Undinė Radzevičiūtė

Peces y dragones


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      —En el futuro —abunda Abuela Amigorena.

      —¿Para qué iba a necesitarla? —pregunta Shasha—. ¿Para chantajear a alguien?

      —Para la historia.

      —En fin… Todas las familias tienen buenos y malos recuerdos —suele decir Mamá Nora.

      Pero no todas consiguen parapetarse detrás de esa cita tan reconfortante de El padrino III.

      Y mientras palpita Europa en la casa, abajo está la China.

      El casco antiguo abrió hace quince años sus puertas a Chinatown.

      Así de fácil, como si llevara esperando toda su vida.

      Aunque el casco antiguo ya no es lo que era. Su espíritu es otro. Ya no es antiguo en su interior.

      Todo el mundo necesita comodidades, cuartos de baño, etc.

      Desde la ventana del salón puede ver a un empleado de la embajada china que sale a pasear con su mujer.

      Avanzan los dos dando pasitos, con un ligero balanceo.

      Ella viste un impermeable brillante de color negro, con un gran estampado de rosas. Es siempre el mismo, pero se diría que lo encuentra gratificante. De lejos parece una de esas bandejas rusas de chapa, con sus flores sobre fondo negro. Ni siquiera un experto sabría decir quién le copió la idea a quién.

      En casa, Europa. Abajo prospera Chinatown.

      Aunque no demasiado rápido; eso también es gratificante.

      —Tampoco es que Malta parezca el lugar ideal al que una podría huir… —dice Shasha mientras mira por la ventana—. Demasiada gente por kilómetro cuadrado… Demasiado cerca de la civilización…

      La calle en la que viven es ya como un escenario del gran teatro chino.

      El empleado de la embajada china y su mujer han desaparecido y en su lugar surge una despampanante belleza china.

      Desde la ventana no se ve si es guapa o no. Solo se ve que es china. Pero su belleza puede darse por sentada… Por cómo se comporta.

      Cuando una mujer camina por la calle de manera afectada y coqueta, y su caminar es radiante, como si la observara todo el mundo, es que está absolutamente convencida de que tienen todos razones de sobra para observarla.

      —¿Por qué no huiste a otra isla? —pregunta Miki.

      —En aquel momento no había ninguna otra isla —responde Mamá Nora.

      —¿Dónde? ¿En el mapa? ¿No había más islas en el mapa?

      —No había más islas en el horizonte… —dice Shasha.

      Viviendo en un lugar así, una puede jugar al «¿Chino o no chino?» apostada tranquilamente desde su ventana.

      Una puede apostar su dinero.

      Abajo, tres chinos observan un castaño.

      Un árbol.

      Lo admiran.

      Ni un solo europeo sabría admirar de esa forma un único castaño, pero los chinos lo hacen en grupo.

      —¿Y tú qué? ¿Es que nunca pensaste en huir? —pregunta Abuela Amigorena.

      —Puede que sí —dice Shasha.

      —¿Y por qué no lo hiciste?

      —Bueno, de hecho… lo hice. Muchas veces.

      —Entonces, ¿por qué te veo todos los días?

      —Huía con el pensamiento.

      Abuela Amigorena se dirige ahora a Niki:

      —¿Y tú? ¿No pensaste en huir?

      —Lo pensé.

      —¿Y por qué no lo hiciste?

      —No tenía con qué.

      —¡¿No se te pasó por la cabeza robar o algo así?! —pregunta Abuela ­Amigorena. Y su propia pregunta la intranquiliza. Le hace rechinar los dientes.

      Teme que haya sonado como una invitación.

      Los chinos han dejado de pasar por delante de la ventana. Vuelve el aburrimiento.

      —Y cuando ya tengas con qué huir, ¿lo harás? ¿O no lo harás?—pregunta Abuela Amigorena.

      Esta vez, Miki no responde.

      En el escenario del gran teatro chino la cosa se ha puesto otra vez interesante.

      Ha aparecido un bandido chino.

      Un bandido muy gracioso.

      Como sacado de una película china.

      Se contonea.

      Tiene aspecto de atracador callejero.

      Tiene un aspecto fantástico.

      En Europa… los atracadores callejeros se esfuerzan en no parecer atracadores. Un poco de discreción les resulta de mucha ayuda a la hora de cometer sus atracos.

      Los que sí parecen atracadores… esos solo pisan la calle de noche.

      Este bandido, en cambio, irradia maldad en medio de la bondad universal del día.

      Shasha les aclara ese punto: puede que los chinos estén muy influidos por la ópera de Pekín.

      Y por sus copias de provincias.

      En la ópera de Pekin, el malo tiene aspecto de malo. El muy malo tiene aspecto de malísimo. A quién se le ocurre. Todo el mundo se fijará en él, de todas formas.

      —¿Era guapo? —pregunta Miki.

      —¿Quién? —preguntan a un tiempo Mamá Nora, Shasha, Abuela Amigorena.

      —El escritor de Malta.

      —Puede ser —dice Mamá Nora—. De pequeño hasta posó como modelo para una imagen… La escultura sigue ahí, en la catedral de su ciudad natal.

      —¿Es que lo conociste cuando era niño? —pregunta Abuela Amigorena.

      —Pues… no. No lo conocí cuando era niño.

      —¿Y qué representa la imagen? —pregunta Miki.

      —Se ve a una mujer que sostiene el paño con el que Cristo se limpió la cara mientras subía el monte Calvario. Al lado hay otra mujer con un niño. El niño es la figura para la que posó de pequeño el escritor de Malta.

      —¿Y a quiénes representaban esa otra mujer y el niño? —pregunta Miki.

      —No lo sé, no soy una experta en iconografía religiosa —responde en tono cansado Mamá Nora.

      —¿Cómo que no eres experta en iconografía religiosa? —se asombra Abuela Amigorena.

      —Como que no lo es —interviene Shasha.

      Han terminado ya los anuncios y Miki sube el volumen de la tele:

      —¿Quiere decirme con eso que con casi sesenta años ya no es momento de empezar a parir novelas con un ligero contenido erótico? —pregunta Mamá Nora asumiendo el papel de entrevistadora.

      —Bueno, es que… en el pasado usted se dirigía únicamente a los lectores más jóvenes —vacila la periodista.

      —Llegado el día, todos se hacen mayores —dice Mamá Nora—. Hasta los lectores más jóvenes.

      —En casa hablas de un modo totalmente distinto… —murmura Miki como en un trance hipnótico.

      Su verdadero nombre es Nika, pero solo es visible en sus documentos oficiales. En casa nunca la han llamado de otra forma que Miki.

      —Me llamáis así a propósito —suele decir.

      —¿Por