Rebecca Winters

Un príncipe en el desierto - La mujer más adecuada


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no lo encontró. Tampoco tenía la cadena.

      –¿Me lo ha quitado la enfermera? –preguntó sentada en la cama y mirando al hombre que estaba a su lado.

      –¿El qué? –preguntó él con tono calmado.

      Lauren se esforzó para no mostrar el pánico que se había apoderado de ella. La sábana se le había caído hasta la cintura y el hombre la miraba atentamente. El camisón que llevaba puesto era discreto, pero la mirada de aquellos ojos negros le quemaba la piel.

      –Me falta mi medallón. Tengo que encontrarlo.

      El hombre entrelazó las manos y la miró de nuevo.

      Era como un dios. Así había descrito su abuela a su amante. Lauren había sonreído al oír la descripción de Celia pero, en esos momentos, no sonreía. Quizá había perdido la cabeza. El miedo se apoderó de ella una vez más. Cerró los ojos y se recostó de nuevo.

      –Quizá si me hiciera una descripción, señorita.

      Ella se mordió el labio inferior y notó que lo tenía reseco y agrietado. ¿Cuánto tiempo había estado en esas condiciones? Abrió los ojos de nuevo.

      –Es un medallón de oro del tamaño de una moneda de veinticinco centavos de dólar americano. Quizá un poco más grueso.

      No se atrevió a dar todos los detalles. La relación con su abuelo era un secreto y debía de permanecer como tal.

      –¿Ha visto una moneda de veinticinco centavos alguna vez?

      Él asintió despacio.

      –Lo llevaba en una cadena de oro. No tiene gran valor, pero es mi pertenencia más preciada –las lágrimas se asomaron a sus ojos.

      –Le pediré a los sirvientes que la busquen.

      –Gracias –se secó las lágrimas de las mejillas–. ¿Estoy muy enferma?

      –Le han retirado el oxígeno y la medicación intravenosa. Eso significa que se alimentará a base de zumo y de lo que le apetezca. Después podrá levantarse con ayuda y caminar un poco. Mañana se sentirá mucho mejor.

      –¿Qué me ha pasado?

      Él continuó mirándola con una expresión extraña. Ella tenía la sensación de que estaba tratando de decidir qué contarle. Respiró hondo y dijo:

      –Sea lo que sea podré manejarlo.

      –¿Segura? –preguntó casi en tono seductor.

      –No soy una niña.

      –No. No lo es.

      Ella se estremeció al oír su voz. «No permitas que te cautive, Lauren». Después de todo, él era médico y le había hecho un reconocimiento. Sus ojos negros lo habían visto todo, así que no había nada que no supiera.

      –Si no quiere decírmelo porque cree que podría desmayarme, se lo preguntaré a su enfermera. Estoy segura de que ella me contestará.

      –Ha regresado a la clínica –dijo él con tono de satisfacción.

      –He de admitir que está haciendo un buen trabajo a la hora de asustarme.

      Él se encogió de hombros con elegancia. Ella se fijó en sus manos y vio que tenía las uñas inmaculadas.

      –Mil perdones, señorita. Mi intención era impedir que recordara demasiadas cosas de golpe.

      –¿Quiere decir que tengo amnesia? ¡Eso es ridículo!

      El doctor ladeó la cabeza.

      –Preferiría considerarlo un lapsus de memoria temporal. En estos momentos su mente la está protegiendo para que no se enfrente a una experiencia traumática.

      –¿Traumática?

      –Mucho –se puso en pie y agarró una capa de color blanco que estaba en una butaca–. ¿Reconoce esto?

      Ella se fijó en lo que él le mostraba. Era un kandura. Lauren tenía uno como aquél. Había comprado su equipo para el desierto en El-Joktor, y le había dicho al tendero que quería una capa de hombre de su talla.

      El tendero no había querido vendérsela porque decía que eso no se hacía en su país. Pero ella le ofreció más dinero y finalmente consiguió que se la vendiera.

      –Mustafa…

      El nombre del camellero escapó de sus labios.

      –¿Lo ve? Está recobrando la memoria. Demasiado deprisa, por desgracia.

      –Era como si las montañas tuvieran vida. Lo cubrían todo… Mustafa me dijo que era una tormenta de arena. No podía verlo… No podía respirar… ¿Qué le ha pasado a él?

      El silencio del doctor la sorprendió. Ella retiró la sábana y se levantó. Sin pensarlo, le agarró los antebrazos.

      –Dígame ¿ha muerto por mi culpa?

      –No, señorita. La muerte no fue a visitarlo porque no era su momento. De hecho, fue él quien le salvó la vida. Si él no hubiera reaccionado con rapidez, habría sido enterrada viva.

      Ella se estremeció.

      –¿Qué pasó con los demás miembros de la caravana?

      –Sobrevivieron.

      –Menos mal que no ha fallecido nadie. Fue algo aterrador.

      Él murmuró algo que ella no comprendió y la estrechó entre sus brazos, consolándola mientras lloraba y meciéndola para calmarla. Ella no tenía ni idea de cuánto tiempo pasaron abrazados.

      Ella dejó de llorar y se separó de él, consciente de no querer hacerlo. Debía de haberse vuelto loca.

      –Perdóneme por haberme derrumbado así.

      –Es el shock de la experiencia, señorita.

      –Sí –se sentó en el borde de la cama y se cubrió el rostro con las manos–. Si no le importa, me gustaría quedarme a solas.

      –Como desee. Pediré que le traigan una bandeja. Necesita comer.

      –No creo que pueda comer todavía.

      –Es el deber de los vivos.

      Lauren echó la cabeza hacia atrás y se mareó. Pero él ya estaba saliendo por la puerta. Al instante, una doncella entró en la habitación para ayudarla a levantarse. Tras una ducha, se vistió con unos pantalones vaqueros y un top de color azul claro. La tormenta de arena no había arrancado las maletas de los camellos, pero casi había terminado con su vida.

      ¿No era eso lo que Richard le había dicho una vez? Un hombre que sale en una expedición ha de saber que corre el riesgo de no volver. Él había perdido hombres en muchas de sus expediciones, pero continuaba yendo en ellas. Si Richard estuviera vivo le habría dicho; conocías el riesgo, Lauren, y lo corriste.

      A su manera, el doctor le había dicho lo mismo.

      Lauren no podría ser tan simplista sobre el destino, pero cuando la doncella regresó con unas brochetas de cordero y ensalada de frutas, ella no lo rechazó.

      Un poco más tarde el doctor entró de nuevo en la habitación sin que ella se diera cuenta. Se acercó a la mesa donde ella estaba terminándose la comida.

      –¿Se encuentra mejor, señorita?

      Su presencia la hizo sobresaltar. Ella se limpió con la servilleta y lo miró. Iba vestido con una camisa de lino y unos pantalones. Llevara lo que llevara, ella se quedaba sin respiración al verlo. Sin ropa debía ser espectacular.

      –Me siento con más fuerza, gracias.

      –Eso está bien, pero queda mucho camino hasta que esté completamente recuperada. Su cuerpo ha sufrido mucho tanto física como emocionalmente. Debe quedarse aquí y recuperarse.

      Él llevaba una