Alberto Granado

Con el Che por Sudamérica


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indio como Chelforé o Quequén. Es lo único que dejaron de esa indómita raza los geófagos que desde Buenos Aires, París y Londres enviaban ejércitos de gauchos a “civilizar el desierto”, y de paso matar a los indios y quedarse con sus tierras.

      Después de varios retrasos, producidos por pinchazos en las gomas, llegamos a Cipolletti, una de las principales ciudades de esta zona de Neuquén. Pocos kilómetros antes de llegar se nota la presencia industriosa del hombre y la técnica. Los ríos canalizados hacen feraz y rica la tierra hasta entonces estéril. En lugar de matorrales se alzan árboles frutales y grandes extensiones de viñedos.

      Luego de varias infructuosas gestiones conseguimos que nos dejaran dormir en la comisaría, en un calabozo vacío. Al lado nuestro, en la celda vecina, había dos detenidos sentados frente a una opípara cena. Eran dos agiotistas detenidos temporalmente, los cuales se ganaban la incondicional y servil voluntad de los pobres agentes policiales dándoles la limosna de algunas botellas de vino.

      Es lógico que esto suceda, pues el dinero de las multas que les han propinado a esos ladrones llamados comerciantes no hace más que ir, de las pequeñas arcas donde estaba, a las enormes que poseen cuatro o cinco advenedizos que ocupan cargos oficiales, y de ahí a las de la oligarquía criolla o los bancos extranjeros. Ellos son los que usufructúan, como siempre, el dinero hecho con el esfuerzo del pueblo. Ese dinero debería ir a engrosar el presupuesto de la nación para que esta eduque al pueblo, que solo conoce las bellezas del alcohol, el fútbol o las carreras de caballos. Por siglos ha sido dirigido en esa dirección por la escuela, el púlpito y la prensa, todo en manos de los poderosos y ricos. Se le han cerrado las oportunidades de conocer su propio poder, que al mismo tiempo que originarían su rebelión, aumentarían su lógico deseo de vivir una vida mejor.

      Comentando esto con Ernesto, me sorprendió una vez más con una de sus frases llenas de razón; hablando consigo mismo, me dijo:

      –Petiso, esto es así. Cara y cruz, siempre las dos caras de la moneda: a la belleza del paisaje y la riqueza de la naturaleza se opone la pobreza de quienes la trabajan. A la hidalguía y desprendimiento de los pobres, la sordidez y espíritu miserables de los propietarios de la tierra y de los encargados de llevar las riendas del Estado.

      La expresión me caló hondo, y mientras dormía, entre la algarabía de los deshonestos comerciantes ya medio ebrios, me pareció oír el eco repetido de la voz de Fúser: ¡Cara o cruz! ¡Cara o cruz! ¡Cara o cruz...!

      Salimos a las 9 horas de Cipolletti. Cruzamos la ciudad de Neuquén, en donde compramos víveres. Seguimos hasta la estancia de Cabo Alarcón, donde almorzamos. Al reanudar la marcha comenzó a soplar un violento viento sur que nos azotó despiadadamente. El camino es áspero y el paisaje también. Se alternan cerros pelados con llanos de malezas achaparradas y una soledad inmensa. Kilómetros y kilómetros sin avistar una casa, un animal..., nada. Mientras guiaba, yo pensaba: “Si a nosotros, que sabemos que tras este tramo de carretera desértico nos espera la belleza de los lagos andinos, nos parece terrible el camino, ¿cómo sería para aquellos pioneros que lo recorrieron sin saber cuándo ni adónde llegarían?”.

      Mientras mi mente estaba en esta y otras reflexiones llegamos a Picún Leufú, donde cargamos nafta. Luego seguimos rumbo a Bajada Colorada. La aridez del terreno se acentuó aún más, y lo mismo la violencia del viento. Ya no era arena lo que golpeaba el rostro, sino piedrecillas que levantadas por los torbellinos chocaban violentamente contra nuestro cuerpo y las antiparras. Pocos kilómetros antes de Bajada Colorada, comenzó la verdadera precordillera, con subidas empinadas y bajadas bruscas.

      Llegamos a Bajada Colorada, a una filial del Automóvil Club Argentino (ACA). Como en todas las que hemos ido la atención fue pésima. Encontramos unos raidistas chilenos que se quejaron al unísono de la mala atención de esta institución, a la cual pagamos para que brinden ayuda a sus afiliados. Presa del burocratismo y el acomodamiento solo usa el dinero que recibe de los socios en viajes al exterior para sus dirigentes, y en propiciar eventos de carreras automovilísticas que le reportan pingües ganancias, pero al afiliado que con su pago mensual ha ido creando esta institución no le dan ningún servicio.

      Seguimos rumbo a Piedra del Águila. Debido a los cerros vecinos, la oscuridad llegó mucho antes que los días anteriores. Encontramos una alameda y nos desviamos pensando que era la entrada de alguna estancia. Antes de los 500 metros, el camino desapareció entre matorrales. Dejamos la moto y seguimos a pie hacia lo que creíamos que era una casa en penumbras. Resultó ser el resto de un antiguo fortín, especie de avanzada de los ejércitos de Buenos Aires en las tierras de los indios pampas, y que se llamó Fortín Nogueras. Volvimos en plena penumbra a la moto. Retomamos la carretera azotados por el viento que parecía ahora más violento, en contraste con el reparo que nos brindara la alameda.

      A los pocos kilómetros, andando casi a ciegas, caímos consecutivamente en tres baches y al salir del último me sentí despedido hacia adelante. Se había roto el cuadro de la moto. Febrilmente tratamos de montar la tienda de campaña, pero el vendaval nos impedía hacerlo. Por fin colocamos la moto contra un poste telegráfico, atamos en él un extremo de la tienda y con el resto hicimos una especie de muro que contenía la fuerza del pampero. Por la cercanía de la moto y del poste no podíamos hacer una hoguera, así que nos embutimos toda la ropa, nos metimos en las respectivas bolsas de dormir, y antes de entregarme en los brazos de Morfeo, le dije a Fúser irónicamente:

      –Esta vez la moneda cayó de canto.

      Hoy, luego de atar el manubrio con alambres para unirlo al cuadro, poco a poco llegamos a esta ciudad. Aquí soldamos la rotura. No conseguimos albergarnos y pedimos permiso para hacerlo en el taller mecánico donde nos habían arreglado la moto. Metidos en el foso de engrase estamos pasando la segunda incómoda noche del viaje.

      Llegamos al río Collón Cura, e hicimos el primer cruce de la moto en una balsa que corre a lo largo de un cable, para evitar que la rápida corriente la arrastre.

      A los pocos kilómetros del recorrido, encontramos un camino que lleva a una estancia. Entramos para tratar de comprar algo de carne para almorzar. La casualidad nos puso en el camino de ese establecimiento, que es una muestra de la penetración de los junkers alemanes, nazis por supuesto, en la Patagonia. De eso se habló en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, pero luego las noticias fueron silenciadas. El dueño es un alemán relativamente joven, con el aspecto típico de un oficial prusiano. Su apellido lo dice todo: Von Put Camer.

      La construcción del casco de la estancia imita las edificaciones de la Selva Negra alemana. Han traído hasta ciervos, que en estos años se han adaptado y reproducido en las zonas circundantes. Recorrimos todo lo que pudimos, pues el latifundio es extensísimo. Lo atraviesa el río Chimehuín, que es un clásico río de montaña: torrentoso, profundo y cristalino; muestra en su seno decenas de truchas arco iris.

      Nos olvidamos del alemán y de las conjeturas y nos metimos en la magia de la pesca. Un peón nos prestó un aparejo y pescamos varias truchas. Pensábamos comerlas asadas, pero en el camino nos encontramos un bosquecito de cerezas, el Pelao comió algunas, pero yo me di un atracón tal, que no pude comer ni los pescados, ni un costillar que asó Fúser y que tenía un aroma inigualable, y tuve que resignarme a pasar la noche y parte del día siguiente cagando.

      Son aproximadamente las 20 horas. Hace exactamente una semana irrumpíamos a esta misma hora en la ciudad de San Martín de los Andes. Ahora estamos a orillas del lago Nahuel Huapi, a unos 90 kilómetros de Bariloche. Frente a mí se extiende el lago de un hermoso color azul hasta hace unos instantes. Al ponerse el sol, se ha tornado en una ondulante superficie plateada. Al frente se alzan majestuosos los Andes, velados por una niebla azulina que le da mayor realce a su belleza. Mientras observo cómo el sol se oculta entre dos picachos nevados, trato de concentrarme para poder transcribir más o menos detalladamente todos los mínimos, pero para mí trascendentales hechos acaecidos en esta semana.

      El