Undinė Radzevičiūtė

Peces y dragones


Скачать книгу

Ripa repite de nuevo.

      Todas esas palabras.

      Tres veces al año.

      Los dos saben bien por qué viajaron a China: el general los envió.

      Solo el General de la Compañía puede enviar a otros.

      Ellos solo obedecen y dejan que el general decida.

      En qué lugar del mundo tendrán que luchar por la Iglesia.

      Pero el padre Ripa dice: él mismo decidió viajar a China de todos modos.

      Por qué, pregunta Castiglione.

      El padre Ripa responde. Oyó una voz.

      De arriba.

      Qué dijo la voz, pregunta Castiglione.

      Que era mi destino, responde el padre Ripa.

      Desde ese momento Castiglione tiene la impresión de que el cuerpo del padre Ripa irradia luz.

      Aún en Portugal, Castiglione se torturaba lleno de dudas antes de partir, y luchó contra ellas meditando y rezando, rezando y ayunando; pero él no tuvo ninguna visión.

      ¿Tal vez su fe no es lo bastante firme?

      El padre Ripa dice: un jesuita ha de protegerse de que se le ocurran ideas.

      De que podría llegar a ser santo.

      Como Ignacio.

      Tan pronto como ese género de ideas brote en la cabeza de un jesuita, deberá aplicarse este en su formación.

      Rezando.

      El padre Ripa también dice: el objetivo de un jesuita no es el de prepararse para cruzadas espirituales buscando la santidad.

      Como se preparó Ignacio. Y si no se tienen visiones, tampoco hay que apenarse.

      El padre Ripa sabe más cosas.

      Y le habla a Castiglione sobre las visiones de Ignacio.

      Durante la Eucaristía, Ignacio vio a Cristo descendiendo desde los cielos.

      ¿Qué aspecto tenía?, pregunta Castiglione.

      De rayos de luz, dice el padre Ripa.

      También vio a Satán.

      Ignacio.

      ¿A qué se parecía?, pregunta Castiglione.

      A algo, dice el padre Ripa.

      Algo similar a una serpiente.

      Brillante, «como miles de ojos que parpadean y centellean a un tiempo».

      Castiglione pregunta si el padre Ripa ha visto a Satán.

      Por sí mismo.

      ¿Lo ha visto?

      El padre Ripa sigue hablando.

      Ignacio vio a Cristo.

      Más de una vez.

      Lo vio en distintas formas.

      ¿Como qué?, pregunta Castiglione.

      Una vez incluso como algo redondo.

      ¿Redondo?, pregunta Castiglione.

      Grande, redondo y brillante, dice el padre Ripa. Como el oro.

      Ignacio vio también a la Santísima Trinidad.

      Castiglione no pregunta: «Como qué».

      Como una bola de fuego, dice el padre Ripa.

      Ignacio oyó también voces, dice el padre Ripa. Pero no tan a menudo.

      Aunque Castiglione meditaba, rezaba y ayunaba, jamás tuvo visiones.

      Ni oyó voces.

      El padre Ripa también dice: Ignacio de Loyola percibía hasta tal punto todos los movimientos de su vida espiritual que «encontraba a Dios siempre que lo deseaba».

      Lo más importante es la fuerza de voluntad, dice el padre Ripa.

      No todos los jesuitas conocen de igual modo la constitución.

      Ni todos han oído hablar sobre la vida de Ignacio de Loyola y sus ejercicios espirituales.

      Cada uno ha de saber y aprender únicamente aquello que la Compañía requiere de él.

      Un día, dominado por la melancolía, Castiglione le dice al padre Ripa: las visiones de Ignacio son todas bastante parecidas.

      Hay que evitar, dice el padre Ripa.

      Todo tipo de blasfemias, calumnias y habladurías.

      ***

      —¿Qué haces construyendo monumentos funerarios con el puré? —dice Shasha al tiempo que corre la cortina del salón, que impedía el paso de los rayos del sol.

      Observa el plato de Abuela Amigorena, decorado con rombos y peonías

      —¿Está malo?

      —Estoy triste —dice Abuela Amigorena.

      —Totalmente de acuerdo. El ayuno público es la mejor manera de luchar contra las injusticias del mundo.

      La familia toma una decisión: por el momento…

      Por el momento dejarán fumar a Abuela Amigorena cinco cigarrillos al día.

      Y solo en la galería.

      Antes Abuela Amigorena fumaba un paquete al día.

      Todos los días y donde le apeteciera.

      Así que, por el momento, cinco cigarrillos al día. Y en la galería.

      Pasado un mes tendrá que reducir la cantidad a cuatro; un mes después, tres. Y así sucesivamente.

      —No entiendo —dice Abuela Amigorena.

      —¿El qué? —le pregunta su familia.

      —Qué queréis decir con «así sucesivamente».

      Quieren decir… nada bueno.

      —¿También los días festivos?

      También los días festivos.

      En silencio, Abuela Amigorena sigue construyendo monumentos funerarios con el puré, sin llevarse la cuchara a la boca.

      —Los pitagóricos —dice Shasha.

      —¿Quiééén? —grita Abuela Amigorena, reaccionando a la palabra «pitagóricos» como a un trapo rojo—. ¿Quiééén?

      —Los pitagóricos —repite Sasha— pensaban que la alimentación era una manera de aceptar o rechazar el mundo.

      —¿El quééé? —pregunta Abuela Amigorena.

      —¡El mundo!

      —¿Y cómo voy a vivir yo ahora —pregunta Abuela Amigorena— si estoy rodeada de idiotas?

      Las idiotas no contestan.

      —Existe un buen método para dejarlo —dijo Shasha—. Solo hay que querer.

      —…

      —Intentas no fumar hasta la hora del almuerzo —siguió diciendo—. Y después del almuerzo piensas en esa primera mitad del día… y en cuántas veces durante ese tiempo te entraron ganas.

      —¿De qué hablas?

      —De fumar. Y luego cuentas todas esas veces. Y dibujas en un papel tantos puntos como veces cuentes.

      —Yo no sé dibujar.

      —Todo el mundo sabe dibujar puntos. Por la noche repites todo de nuevo: cuántas veces te entraron ganas y cuántas veces fumaste… Y debajo dibujas otra línea de puntos. Y entonces comparas las líneas.

      —¡Yo no sé comparar! ¡Ahora entiendo por qué te expulsaron!