su vez, de entender a otras personas (Trevarthen y Hubley, 1978); alguna preparación innata para conocer cómo está el otro (Trevarthen, 1980). Trevarthen (1998) se refiere a esto como “inteligencia interpersonal efectiva” y sugiere que esa sensibilidad hacia otros seres humanos es muy anterior al desarrollo de las habilidades cognitivas que nos permiten pensar acerca de objetos inanimados (Trevarthen, 1980). Beatriz Beebe y sus colegas (2003a) se refieren a esta inteligencia como una “conciencia comprensiva innata”. Como una evidencia más de esta inteligencia interpersonal, Meltzoff y Moore (1998) citan la investigación que demuestra que niños de aproximadamente dieciocho meses ya son capaces de percibir las intenciones detrás de las acciones de los otros. Si, por ejemplo, ven a alguien que trata de hacer algo pero falla en el intento, imitarán lo que esa persona estaba tratando de hacer (la conducta pretendida) en lugar de lo que en realidad hizo (la conducta no lograda). Entonces, a esta edad los niños ya deben haber desarrollado cierta noción sobre “las mentes de los otros”: que los demás tienen pensamientos e intenciones detrás de sus acciones manifiestas.
Sin embargo, no solo ocurre que los bebés parecen venir al mundo con una inteligencia interpersonal; sino también con una atracción innata hacia los rasgos humanos. Por ejemplo, la investigación revela que, pocos minutos después de su nacimiento, los bebés muestran mayor interés en un conjunto de formas organizadas en una configuración parecida a un rostro humano, que si están todas desordenadas (Dziurawiec, 1987; Goren et al., 1975) y manifiestan un interés particular por los órganos de comunicación humana como manos, ojos y bocas (Trevarthen, 1979). Los niños muy pequeños reaccionan con especial interés al sonido de las palabras y prefieren el tono característico de la voz a otros tipos de sonidos (Trevarthen, 1979).
Sin embargo, como ya hemos visto con respecto a la imitación, los bebés no solo responden de manera pasiva y con simples actos reflejos a las características y acciones de los demás. Por el contrario, los niños parecen nacer con una capacidad para asumir un rol proactivo en las interacciones interpersonales. En otras palabras, no solo están en capacidad de lograr que los cuiden sino también de influir significativamente sobre sus cuidadores (Trevarthen, 1980). Estudios realizados sobre las miradas entre niños y cuidadores, por ejemplo, revelan que los bebés “ejercen un mayor control en la iniciación, el mantenimiento, la finalización y la evasión del contacto social” (Stern, 2003: 21). Los bebés de dos meses pueden interrumpir e iniciar actividades con sus cuidadores así como actuar para restablecer la comunicación en el caso de que estos dejen de demostrarles afecto (Trevarthen, 1979). Esto se comprobó fehacientemente en un estudio en el que una madre recibió instrucciones de congelar su expresión en medio de un feliz intercambio con su bebé. Ante esto, los bebés reaccionaron con una serie de complejas respuestas emocionales: movimientos repentinos de brazos, haciendo muecas de excitación mientras miraban fijamente la cara de la madre, como si intentaran restablecer el intercambio (Trevarthen, 1979). En cuanto a la capacidad innata para comunicarse con los demás, también hay evidencia fílmica y fotos que muestran que los niños nacen con la habilidad de realizar casi todas las expresiones propias de los adultos, así como los movimientos de la boca y lengua relacionados con el habla (Trevarthen, 1979).
Por lo tanto, en términos de interrelación humana, parecería que los bebés nacen con la habilidad tanto de recibir como de transmitir comunicaciones interpersonales, y para los diez u once meses ya se los puede considerar comunicadores muy competentes (Newson, 1978). Más aún, las investigaciones en el campo de la psicología evolutiva indican que los niños muy pequeños tienen la capacidad de sincronizar su comportamiento con el de los adultos en un intercambio mutuamente regulado, cooperativo y “cointencional” (hacia un mismo objetivo). Sobre la base de observaciones del intercambio entre una niña pequeña y su madre, la antropóloga Mary Bateson describió “cómo la madre y la niña colaboraban en un patrón bastante alternativo, vocalizando sin superponerse, en el cual la madre decía oraciones breves y la niña respondía con arrullos y murmullos produciendo una breve actuación conjunta similar a una conversación” (citado en Trevarthen, 1998: 23). Bateson llamó a estas interacciones “protoconversaciones” y parecerían ser las precursoras del “protolenguaje” de los nueve o diez meses (Trevarthen, 1979), así como de las diferentes formas de diálogo e intercambio en las que los seres humanos participan más adelante.
La habilidad de los niños de comunicarse en el momento adecuado es central en estas protoconversaciones y la investigación empírica sugiere que, aun en los más pequeños, cierto tipo de sincronicidad es inherente al funcionamiento infantil. Desde los primeros días de vida, los bebés alternan entre períodos de interés/atención y evasión/desatención, y se ha propuesto que estos ciclos pueden ser los precursores de los futuros intercambios interpersonales (Shaffer, 1996). Esta habilidad de interactuar por turnos se observa también en la capacidad inagotable que parecen tener los niños pequeños para jugar juegos como el de esconder la cara con las manos y mostrarla nuevamente (cucuuuu... ¡acatá!), en el cual el movimiento cíclico de acción, respuesta y contra respuesta refleja la futura estructura dialógica de las posteriores comunicaciones del adulto.
La evidencia de estudios de observación realizados en niños sugiere que el cerebro humano se especializa en la mutua regulación de las acciones conjuntas (Beebe et al., 2003b); y descubrimientos muy recientes en el campo neurobiológico proporcionan cierto fundamento tentativo. Al respecto, los investigadores hallaron un tipo especial de célula en el cerebro de los primates, denominadas “neuronas espejo”, que se activan tanto durante la observación como durante la ejecución de una actividad (Wolf et al., 2001). Este descubrimiento sugiere que la capacidad humana de imitar, entender, empatizar y sincronizarse con otros puede tener, efectivamente, una base biológica innata.
Como ocurre con los avances filosóficos a los que ya nos referimos, los desarrollos en el campo de lo intersubjetivo tienen gran importancia para la práctica del counseling y la psicoterapia. Si los seres humanos vienen al mundo fundamentalmente orientados hacia los demás, tiene sentido sugerir que la relación terapeuta-cliente suele tener una importancia primordial en la terapia, porque es el crisol en el que el consultante puede explorar, revisar y sanar aquello que es central para su ser. Además, si los seres humanos nacemos con la necesidad del compromiso con los otros, entonces la relación terapéutica es uno de los contextos en los que es posible satisfacer en un nivel muy profundo esta necesidad. Exploraremos esto más ampliamente en el capítulo 2.
El desarrollo de las terapias relacionales
En vista de los desarrollos que presentamos hasta aquí, no debería sorprendernos el crecimiento que se produjo en los últimos años de los abordajes relacionales e intersubjetivos en counseling y psicoterapia del que hemos sido testigos. Por ejemplo, sobre la base del trabajo de Martin Buber, Maurice Friedman (1985) desarrolló una “psicoterapia dialógica” que considera al encuentro entre el terapeuta y el consultante como el núcleo central de la sanación. Del mismo modo, terapeutas feministas de la línea psicodinámica, como Judith Jordan (1991b; 2000), se dedicaron al desarrollo de terapias relacionales en las cuales se considera que la empatía es la clave para el proceso de desarrollo. Recientemente, en el campo de la psicoterapia se produjo un rápido aumento de abordajes “interpersonales” (por ejemplo, Stuart y Robertson, 2003) que se enfocan en ayudar a los consultantes a reflexionar y revisar sus maneras de relacionarse con los demás.
Paralelamente, en los abordajes terapéuticos más convencionales, han empezado a surgir variaciones orientadas a lo relacional. En el campo de la terapia gestáltica, por ejemplo, Richard Hycner (1991; Hycner y Jacobs, 1995) desarrolló una modalidad dialógica, basándose en el trabajo de Martin Buber y Maurice Friedman (1985), que apunta a facilitar que los consultantes desarrollen un encuentro mutuo con su terapeuta. También surgieron enfoques relacionales dentro del análisis transaccional (Hargaden y Sills, 2002). Aun en el campo cognitivo-conductual, considerado tradicionalmente como una de las terapias menos orientadas a lo relacional, los factores interpersonales son considerados cada vez más como elementos de cambio en sí mismos y no solamente como vehículos para aplicar diferentes técnicas (Giovazolias, 2004). A este respecto, también se reconoce cada vez más que las técnicas cognitivo-conductuales solo son efectivas en la medida en que se basan en una buena alianza de trabajo entre el terapeuta y el consultante