Undinė Radzevičiūtė

Peces y dragones


Скачать книгу

empezar todo de nuevo.

      Para crear en China un nuevo mundo con su pincel.

      Para olvidar la sed de venganza que lo atormentaba…

      En Italia.

      En Italia a todos los atormenta la sed de venganza.

      Así es ese país.

      Huyó a China para distinguir en su interior el bien del mal según las enseñanzas de Ignacio de Loyola.

      Sin prisa ninguna.

      Bueno.

      Huyó porque en Europa lo amenazaba un castigo.

      Podían haberlo procesado.

      Pero hasta Ignacio estuvo a punto de ser procesado.

      Incluso se pelearon por él.

      La Iglesia y el Estado.

      Los dos lo perseguían.

      Tal vez por eso se salvó Ignacio.

      Pero el padre Ripa… El padre Ripa dice que él, el padre Ripa, se fue de Europa solo por una razón… Solo porque allí todos habían perdido la disciplina.

      Bueno, y el entusiasmo.

      Todos lo habían perdido.

      Todos los jesuitas.

      ***

      En China los techos de las iglesias católicas son planos.

      El padre Giuseppe Castiglione llegó para pintar en ellos cúpulas.

      En honor a Dios.

      Tales que nadie las distinguiera de las auténticas.

      De las que había en Roma.

      Pero por esos dominicos… por esos dominicos… por esos dominicos… tuvo que pasar junto con el padre Ripa siete años en los talleres de porcelana.

      Sentado en un banco.

      Pintando esmaltes sobre platos y jarrones.

      En lugar de evangelistas: peonías de color rojizo.

      En lugar de mártires de la fe: rosas amarillas.

      En lugar de combatientes por la fe: flores de loto.

      Del color de la piedra lunar.

      Y en lugar de todo lo demás: crisantemos dorados.

      Sus sueños y esperanzas convertidos en una pesadilla floreada.

      Aunque, por otro lado.

      El padre Ripa dice que si ellos fueran franceses…

      Estarían felices.

      De haber acabado allí.

      ¿Por qué?, pregunta Castiglione.

      Los franceses, dice el padre Ripa.

      Ya llevan varios siglos intentando robarles a los chinos el secreto de la producción de porcelana.

      ¿Para qué?, pregunta Castiglione.

      Para su rey.

      ¿Y?, pregunta Castiglione.

      Al parecer, dice el padre Ripa, todavía nada. Qué conversaciones tan poco cristianas…

      Los jesuitas franceses no son como los demás jesuitas.

      Españoles, portugueses e italianos sirven al papa.

      Los franceses, a su rey.

      Esas fueron las condiciones.

      Nada más, dice el padre Ripa.

      Es cierto que el padre Ripa no acabó decorando platos en un banco del taller por culpa de los dominicos.

      Acabó allí por un malentendido.

      Aunque tal vez no esté permitido llamar malentendido a una decisión del emperador.

      El padre Ripa acabó decorando platos en un banco del taller después de que el anciano cuarto emperador de la dinastía Qing preguntara por enésima vez si el padre Ripa sabía pintar paisajes con perspectiva.

      ¿Sabía?

      A la pregunta del emperador, el padre Ripa contestó por enésima vez que era retratista.

      Y que sabía pintar retratos.

      Incluso al padre Ripa le resulta difícil explicar cómo ocurrió.

      Su talento para arrastrar a los demás a hacer lo que él desea y para dirigir conversaciones delicadas es evidente.

      Dicen que tiene casi tanto talento como lo tenía Ignacio.

      No, más no.

      Solo casi tanto.

      Casi tanto talento como Ignacio y está sentado en un banco pintando porcelana.

      El padre Ripa le explica que ellos son combatientes de Jesús.

      Y los combatientes no están todo el tiempo combatiendo.

      A veces, de vez en cuando, se sientan.

      Y don Pedrini…, dice el padre Ripa.

      ¿Quién?, pregunta Castiglione.

      El padre Ripa se lo aclara.

      Ese sirviente, don Pedrini.

      Don Pedrini llegó en el mismo barco que el padre Ripa.

      Además de servir, cantaba, dice el padre Ripa.

      Una vez, el anciano cuarto emperador Qing le pidió a don Pedrini que afinara los címbalos y las espinetas que le habían regalado unos europeos.

      Don Pedrini le respondió al anciano cuarto emperador de la dinastía Qing que los címbalos no se afinaban con la lengua, sino con las manos.

      ¿Y dónde está ahora?, pregunta Castiglione.

      El emperador le ordenó volver a casa, le dice bajando la voz el padre Ripa.

      ¿Cómo?, pregunta Castiglione.

      A pie, dice el padre Ripa.

      El padre Ripa dice que solo bromeaba.

      El emperador no ordenó a don Pedrini que se fuera.

      Y Loyola nunca bromeaba ni se reía, dice el padre Ripa.

      Nunca perdía la calma ni la majestad.

      Decía: sobran las palabras vanas.

      Esas que no aportan nada ni al que las dice ni a nadie, y que no tienen ningún objetivo.

      No hay un objetivo en decirlas.

      Ignacio de Loyola también dijo: han de evitarse las habladurías de todo tipo.

      Blasfemias, calumnias y habladurías.

      Las relaciones entre el anciano emperador y don Pedrini eran tan buenas…

      Hasta tocaban juntos un clavicémbalo, dice el padre Ripa.

      ¿A cuatro manos?, pregunta Castiglione.

      A dos, dice el padre Ripa.

      ¿Cómo?, pregunta Castiglione.

      El emperador con la derecha, don Pedrini con la izquierda.

      ¿Y cómo pudo el emperador expulsarlo?

      A pesar de que don Pedrini incluso enseñara música a tres de sus hijos y supiera construir instrumentos musicales, dice el padre Ripa.

      Con sus propias manos.

      ***

      —Esto no puede seguir así —dice Mamá Nora.

      Hace unas semanas se enfadó con su mejor amiga.

      Habían sido amigas durante más de veinte años.

      Se enfadó tanto que hasta borró