Rebecca Winters

Un príncipe en el desierto - La mujer más adecuada


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      –¿Mustafa? –lo llamó, pero se percató de que él había retrocedido para hablar con los otros hombres–. ¿Mustafa? –lo llamó gritando–. ¿Qué sucede?

      El camello de Mustafa se colocó al lado del suyo.

      –¡Una tormenta de arena! Debemos refugiarnos. Tire de las riendas para que se siente su camello. ¡Rápido!

      Una tormenta de arena. El fenómeno más temido del desierto. Una fuerza mayor que un huracán o un tornado. Días atrás había leído que hacía muchos años una caravana de dos mil personas y mil ochocientos camellos había sido alcanzada por una tormenta de arena. Toda la tribu había quedado atrapada por las enormes nubes de arena roja, y sólo un beduino había sobrevivido para contarlo.

      El fuerte viento que él había descrito en su historia golpeaba contra su capa con brusquedad, como si estuviera decidido a quitársela. Una nube de color amarillo teñía el cielo azul y avanzaba hacia ellos deprisa, pero no se oía ningún sonido. Al sentir que le costaba respirar, el pánico se apoderó de ella.

      De pronto, Mustafa la bajó del camello y la dejó a sotavento del animal.

      –¡Agárrese, señorita! Cúbrase la cabeza y acurrúquese contra el animal.

      –¿Pero dónde va? –gritó ella asustada.

      –Me quedaré a su lado, señorita. Debe… –pero sus palabras quedaron camufladas cuando él se cubrió el rostro con el pañuelo.

      ¡Mustafa! –exclamó ella al percatarse de que ni siquiera podía verlo. Su garganta y sus fosas nasales se llenaron de arena. Se cubrió de nuevo, al sentir que empezaba a sofocarse. Se estaba ahogando en la arena.

      «Vamos a morir», fue lo último que pensó antes de quedarse inconsciente.

      El príncipe Rashad Rayhan Shafeeq, jeque en funciones del reino de Al-Shafeeq durante la enfermedad de su padre, sólo había experimentado dos momentos de júbilo en su vida. Y ambos habían ocurrido durante su adolescencia. El primero había sido cuando se subió en el semental que su padre le había regalado. Y el otro cuando su padre y el piloto de un pequeño avión habían sobrevivido a un accidente y habían permanecido en el desierto durante tres días.

      Aquella tarde, en la ciudad minera de Raz, experimentaba otro tipo de euforia mezclada con satisfacción personal. Ese momento había tardado mucho en llegar. Tres años. El oro había mantenido la prosperidad de la familia real durante siglos y continuaría haciéndolo durante los miles de años siguientes. Su apuesta por hacer nuevas perforaciones, un secreto que había sido bien guardado por los implicados, había merecido la pena.

      Rashad miró a los dirigentes de varios departamentos que estaban sentados alrededor de la mesa de conferencias.

      –Caballeros, hoy me he reunido con el geólogo y el ingeniero y me han dado la noticia que estaba esperando. Los recientes descubrimientos de minería son tan extensos que mi idea de desarrollar una nueva industria para beneficiar el reino de mi padre se ha llevado a cabo. Aparte de los miles de empleos que se crearán, aportará grandes oportunidades de educación para nuestra tribu. Más hospitales y mejoras en el área de salud.

      Las ovaciones resonaron contra las paredes de la sala.

      Esas tierras habían pertenecido a su familia desde hacía siglos. Tenían derecho para explotar los metales y minerales que se encontraban en ellas. Durante años, varias tribus habían codiciado aquella zona rica en recursos naturales y se habían enfrentado contra el pueblo de Al-Shafeeq, derramando mucha sangre sin conseguir nada. Por fortuna, en los tiempos modernos no había ese tipo de conflictos. Los problemas surgían dentro de la propia familia del príncipe Shafeeq, pero él no tenía tiempo de pensar en ello en aquel momento.

      –Esta noche, cuando regrese al palacio, informaré al rey. Sin duda, se alegrará –su padre estaba enfermo de diabetes y tenía que tener cuidado con lo que hacía y con lo que comía–. Estoy seguro de que declarará un día festivo para celebrarlo. Vuestro gran esfuerzo será recompensado con una gran bonificación por el excelente trabajo y vuestra lealtad a la familia real.

      Debido a las voces de júbilo apenas oyó que alguien lo llamaba.

      –Alteza –el encargado de la planta de oro lo llamaba desde la puerta.

      Rashad vio su cara de preocupación y se excusó para salir a hablar con él al pasillo.

      –Perdone que lo moleste, pero ha habido una tormenta de arena entre El-Joktor y Al-Shafeeq y ha pillado desprevenida a una caravana.

      –¿Hay testigos?

      –Un hombre que pasó por allí a caballo vio los restos de la caravana desde la distancia y se dirigió hasta aquí en busca de ayuda. Vio que había algunos camellos vagando por la zona, pero no tiene ni idea de cuántos hombres han sobrevivido o cuántos han muertos enterrados en la arena.

      –¿A qué distancia ha sido?

      –A diecinueve kilómetros.

      –Reúna a un equipo de rescate para que se dirija hasta allí a caballo con víveres. Cargad mi helicóptero con agua. Volaré hasta allí para valorar los daños y buscar supervivientes. Si es necesario llevaré a los heridos más graves a Al-Shafeeq.

      –Sí, Alteza.

      Rashad se reunió de nuevo con los hombres en la sala de conferencias y les contó lo que había pasado. La noticia hizo que todo el mundo se pusiera en acción. Los hombres salieron corriendo detrás de Rashad para ayudar en el equipo de rescate.

      –¿Tariq? ¡Ven conmigo! –Tariq era un colega de confianza y su ayuda sería muy valiosa.

      Cargaron el helicóptero con agua y otros útiles de emergencia. Rashad se subió al asiento del piloto e hizo todas las comprobaciones necesarias para volar. Uno de sus guardaespaldas se sentó detrás de él. Y Tariq se sentó en el asiento del copiloto.

      Siempre era peligroso acercarse a desconocidos en el desierto, pero consciente de que podría haber gente de su propia tribu entre los afectados, Rashad no podía quedarse sin hacer nada. En pocos segundos, el helicóptero había despegado.

      Aquella zona del desierto era conocida porque los fuertes vientos comenzaban de repente y sin avisar. Las tormentas de arena no eran muy frecuentes en la zona pero, cuando se formaban, podían ser devastadoras.

      Enseguida observaron un grupo de personas y camellos. Tariq le entregó los prismáticos para que los viera mejor. Todos estaban gesticulando para llamar la atención. La situación no parecía tan mala como se había imaginado. Rashad devolvió los prismáticos y descendió con el helicóptero manteniendo un margen de seguridad.

      –Cuidado, Alteza –le advirtió Tariq–. Podrían ser bandidos. Quizá hayan planeado una emboscada y estén esperando a que caigamos en ella.

      Rashad sabía que eso era posible, pero vio que un grupo de hombres se acercaba corriendo hacia ellos y reconoció a Mustafa Tahar antes de que saludaran con una reverencia.

      –Está bien –les aseguró Rashad a sus acompañantes. Aunque las hélices seguían girando, Tariq comenzó a bajar parte de lo que habían llevado. Rashad apagó el motor y saltó del helicóptero para ayudar a llevar el agua, un elemento clave en esas circunstancias.

      Mustafa, un camellero del oasis al que Rashad conocía desde hacía años, lo llevó hasta un lugar en el que había una persona tumbada en la arena y cubierta con mantas.

      –Todavía está viva, pero si no la ve un médico o la rehidratamos, la mujer no sobrevivirá. He intentado darle el poco agua que me quedaba, pero se le escapaba de la boca.

      –¿Una mujer?

      –Así es, Alteza.

      Rashad se acuclilló y retiró la manta, sorprendiéndose al ver a una mujer tumbada de lado y vestida con ropa de hombre. Le buscó el pulso en la muñeca y, aunque de manera débil, encontró que seguía latiendo. No llevaba joyas en sus delicadas manos,