Alberto Granado

Con el Che por Sudamérica


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¿eh?”.

      Siguió el descenso a través del bosque y de los cañaverales envueltos en sombras, dábamos tropezones con los enormes troncos, caíamos, nos levantábamos y volvíamos a caer. Estábamos cansados, pero eso sí; animosos y contentos, matizando con una ocurrencia cada caída, o cada vez que nuestras ropas enganchadas a las matas nos impedían seguir. Al fin, alrededor de las 23 horas, nos encontramos otra vez con el arroyo. Seguimos su curso y al poco rato se nos presentó el maravilloso espectáculo del lago iluminado por la luna. A pesar de nuestro deseo de descansar no pudimos menos que sentarnos en el lindero del bosque a admirar toda la belleza del lago y los cerros que lo rodean, en ese momento plateados por la luz de la luna parecían bosques petrificados allí donde había sombras. Finalmente llegamos a la casa del guardabosques. Dormimos en la cocina.

      Al otro día por la mañana bordeamos el lago Lolog, llegamos a San Martín de los Andes; cargamos nuestras cosas y partimos. Pasamos a orillas del lago Machónico, y luego bordeamos el Villarino, después el Hermoso y el Correntoso. Finalmente decidimos quedarnos a descansar en el próximo que encontráramos. A los pocos kilómetros de haber tomado esa resolución se nos presentó el lago Espejo Grande. Imposible describir su belleza y serenidad; su nombre lo dice todo. Aquí tuvimos un incidente que terminó cómicamente, y que puso de manifiesto una vez más la capacidad de Ernesto para actuar rápido y de forma adecuada en el momento oportuno.

      Acampamos debajo de un arrayán florecido, casi pegado al lago. Comimos carne en lata y nos propusimos llenar el resto de nuestros estómagos vacíos con mate y pan duro.

      De pronto apareció un caminante. Se nos acercó y saludó. Lo invitamos a que se sentara para tomar mate con nosotros. Aceptó y comenzó una larga conversación, que a veces era diálogo y otras solo un monólogo. Comenzó haciendo el elogio a la moto, preguntándonos su precio, la capacidad de cilindrada, etcétera. Luego su atención se centró sobre los bolsos de cuero del equipaje, y más tarde sobre la calidad de nuestras camperas.

      Él hacía el mayor gasto de la conversación, yo le contestaba con mesura para no darle pie a su verborrea. Fúser no abría la boca, se limitaba a cebar mate. Al poco rato nuestro visitante comenzó a hablar de un ladrón chileno que merodeaba por la zona. Nos hizo una serie de advertencias sobre la peligrosidad de dormir al aire libre estando por ahí ese delincuente chileno que podría dejarnos sin moto, sin ropa y sin dinero. Yo le contestaba acorde con las circunstancias. Fúser, mudo como una esfinge, cebaba mate y observaba un par de patos que nadaban casi pegados a la orilla, cortejándose.

      El fulano seguía con su cantaleta del ladrón chileno y procuraba sacarle conversación al Pelao. De pronto, en un instante de silencio, Ernesto sacó de la caña de la bota el revólver Smith Wesson que cargaba y casi sin apuntar disparó sobre uno de los patos, que dio un graznido y quedó flotando de costado. Sorprendido por el disparo, el inoportuno visitante se paró de un salto y dejando el mate que estaba sorbiendo se despidió apresuradamente y retomó su camino, seguido de las carcajadas estruendosas de Fúser.

      Después de dormir al lado de la moto tapados con la lona de la carpa (nos dio fiaca armarla por una sola noche), al amanecer salimos rumbo a Bariloche. Luego de casi once horas de marcha desembocamos frente al famoso Nahuel Huapi, donde estamos.

      Tratar de describirlo sería repetir todos los lugares comunes. ¿Cómo expresar con palabras los colores cambiantes del agua y el cielo, la inmensidad de los picos nevados y la serenidad de todo el paisaje? Lo que puedo decir es que una vez más, sin previo acuerdo, nos desviamos de la carretera y nos acercamos hasta casi tocar el agua. Nos dedicamos a mirar y admirar toda la grandeza que se nos ofrecía a la débil luz de los moribundos rayos solares. Al fin solo las llamas de nuestra hoguera iluminaban tenuemente un trozo de la playa, y permitían vislumbrar la copa cuajada de flores del arrayán bajo el cual estamos acampados.

      3 Se refiere a la madre de los hermanos Cornejo.

      4 Planta gramínea, oriunda de Argentina y Chile, que se caracteriza por su madera dura.

      Hoy tuvimos percances mecánicos y solo recorrimos 40 kilómetros de los 90 que nos separan aún de Bariloche. Hemos perdido todo el día por problemas de la moto, pero lo que hemos visto y oído en estas 24 horas, bien vale el tiempo perdido.

      Para poder trabajar en la moto la llevamos empujada hasta un grupo de ranchos situados a un lado de la carretera. Pronto trabamos relación con algunos de los habitantes. Enseguida nos dimos cuenta de que no son de la región, sino santiagueños y riojanos, es decir, nativos de provincias que están casi a 2.000 kilómetros de esta zona.

      Intrigados fuimos llevando la conversación hacia el porqué de ese éxodo. Así nos enteramos de una de las más terribles formas de explotación que tienen los terratenientes argentinos, alemanes, israelitas y yanquis en esta riquísima zona agropecuaria.

      La extensa región, de alrededor de 200.000 kilómetros cuadrados, posee ricos pastos naturales y pequeños bosques que permiten que la oveja se críe extensivamente, prácticamente sin necesidad de mano de obra humana. Cada estanciero tiene dos o tres peones diseminados por sus tierras, ellos y sus familiares recorren a caballo grandes extensiones, observando algún animal herido o una oveja con mal parto; solamente cosas pequeñas pues estos oligarcas son tan hábiles como malos. Hasta al zorro colorado, que era el único animal salvaje que atacaba a las ovejas pequeñas, lo han exterminado. Para ello ofrecían un peso argentino por cada zorro macho que mataran, y cinco pesos por la hembra. Hace quince años atrás, cinco pesos argentinos eran el sueldo de una semana de trabajo de un peón, así que en pocos años exterminaron las hembras del zorro y prácticamente extinguieron la especie. Es decir, que la riqueza se les incrementa sin tener que invertir ni en instalaciones, ni en empleados o peones.

      Pero hay un período del año en que sí es necesaria una gran cantidad de trabajadores: el tiempo de la esquila. Entonces una vez más comienza a funcionar la perfecta máquina de la explotación.

      Se imprimen cientos de boletines ofreciendo trabajo, comida y buen sueldo a los esquiladores, y se reparten por Chubut, Neuquén, sur de Buenos Aires, Córdoba, Mendoza y llegan hasta de Santiago del Estero, San Juan y la Rioja. Los trabajadores de las cercanías que ya conocen la trampa no vienen, o tratan de neutralizarla, pero los desocupados de otras provincias llegan en grandes grupos, solos o con sus familias, pues necesitan trabajar; a ellos se agregan cientos de chilenos empujados también por el hambre.

      Es en estos momentos cuando el rostro feroz del capitalismo muestra su verdadera fisonomía.

      A una estancia donde se necesitan 300 esquiladores llegan 500 o más. Entonces el patrón, burlándose de las leyes sindicales del estatuto del peón, empieza una puja con la pobre gente que viene desde tan lejos; estos en lugar de unirse y decir “que nadie esquile a menor precio, que las ovejas se queden con su lana”, van entrando en componendas y terminan trabajando por un salario muy inferior al estipulado.

      En algunos casos, como el grupo que formaban nuestros interlocutores, se quedan trabajando esporádicamente para ser los primeros en la próxima esquila, y tratar de mejorar así su precaria situación.

      A medida que íbamos obteniendo todos estos datos de explotación y miseria, nos íbamos llenando de odio ante tanta injusticia contra el hombre. Pero eso no es todo. Al preguntar sobre el lugar donde se concentran los rebaños, nos dijeron que a orillas de los ríos. Eso les permite llevar lana por vía fluvial hasta los puertos, desde donde la embarcan hacia los mercados europeos.

      El saqueo no puede ser más perfecto. No necesitan ni cuidar ni mejorar las tierras, pues tienen millones de hectáreas. No necesitan invertir en sueldos, pues tienen miles de brazos desocupados. No necesitan construir caminos, pues los propios ríos les sirven de transporte, y la lana va directamente a las metrópolis, donde los dueños viven jugando polo, manejando su Alfa Romeo y los Bugatti; y al país solo