de campo.
—Entonces… a ver, que lo entienda yo: ¿por qué empezaste a escribir guarradas? —pregunta Abuela Amigorena cuando acaba la entrevista.
—Porque sí —dice Shasha.
—No entiendo… —dice Abuela Amigorena.
—Porque sí. Porque le interesaba más el erotismo que los niños —dice Shasha—. De los niños quería huir a toda costa. Ya había tenido bastante.
—Eso pienso yo —coincide Abuela Amigorena—. Que no le gustan los niños.
Quizá no fue la única causa.
Durante mucho tiempo, Mamá Nora vivió junto con toda su familia en un estado en el que regía una ley no escrita contra la simple mención de lo erótico.
Esa ley no escrita duró cincuenta años.
Luego, de pronto, la situación cambió, y la literatura erótica dejó de estar prohibida. Para todos. Y muy pocos se resistieron.
Una vez se disparó el fenómeno, la mayoría de los escritores lo tuvieron claro: los niños pueden esperar; un fenómeno, no.
Qué remedio tenían.
Mamá Nora no fue la única ni la excepción. Si acaso, su excepcionalidad estuvo en su pertenencia al escaso grupo de veinte escritores que se dedicaron al tema avanzada ya la cincuentena.
—¡Mostradme a ese Masoch! —grita Abuela Amigorena cuando se calma el furor por el erotismo.
—¡¿Qué Masoch?! —pregunta Mamá Nora.
—Ese que te perjudica —aclara Abuela Amigorena.
Un día, al fin, llega esa fase en la vida de una persona en la que empieza a ponerse en guardia ante todo lo que la perjudica o puede perjudicarla.
Abuela Amigorena frunce el ceño mientras reflexiona sobre esta idea con sus propias palabras.
—Esto… no puede seguir así —dice Mamá Nora.
***
La comisión de expertos en arte está convencida: en el mundo no existe más que un caballo.
El mongol.
Y eso que los chinos de la antigüedad conocieron más caballos.
Seiscientos años atrás, Li Gonglin, maestro de la pintura equina —los chinos han tenido varios—, había dibujado ya cinco cuadros de caballos bajo la dinastía Song.
«Dibujó» es un término más ajustado que «pintó», ya que los cuadros se asemejan más a bocetos caligráficos que a pinturas.
Los chinos no saben pintar.
Por más que les guste colorear en tonos chillones cuadros de pequeño tamaño.
En estos cuadros, los caballos no están a su libre albedrío.
Los sujetan criadores de caballos.
Así que en cada uno de los dibujos de Li Gonglin se ve un caballo y su correspondiente criador.
Y aunque un observador atento notaría que los caballos son de distintas razas, parecen ser el mismo.
Un caballo y nada más: tranquilo, sin sentimientos.
Los criadores de caballos, en cambio, son diferentes.
Se distinguen no solo por el pueblo al que pertenecen, sino también por su origen.
Se distinguen por su semblante, por sus ropas y por su postura.
Y a pesar de eso, el observador atento vería además otra cosa muy importante que los une.
Un rasgo de la profesión.
Todos parecen unos sinvergüenzas.
Sinvergüenzas, estafadores, proxenetas, falsificadores y engatusadores, pensó Castiglione mientras desenrollaba con cuidado, uno detrás de otro, los cinco rollos antiguos.
La comisión de expertos en arte le permitió hacerlo.
Con la autorización del quinto emperador de la dinastía Qing.
¿Cómo va a vender un caballo alguien con ese aspecto?, se preguntó Castiglione.
Nadie se fiaría de ellos.
¿O será que Li Gonglin vio lo que no veían los compradores de caballos?
¿Será que el artista fue el único que se fijó en esa astucia de los vendedores de caballos?
¿O será que sin argucias ni estafas —reflexionó Castiglione— es imposible vender un caballo?
En los títulos de los cuadros no figura ni una palabra sobre los criadores de caballos.
Se los conoce como los Cinco fabulosos caballos.
Mal, pensó Castiglione.
Este título está mal.
Li Gonglin supo reconocer la naturaleza del criador de caballos, pero en lo que a la naturaleza del caballo se refiere, ni él ni los chinos de hace seiscientos años consiguieron entenderla, pensó Castiglione.
Eso sí: los caballos están bien proporcionados.
***
El padre Castiglione llegó a China con una misión de los jesuitas: pintar frescos en iglesias católicas.
Y si no había iglesias apropiadas, habría de construirlas junto con otros jesuitas.
Y luego, ya.
Adornarlas con pinturas.
Llegó para pintar evangelistas y arcángeles.
Pero lo que más le gustaría pintar a Castiglione son combatientes por la fe.
Los finos dedos de Judith jugando con los cabellos en la cabeza de Holofernes. Los largos cabellos…
Por supuesto…
De la cabeza decapitada.
Él pintaría esos cabellos.
Cabellos enroscados entre las manos de ella, o tal vez entre sus piernas…
Desnudas.
Desnudas y salpicadas de sangre.
Con qué placer pintaría…
El borde rojo de su ropa…
Empapada en sangre…
Y los zapatos ensangrentados.
O bien…
David abriéndole la cabeza al gigante con una pequeña piedra…
A Goliat.
Y después…
Saltando sobre su pecho para ver doblegarse su cuerpo.
Nadie lo juzgaría allí.
Por querer pintar con la pasión y la angustia de un español, siendo italiano.
Porque Castiglione está en la China.
Castiglione huyó de Europa y de la pintura solo por la fama.
Y por el dinero.
También es cierto que esa huida coincidió un poco con la pertinencia de huir de los austriacos.
Sin embargo, hace mucho que Castiglione se convenció de que solo por los austriacos no habría ido a ninguna parte.
Llegó a Cantón para abrirles el firmamento con su pincel a los chinos.
En los techos de las iglesias.
Para que los chinos vieran al menos los pies límpidos de Cristo elevándose a los cielos.
Llegó para explicarles a los chinos por qué.
Por qué los pies estaban perforados.
Y