Rebecca Winters

Un príncipe en el desierto - La mujer más adecuada


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de otro continente tuviera una! Sin embargo, era cierto que la tenía.

      ¿Cómo la había conseguido?

      Sin dudarlo, se guardó la medalla en el bolsillo antes de volverse hacia la mujer. Con cuidado, le retiró la cadena del cuello y sintió la suavidad de su piel contra sus dedos. Una piel suave que las mujeres de su tribu no poseían.

      La paciente emitió un suave gemido y volvió la cabeza hacia el otro lado, como si hubiera sentido la caricia de sus dedos. Él contuvo la respiración, confiando en que despertara pronto para poder mirarla a los ojos y descubrir los secretos que guardaba en el alma.

      Al mismo tiempo, deseaba que continuara dormida para retrasar el momento en el que le dirían que había estado a punto de morir. Había un precio por disfrutar de la terrible belleza del desierto. A veces, el precio era demasiado alto pero aquella mujer había estado dispuesta a correr el riesgo. ¿Por qué?

      Confuso, guardó la cadena junto a la medalla y se volvió hacia el doctor.

      –Has hecho bien en informarme de esto, pero no se lo cuentes a nadie más.

      –Mis labios están sellados, Alteza. La enfermera no desvistió a la paciente hasta después de que yo le retirara la medalla.

      En el pasado, el doctor había salvado la vida de Rashad en más de una ocasión y Rashad se fiaba plenamente de él.

      –Estoy en deuda contigo. Gracias por ocuparte de ella.

      El doctor asintió.

      –Me voy a casa. Llámeme si me necesita. Más tarde vendré a verla.

      En cuanto se marchó, Rashad revisó las maletas que habían dejado las doncellas buscando una pista que explicara aquel misterio, pero no encontró nada.

      Para su sorpresa, la ropa de la mujer era normal. Tenía dos vestidos de noche, uno negro y otro color crema. Un par de zapatos de tacón, unas sandalias y un jersey. El resto, ropa práctica para el desierto. Su ropa interior era sencilla. También llevaba un neceser con algunos cosméticos. Era la maleta de alguien que acostumbraba a viajar con poco equipaje.

      Rashad sabía que no debía quedarse demasiado tiempo junto a la cama de aquella mujer. Su pensamiento vagaría por diferentes caminos, distrayéndolo de la misión que tenía.

      Por el bien de la familia a la que había jurado proteger, esperaría a la mañana para averiguar cómo aquella mujer había conseguido la medalla.

      Tras despedirse de la enfermera recorrió el pasillo que llevaba hasta su suite, situada en la segunda planta pero al otro lado del palacio. Una vez allí, les pidió a los sirvientes que se fueran. Necesitaba estar solo. Se sirvió un café y se dirigió al dormitorio. Sacó el pasaporte de la mujer y se sentó para mirarlo con detenimiento.

      Lauren Viret. Veintiséis años. Pocas personas salían tan favorecidas en la foto de un pasaporte, pero aquella mujer no podía salir mal en ninguna foto. Incluso inconsciente, su belleza lo había dejado impactado.

      Dirección: Montreux, Suiza.

      Montreux. La ciudad donde la familia Shafeeq tenía sus finanzas. Había ido allí por asuntos de negocios y alguna vez había esquiado en Porte du Soleil, un lugar que estaba a media de hora de la ciudad suiza, conocido por su animada vida nocturna. Rashad no solía ir al casino ni salir de fiesta. Sin embargo, Faisal, su primo de cuarenta años, el hijo ambicioso de Sabeer, el hermano pequeño de su padre, frecuentaba aquel lugar de manera regular en viajes de placer.

      A Rashad le gustaba la nieve, pero prefería volar a Montreux en verano. La imagen del lago de Ginebra que se veía desde la terraza de la casa familiar le encantaba. Tanta agua azul con barcos de vela y de vapor, cuando él había nacido en una tierra en la que apenas había el preciado elemento en la superficie. Bajo el desierto de Arabia había una gran cantidad de agua, más de la que la gente corriente podía imaginar.

      Durante años, él había estado buscando la manera de canalizarla hasta la superficie para regar los cultivos. Una tierra fértil para la creciente población de su tribu. Ése sería el siguiente proyecto para los próximos años, pero hasta entonces mantendría su plan en secreto ante la familia de su tío que vivía en los alrededores. Ya había habido suficiente envidia entre ellos como para que durara toda una vida.

      Rashad respiró hondo antes de mirar la calle que figuraba en el pasaporte. Estaba situada en una de las zonas más ricas de la ciudad, junto al lago. ¿Quién pagaba para que Lauren Viret viviera entre la realeza en Montreux?

      ¿Dónde y cómo había conseguido el medallón? Únicamente existían ocho iguales.

      A punto de llegar al límite de su paciencia, Rashad cerró el pasaporte y lo tiró sobre la mesa cercana. Era tarde. No tenía respuesta para ese enigma y necesitaba dormir. Al día siguiente encontraría la solución hablando con ella. Era algo que deseaba hacer y esperaba el momento con inquietud.

      Capítulo 2

      –¿SE—ORITA? ¿Está despierta?

      La misma voz, amable y femenina, que Lauren había oído durante la noche interrumpió su sueño. Notó que le retiraban algo de las vías respiratorias.

      –¿Puede oírme, señorita?

      Lauren intentaba comunicarse, pero le resultaba difícil porque tenía la garganta demasiado seca como para hablar. Cuando intentó sentarse notó que la cabeza le daba vueltas y se percató de que tenía algo en el dorso de la mano.

      –Recuéstese y beba –le dijo la mujer en un inglés con fuerte acento.

      Lauren sintió que le metían una pajita entre los labios y comenzó a beber. El agua fría acarició su garganta.

      –Deliciosa –murmuró, y continuó bebiendo. De pronto, todo su cuerpo cobró vida.

      Abrió los ojos y se percató de que le costaba enfocar la vista. Veía a tres mujeres con el mismo cabello y la misma ropa delante de ella.

      –¿Es usted doctora? –preguntó.

      –No. Soy la enfermera del doctor Tamam. ¿Cómo se encuentra?

      Lauren comenzó a negar con la cabeza, pero se sintió peor.

      –No lo sé –tartamudeó.

      Mientras la enfermera le retiraba la vía de la mano, Lauren intentó situarse. La habitación no se parecía a la de ningún hospital que hubiera visto antes. Era enorme y estaba decorada de manera que recordaba a la habitación de un harén. Se percató de que todo podía ser un sueño y deseó despertar.

      De pronto, recordó la sensación de ahogo y el pánico se apoderó de ella.

      –Ayúdame… No puedo respirar… –se lamentó, incapaz de contener las lágrimas.

      Oyó voces. Entre ellas, una voz grave y masculina que penetró sus oídos. La mano de un hombre agarró la suya.

      –No temas. Estás a salvo –la tranquilizó hasta que se quedó dormida.

      Cuando despertó, descubrió que seguían agarrándola de la mano. Abrió los ojos y vio a un hombre de unos treinta y tantos años junto a la cama. La enfermera había desaparecido.

      Una camisa blanca cubría su torso y dejaba entrever una fina capa de vello oscuro. El color de la tela resaltaba su piel bronceada. Tenía los ojos y el cabello de color negro. Se fijó en que lo llevaba más largo que otros hombres y que sus rasgos aguileños le daban un aire de magnificencia. Ella nunca había conocido a un hombre atractivo de verdad, y aquél era mucho más que eso. Su corazón comenzó a retumbar en su pecho como si le hubieran dado una droga para devolverle la vida.

      Aunque él la miraba como si fuera un depredador acechando a su presa, su mirada ardiente la hizo estremecer.

      –¿Qué estoy haciendo aquí?

      –¿No recuerda lo que le ha sucedido?