de las políticas restrictivas de migración internacional fue la condición sine qua non para el funcionamiento de cada una de estas variables (por ejemplo, Williamson, 1991).[10]
De hecho, tal interpretación se ajusta a la explicación de La riqueza de las naciones sobre la evolución de los diferenciales de riqueza ciudad/campo. Para Smith, la efectividad de las barreras institucionales impuestas por las ciudades a la movilidad de la población del campo fue demostrada mediante la profundización de las desigualdades entre el campo y la ciudad. Pero a largo plazo, para Smith, estas desigualdades –y los bajos precios y salarios en el campo– inevitablemente generarán incentivos para que los empleadores de las ciudades salgan del pacto institucional existente para aprovechar las mayores oportunidades de ganancias fuera de los límites de la ciudad. Esto iniciaría la desaparición de la asociación corporativa de las ciudades.
Como en el escenario ciudad/campo de Smith, el incremento de las disparidades de ingresos entre las naciones a lo largo del tiempo ha generado fuertes incentivos (salarios mucho más bajos en los países pobres) para “externalizar” trabajos calificados y no calificados a países periféricos en una “desviación del mercado” (market bypass) que, en efecto, supera las restricciones del siglo XIX en los flujos de mano de obra. El aumento de la desigualdad mundial se convierte en una fuerza impulsora también para la migración, que sostiene la promesa de ofrecer una vía rápida para la superación de la brecha entre riqueza y pobreza. En este sentido, la migración encarna la movilidad social. De hecho, un flujo verdaderamente libre de personas en todo el mundo proporcionaría los medios más rápidos para transformar por completo los equilibrios que han caracterizado la estratificación global durante los últimos doscientos años.
La transformación de la desigualdad global
Korzeniewicz y Moran (2009) sostienen que los patrones persistentes de alta desigualdad al interior de los países, como en gran parte de América Latina y África, parecen estar vinculados en su origen a la explotación del trabajo forzado y al acceso restringido de grandes segmentos de la población a la propiedad y a los derechos políticos, lo que implica la persistencia de lo que llamamos exclusión selectiva. Tal exclusión está justificada en general por criterios categoriales. En comparación, los patrones de menor desigualdad en los países más ricos, donde los trabajadores independientes y los pequeños propietarios tienen un acceso considerable a la propiedad y los derechos políticos, parecen implicar una inclusión relativamente mayor –a través de políticas estatales redistributivas, la capacidad de las organizaciones gremiales para mejorar el poder de negociación de los trabajadores y el uso efectivo de la educación para mejorar las capacidades y, por lo tanto, los salarios–.
Pero, de hecho, mientras los acuerdos institucionales centrados en la exclusión selectiva y la desigualdad categorial parecen ser las características distintivas de los patrones de desigualdad dentro de un país, la exclusión selectiva y el despliegue de la desigualdad categorial han sido también centrales para el desarrollo y la persistencia de lo que parecen constituir patrones de baja desigualdad en un país.
En el patrón de alta desigualdad dentro del país, los acuerdos institucionales mejoran las oportunidades económicas para algunos, al tiempo que restringen el acceso de grandes sectores de la población a diversas formas de oportunidad (“educativas”, “políticas”, “económicas”). Las oportunidades mejoradas para algunos y el acceso restringido de la mayoría están relacionados: la exclusión selectiva sirve para reducir la competencia entre las élites a través de acuerdos institucionales que, al mismo tiempo, aumentan las presiones competitivas entre las poblaciones excluidas (en las arenas o los mercados a los que estas poblaciones están restringidas). En el patrón de alta desigualdad en el país, esta exclusión selectiva opera sobre todo dentro de las fronteras nacionales.
El rol de la exclusión selectiva es menos evidente en el patrón de baja desigualdad dentro del país. De hecho, los acuerdos institucionales característicos de los países ricos con un patrón bajo de desigualdad parecen diferir de aquellos que involucran un patrón alto de desigualdad dentro del país, en la medida en que mejoran un acceso más amplio a la educación, la política y la oportunidad económica para su población en general. Mientras que los países caracterizados por los patrones de alta desigualdad se distinguen de manera más clara por la exclusión, la adscripción y la desigualdad categorial, los países con un patrón de baja desigualdad aparecen como la personificación misma de la oportunidad universal y garantizan la posibilidad de éxito a través del logro individual.
Pero los acuerdos institucionales característicos de los países con un patrón bajo de desigualdad restringen con claridad el acceso a las oportunidades a amplios sectores de la población, excepto que ahora las poblaciones excluidas se encuentran principalmente fuera de las fronteras nacionales. La exclusión selectiva, en este caso, opera sobre todo a través de la existencia misma de las fronteras nacionales, al reducir las presiones competitivas dentro de estas fronteras, mientras aumenta las presiones competitivas entre la población excluida fuera de esas mismas fronteras (de nuevo, en las arenas o los mercados a los que estas poblaciones están restringidas). Por consiguiente, el establecimiento del patrón de baja desigualdad y la persistencia de altas desigualdades entre los países no evolucionaron como dos procesos separados: en realidad, son el resultado de los acuerdos institucionales fundamentales ceñidos a la desigualdad mundial.
Entre finales del siglo XIX y principios del XX, hubo flujos bastante altos y más abiertos de personas de las zonas más pobres del mundo hacia las más ricas. En ese momento, como lo observaron autores como Williamson (1991), las barreras nacionales de entrada eran relativamente menos pronunciadas. En el siglo XX, las barreras nacionales de entrada se profundizaron como parte de un esfuerzo por restringir las presiones competitivas y reducir la desigualdad dentro de las naciones más ricas.
Una vez más, estos patrones de interacción tienen un parecido sorprendente con el modo en que Adam Smith (1976 [1776]) describe la relación entre la ciudad y el campo en el breve repaso que hicimos al comienzo de este capítulo. Lo que Smith describió es un proceso de exclusión selectiva: a través de acuerdos institucionales que establecieron un pacto social que restringía la entrada a los mercados, los habitantes de las ciudades lograron una combinación virtuosa de crecimiento, autonomía política y equidad relativa que al mismo tiempo transfirió presiones competitivas al campo.
Por supuesto, no pretendemos dar a entender que la distribución global desigual de ventajas y desventajas competitivas se debió solo a los acuerdos institucionales que transfirieron presiones competitivas de un lugar a otro. Sin duda, la historia es mucho más compleja. Las áreas que fortalecieron y protegieron sus propios derechos de propiedad (más en general, restringidos a sectores limitados de sus poblaciones) proporcionaron incentivos fenomenales a los posibles productores que estaban ausentes en otros lugares. Aquí, como en las ciudades de Adam Smith (1976 [1776]: I, 426), “el orden y el buen gobierno, y junto con ellos la libertad y la seguridad de los individuos, de esta manera, fueron establecidos […], en un momento en que los ocupantes de la tierra [en otros lugares] estaban expuestos a todo tipo de violencia”.[11] Además, una vez que obtuvieron cierta ventaja competitiva, las áreas caracterizadas por una desigualdad relativamente menor tendieron a disponer de una cantidad mucho mayor de recursos para mantener y ampliar esa ventaja (a través de la innovación tecnológica y una mejora más constante de la fuerza de trabajo).
Pero al centrarse solo en las naciones ricas, como es la práctica de la mayoría de las ciencias sociales, estos acuerdos institucionales aparecen, en verdad, como los de las ciudades de Adam Smith, que se caracterizan en primer lugar por la inclusión; asimismo, el crecimiento económico y los mercados parecen constituir esferas virtuosas donde la ganancia es sobre todo resultado del esfuerzo. Desde esa perspectiva, el éxito parece ser el resultado del logro individual, medido por criterios universales, en esferas (educación, mercados laborales) que se caracterizan por un acceso relativamente irrestricto.
Al igual que en la ciudad y el campo de Smith, la interacción de tal virtuosismo con los procesos de exclusión selectiva solo puede observarse cuando cambiamos nuestra unidad de análisis para abarcar el mundo en su conjunto. Este cambio revela que la prevalencia de lo que serían características “logradas”