Alberto Granado

Con el Che por Sudamérica


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que tirar yo; lo recogí y con una grúa me izaron al otro barco. Ahí trabé amistad con dos turistas brasileñas, una de ellas estudia Bioquímica; se asombró de encontrar a un colega en esos trajines.

      Desde aquí veo las olas del lago; debido a un cambio de viento se está mojando la moto. Voy a ver si consigo una lona para protegerla...

      Estamos en esta pequeña ciudad chilena completamente varados. Tuvimos un grave percance mecánico que una vez más nos da la pauta de las pocas posibilidades de seguir el viaje en la Poderosa II.

      Francamente, el percance era de esperarse, así o de otra manera, pues hemos venido andando en las condiciones más precarias imaginables: el acumulador se nos rompió en Ballesteros, a solo 80 kilómetros de la partida; el freno trasero apenas frena desde Bahía Blanca, y prácticamente hemos venido frenando con las marchas. Es decir, que hemos tenido el lujo y corrido el riesgo de atravesar la cordillera más alta del globo casi sin frenos, pues de Junín de los Andes para acá el delantero tampoco frena mucho. Voy a seguir el relato de lo acontecido desde el día 15 hasta hoy.

      Luego de tapar la moto para protegerla del oleaje, seguí achicando agua hasta que llegamos a Petrohué. Allí nos pusimos nuestras mejores galas en el propio barco. Hasta el Pelao se bañó. Después fuimos a ver a las brasileñas. A la colega la llevé a la orilla del lago; luego de hablar de bioquímica pasamos de mutuo acuerdo a la anatomía topográfica... espero no haber llegado a la embriología.

      Por la mañana del día 16 nos propusieron que lleváramos una camioneta hasta Osorno. Ernesto la conduciría y yo lo seguiría con la moto. El camino hacia la ciudad bordea el lago Llanquihue, al pie del volcán Osorno. La lava de antiguas erupciones cubre parte del camino haciéndolo áspero y difícil de transitar.

      El paisaje es muy bello en los primeros kilómetros. El camino, a veces estrecho, está bordeado de árboles, que lo sombrean por completo. Una vez pasado el lago, el panorama cambia totalmente.

      Aparecen los fundos (pequeñas chacras o fincas) cultivados de trigo, por supuesto sembrado y cuidado por explotados arrendatarios, mientras los propietarios usufructuadores están en Osorno o en Santiago, parasitando.

      Llegamos a Osorno. Después de deambular sin resultados por el cuartel de Carabineros, fuimos a parar a una clínica –aquí se llama así al pensionado– de una casa de seguros. Nos recibió el administrador, muy atento y servicial, pero de una mentalidad tan infantil e ilógica que en diversas oportunidades soltamos la risa sin podernos contener. Nos quería convencer de la necesidad que tienen todos los países, el chileno en particular, de ser regidos por un dictador. Todos sus argumentos eran tan deshilvanados, tan traídos de los pelos, amén de los modismos lugareños con que los mechaba, que francamente parecía un personaje salido de una comedia. Lo único serio y peligroso de todo esto es que el deseo de tener una dictadura, representado aquí por el ibañismo, que son los seguidores del general Ibáñez, no solo ha arraigado en mentes como esa, sino que a lo largo de todos los kilómetros que hemos recorrido en Chile existe esa convicción. Solo Ibáñez salvará el país; no saben cómo ni de qué forma. Creen en él como en el hombre providencial, y por supuesto pronto tendremos otro país hermano bajo el peso de un gobierno de fuerza, dirigido por un hombre que ni siquiera posee la inteligencia de Perón.

      El día 17 salimos de Osorno y un accidente casi banal, la pérdida del tornillo del sostén del guardacadenas, nos retrasó varias horas. (A la Poderosa II le están saliendo todos los dolores). Al oscurecer pedimos guarecernos en un fundo. Recitamos el cuento del farol roto y nos permitieron quedarnos, además nos invitaron a cenar. El que nos atendió es un humilde arrendatario, a quien la dueña del campo y de varios fundos le niega una pequeña participación en su cosecha. ¿Quién va a arreglar estas injusticias? ¡Ibáñez! Fúser y yo nos miramos y en mudo acuerdo nos quedamos callados.

      Al otro día, con bastante precaución le comenzamos a hablar de reforma agraria, de que la tierra debe ser para el que la trabaja y no de quien a veces ni la conoce.

      El pobre hombre nos paró en seco. Nos dijo:

      –Yo no quiero que me den nada: “A quien Dios se lo dio... San Pedro se lo bendiga”. Lo que yo quiero es que me paguen lo que trabajo, y eso lo hará cumplir mi general Ibáñez.

      Bastante cariacontecidos le dimos las gracias y nos marchamos.

      Llegamos a Valdivia. Fuimos al consulado argentino. Nos atendieron muy mal. Claro... llegamos con nuestra indumentaria raidística, llenos de grasa y polvo, y el cónsul, todo limpio, pulcrito y tiesito, encontró que no éramos dignos de su atención y se desembarazó lo más pronto posible de nosotros.

      Salimos de allí, recorrimos el muelle que está sobre el río Calle-Calle, pues el puerto marítimo es Corrales, a 16 kilómetros de Valdivia, y solo tiene esa vía pues no se puede llegar por carretera. Caminando sin rumbo pasamos frente al diario Valdivia. Nos dimos a conocer y fue el comienzo de un nuevo período de vida. Inmediatamente nos hicieron un artículo a dos columnas, con una serie de ditirambos e inexactitudes que es para reírse a mandíbula batiente.

      Partimos como a las 17 horas rumbo a Temuco. Al anochecer llegamos a un fundo bastante grande llamado Los Ciruelos. Nuevamente hicimos el cuento del farol... que se nos acababa de romper, y como siempre, también al principio nos trataron fríamente, pero a medida que íbamos conversando y supieron que éramos doctores, la recepción se tornó más cálida, y del rincón de un depósito, donde nos instalaron al comienzo, fuimos a parar a la pieza de los huéspedes, luego de haber ingerido una buena cena, y tras haber narrado todas la peripecias del viaje.

      Salimos el día 18 rumbo a Temuco. A los 40 kilómetros, aproximadamente, se nos pinchó una goma. El día era bastante desagradable; caía una fina llovizna que paulatinamente nos iba empapando. Mientras sacábamos los bártulos para cambiar la cámara averiada apareció el sol bajo la forma de una camioneta cuyo conductor nos ofreció llevarnos hasta Temuco. Una vez colocada la Poderosa II (que está a punto de transformarse en la “Debilucha II”) en la caja de la camioneta, entablamos relación con el chofer. Resultó ser un estudiante de Veterinaria, de muy buenas ideas y carácter. Quedamos de acuerdo en que esa noche íbamos a salir de parranda.

      Bajamos la moto en una calle apartada. Mientras yo sacaba la rueda, Ernesto fue a una casa vecina a pedir agua caliente para matear. Lo atendió una criada, y no solo le facilitó el agua, sino que lo invitó a que entráramos la moto. Apenas instalados, llegó el “caballero” dueño de la casa. Un hombre de edad, que, según Fúser, debido a su indumentaria y sobre todo a su melena sin recortar, debía ser un artista algo bohemio, casi seguro un hombre de ideas izquierdistas. ¿Cuál no sería la desilusión que sufrió sobre sus dotes detectivescas cuando a poco de estar descubrimos que su desaliñada melena era una peluca?

      Lago Nahuel Huapi, Río Negro, Argentina, febrero 13, 1952. “Siguiendo nuestra política de no pagar nada que pueda evitarse, después de varias intentonas fallidas, conseguimos ‘pega’ en un lan­chón que iba a cruzar el lago Nahuel Huapi con una carga de maderas y un automóvil. Frente al lago fabricamos en sueños el Pelao y yo un Laboratorio Clínico de Investigación y Servicio, con un helicóptero para salir todas las mañanas a buscar el material de los dispensarios situados en la zona”. (Foto tomada por Ernesto mientras cruzábamos el Nahuel Huapi).

      Poco después, a solas con la empleada, la sometimos a un hábil interrogatorio; nos contó que el “caballero”, nombre con que lo bautizamos, y que en Chile se usa para designar al dueño de la casa, tiene doce pelucas y que había hecho un viaje a Buenos Aires para confeccionarse otras. Por supuesto, la información dio amplio campo a nuestro humorismo barato, mientras sudábamos tratando de sacar la maldita cubierta; tarea