrasa.
–¿Y no te gusta ir despacio? –Liam rio quedamente–. Tú y yo nos parecemos –continuó pulsando. Luego se acercó a ella y le tendió el teléfono desde una distancia prudencial.
Victoria lo tomó, pero mantuvo la mirada fija en su rostro. Con un suave suspiro, él dio un paso adelante y le pasó los dedos por los labios.
–Te llamaré.
–Vale.
Victoria dejó caer el teléfono sobre la cama. ¿Cómo iba a poder ponerse a trabajar? ¿Cómo iba a escribir con pulso firme cuando le temblaban los dedos? Apretó los puños.
Liam ya se había ido. Victoria podía oír sus pisadas bajando las escaleras. ¿Qué hacía ella sentada como una estúpida?
Todo lo que había dicho había sido: «Vale, vale, vale».
Se sacudió las piernas con las manos para librarse de la sensación de que eran de gelatina. Era tan patética como lo había sido siempre. Había retrocedido todo lo que había avanzado en los últimos años. No había sido capaz de resistirse y solo había sabido decir: «Vale»
¿Por qué no le había obligado a separarse? ¿Por qué no le había puesto fin? O, si decidía dejarse llevar, ¿por qué no había tomado la iniciativa y le había obligado a quedarse, a terminar lo que había empezado? ¿Por qué había dejado que él tomara la decisión?
Ya no era la chica maleable y ansiosa por satisfacer a los demás. Era mucho más madura y sabía mucho mejor lo que quería. Pero algo en ella le gritaba: «¡Pero ha sido tan maravilloso, tan maravilloso!».
«Pura