Alberto Granado

Con el Che por Sudamérica


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de la flora y la fauna. También conocimos al sereno, que es un poema folclórico. Un gaucho típico de 150 kilogramos de peso que le cuesta desplazarse. Le gusta la charla y el tintillo, y nos quería retener a toda costa. Dormimos allí. Al amanecer, con una mochila de víveres salimos a conocer el lago Lácar. Las montañas lo rodean completamente, las laderas están cubiertas de árboles inmensos. Todo dimana una belleza primitiva y una serenidad que me subyugaron.

      Mientras tomábamos mate frente al lago, fabricamos en sueños el Pelao y yo un Laboratorio Clínico de Investigación y Servicio, con un helicóptero para salir todas las mañanas a buscar el material de los dispensarios situados en la zona.

      Salidos del ensueño volvimos al galpón y aceptamos una proposición de don Olate, el sereno, para trabajar como sus ayudantes en la preparación de un asado de cordero, en un almuerzo que el ACA les daba a unos corredores de automóviles.

      Durante todo el día acarreamos leña, hicimos fuego, subimos y bajamos el asador bajo la experta dirección de don Olate, que tal como esperábamos descargó todo el trabajo sobre nosotros, pero lo hacíamos con gusto.

      “Probamos” bastante el asado y lo regamos con abundante vino. Este nos instó a robarnos tres botellas de las muchas que había.

      Fúser se hizo el borracho, nos alejamos con ellas bajo la camisa y las escondimos en un hueco, cerca de la carretera, y muy orondos subimos a hablar con un nuevo personaje: don Pendón, un perfecto hermafrodita. Es un hombre, pero todo en él –la voz, el cabello, los senos, la forma de caminar– es propio del sexo femenino. En el cariotipo debe tener más X que un libro de matemáticas.

      Hablando con él comentamos que somos cordobeses. Nos informó que él trabaja con una compañía constructora donde hay varios cordobeses, y que uno de ellos se llama Luis Loyola. Le dije enseguida:

      –Ese muchacho es de Villa Concepción del Tío, seguro que es un amigo mío –y agregué antes de separarnos–, si lo ve, dígale que aquí está Granado.

      Mientras tanto ya había anochecido. Recogimos los restos del asado para la cena. Hicimos tiempo disimuladamente para que todos se fueran, y muy contentos de nuestra “viveza”, fuimos a buscar las botellas... Se habían evaporado.

      El día 3 fuimos a ver las carreras de autos, ya que debido a nuestro buen trabajo en el asado nos dieron como premio dos entradas. Fue un espectáculo aburrido. Cuando regresábamos, un jeep se nos interpuso, era don Pendón que traía a Luis Loyola.

      Después de los abrazos y preguntas de rigor fuimos a un bar. Allí nos estaban esperando Tomasito León, Horacio Cornejo y Alfredo Moriconi, viejos amigos míos también de Villa Concepción del Tío. La alegría que exteriorizaron los tres fue tan grande, que me sentí emocionado y feliz. Enseguida comenzaron los brindis y resolvimos irnos a Junín de los Andes, donde ellos viven. Dejamos en San Martín la carpa, los catres, etcétera, y salimos: ellos en el jeep y nosotros en la moto. Una vez en su casa comimos opíparamente y dormimos como lirones. Al día siguiente nos llevaron al campamento donde trabajan. Soldaron de nuevo, esta vez con soldadura eléctrica, el cuadro de la moto.

      Por la noche asamos un corderito bastante bien regado con vino de la región que es muy sabroso. Todo estaba muy bueno, pero lo que hacía que todo me pareciera bello era el cariño y afán de agasajarnos de los villareños. Recordamos los bailes, los picnics que patrociné y que luego, según decían, no volvieron a resurgir. Desfilaron todas mis conquistas amorosas: Tomasita, la Pirincha, la Liebre, la Gorda, hermana de Tristán y Horacio. En fin, que parecía que había tenido más aventuras que Casanova.

      El día 6, después de prometernos mutuamente encontrarnos en Villa Concepción del Tío un 8 de diciembre, fecha patronal del pueblo, emprendimos el regreso a San Martín de los Andes.

      El camino, muy malo y arenoso, nos obligó a andar despacio y pese a eso nos caímos varias veces, aunque sin mayores consecuencias. Pronto comenzó a mejorar tanto el camino como el paisaje. Una carretera de cornisa, tan pintoresca como peligrosa, nos llevó al lago Curruhué Chico, y pocos kilómetros después al Curruhué Grande. Este es un lago hermosísimo, rodeado de altos picachos, muchos de ellos cubiertos de nieve eterna. Inmediatamente nació en nosotros el deseo de escalar uno de ellos. Llegamos a la casa de un guardabosques y le pedimos que nos cuidara la moto. Le compramos dos panes y empezamos el ascenso.

      Al comienzo seguimos el curso de un arroyo que desemboca en el lago. El arroyo está completamente ocupado por enormes árboles como el copihué, lenga, roble, fresno, etcétera. El agua serpentea entre y sobre troncos muy grandes derrumbados por el rayo y el viento.

      A medida que ascendíamos, la pendiente se hacía más escarpada y el arroyo iba formando caídas de agua cada vez de mayor tamaño. Llegamos a una cascada bastante grande que nos obligó a dejar el curso del arroyo e internarnos en un espeso cañaveral sombreado por enormes árboles.

      Luego de cuatro horas de penosa ascensión llegamos a la parte boscosa del cerro y nos desviamos hacia un peñón que se yergue aparentemente inexpugnable. Subimos casi a gatas, agarrándonos de los peñascos y aprovechando cualquier accidente del terreno.

      Cuando estábamos a pocos metros del glaciar que corona la cima, Ernesto, que encabezaba la marcha, se aferró a una enorme piedra para subir apoyado en ella, pero esta se desprendió del resto de la roca. Desesperadamente trataba de sostenerla pues si caía lo arrastraba. Corrí a su lado y sostuve parte del peso con una mano, pero como no podíamos hacer pie para afincarnos corríamos el riesgo de ser arrastrados los dos. Con un poderoso esfuerzo nos separamos, él a la izquierda y yo a la derecha del pedrusco, lo dejamos deslizar entre ambos. Recién en ese momento cuando vi cómo descendía la enorme roca tropezando, saltando, para terminar haciéndose añicos a cien metros de nuestros pies tuve la verdadera dimensión del peligro que habíamos pasado.

      Después de un breve descanso, reiniciamos la marcha y a las diez horas llegamos al glaciar donde nos deleitamos con el inmenso paisaje que se extendía a nuestros pies. Nos arrojamos varios pelotazos de nieve y después de sacarnos tres o cuatro fotos iniciamos el descenso.

      Contentos por haber coronado nuestro esfuerzo emprendimos la marcha. ¡Qué lejos estábamos de imaginar las peripecias y penurias que íbamos a tener que soportar antes de poner fin a esa pequeña aventura!

      Comenzamos el descenso por el curso abierto de las aguas del deshielo, asiéndonos de las ramas de los arrayanes, que a esa altura crecen como matorrales. Había que hacerlo casi a gatas, pues las ramas ocupaban todo el espacio entre la pared del cerro y el abismo que se abría ante nuestros pies.