Mauricio Montiel Figueiras

La piel insomne


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libros: aquí un ejemplar de la Biblia, allá las novelas de caballería que eran las favoritas de papá. Luego salió. Atravesó el cuarto donde sus juguetes parecían cuchichear y la sala de televisión en cuya alfombra yacía un suéter de mamá, qué descuidada. Llegó al patio y avanzó hacia las jaulas que fulguraban entre los árboles. Los canarios cantaban, aleteando y brincando en sus columpios, contentísimos. Tenían suficiente alpiste. Sofía pegó el rostro a una jaula. El pájaro quiso picotearle la boca, qué travieso. Una ráfaga hizo vibrar el patio, trayendo un aroma dulzón que sofocó el del excremento de los canarios. A lo mejor cobre. Pero quién sabe. La niña se sintió repentinamente mareada. Cerró los ojos.

      Al abrirlos estaba frente a la puerta principal. Pese a que el mareo persistía, apoyó una mano en el picaporte y empujó. La puerta reveló la terraza despacio, despacio. El olor a cobre irrumpió en la casa, insoportable. Sofía estornudó. Llamó varias veces a mamá. No hubo respuesta, sólo el zumbido de los insectos que sobrevolaban los rosales del jardín. Y el susurro de la urbe que se entibiaba con algunas hebras de tráfico tras la verja. Y un goteo cercano. Drip, drip, drip. Quizá moscas. O un lavabo. O el crepúsculo hecho líquido en las baldosas. Drip, drip, drip.

      La niña pasó a la terraza con el alma en vilo. Había distinguido a papá, al menos una mano de papá que sostenía una botella medio vacía. Estaba en una butaca de mimbre volteada hacia la calle, hacia el semáforo que parpadeaba en una esquina invisible: rojo, amarillo, verde. La mano izquierda. La botella. Verde, amarillo, rojo. Sofía se aproximó, qué princesa tan chismosa. Rodeó la butaca hasta situarse frente a papá, que tenía los ojos abiertos y la miraba como ella lo miraba y sonreía doble, por los labios y por el cuello. Y la sonrisa del cuello era más amplia que la de los labios. Más húmeda. Más roja.

      Alguien derramó una cubeta a espaldas de Sofía. El agua le mojó los zapatos y empezó a resbalar por los escalones, teñida de carmesí. Un hilillo corrió por el último peldaño, se deslizó entre los rosales, alcanzó la verja y se perdió en la avenida dominical. Papá goteaba, terco: drip, drip, drip. El charco formado a sus pies era enorme. Tardarían varios minutos en limpiarlo. Qué lata.

      –No te quedes ahí, reinita, ayúdame a recoger. Acuérdate que el abuelo viene a cenar y odia los tiraderos.

      Giraste sobre tus talones. Yo dejé caer la cubeta, el cuchillo de cocina salpicado de gotas rojas: clonc. Intenté sonreírte pero no pude, hija, cuánto lo lamento. Sé que me comprendiste. Las dos estábamos tan emocionadas que se nos había olvidado cómo torcer la boca. Era fascinante ver que la sangre de papá regresaba a la ciudad de donde había venido, la mugre de vuelta a la mugre. Pero debíamos limpiar la terraza. Rápido. A conciencia.

      –Ve por la escoba, tigresita. Ándale.

      Obedeciste en silencio, como siempre: qué niña tan hermosa. Mientras yo iba por más agua comenzaste a barrer. Los peldaños cho rreaban. Los rosales se mecían en la brisa. Y tú, escoba en mano, se guramente pensabas que qué alivio, la pesadilla había terminado. Seguramente te despedías de todos los animales del sueño.

      Hasta nunca.

      Adiós, tigre, adiós.

      NATURALEZA MUERTA CON VENTANAS

      A Alain Robbe-Grillet, por el breve encuentro en Guadalajara

      Un cigarro recién prendido se consume plácidamente. El humo forma una columna que al cabo de cinco o seis centímetros empieza a zigzaguear y a descomponerse en un extraño diseño que se enrosca sobre sí mismo, dibujando siluetas que parecen subir por una soga. El cigarro ha sido colocado en un cenicero de cristal verdoso: una mano abierta, con los dedos extendidos, trabajada con un esmero tan próximo a la manía que es posible distinguir arrugas, líneas y venas, la divisiones de cada falange e incluso algunas cicatrices en los dedos índice, medio y pulgar. La punta del cigarro se apoya en la palma de la mano y el resto, apenas inclinado, descansa en la muñeca mutilada. En el filtro hay señales de saliva que han comenzado a secarse. El humo trepa sin cesar, deshaciéndose en figuras circenses.

      A la derecha del cenicero hay un reloj de madera labrada a mano, una antigüedad de aire barroco. La base está conformada por diez niños desnudos que sostienen la esfera de porcelana con manecillas negras, rodeadas de ángeles que devoran racimos de uvas. La manecilla menor apunta al número seis romano y la mayor se halla entre el dos y el tres; el tictac del reloj es casi inaudible, un murmullo que se diluye en el humo del cigarro. A la izquierda del cenicero hay una manzana madura partida en dos que, iluminada por una luz entre naranja y sepia, arroja una sombra paralela a la mano de cristal. El instrumento que partió la manzana permanece entre las dos mitades: un flamante cuchillo de cocina cuya hoja de acero inoxidable, sin mella ni mancha, lanza destellos plateados; todo indica que la fruta fue hendida de un tajo, un solo corte quirúrgico del cuchillo. Tras el cenicero, más cargada hacia la manzana que hacia el reloj pero aún sumida en la penumbra, hay una muñeca de porcelana con vestido de terciopelo guinda; está descalza y algunos bucles rubios, fugados del gorro que lleva atado bajo el mentón, le caen sobre la frente. Tiene un ojo azul bien abierto; el otro ha desaparecido. Entre sus labios gruesos y rojos, apenas separados, se advierte algo que semeja la punta de una lengua o quizás un opaco colmillo; manos y pies evocan una inflamación atendida a destiempo. Sentada en una revista abier ta en una página publicitaria, la muñeca tiene el vestido alzado hasta los muslos. Entre sus piernas se ven fragmentos de una fotografía en blanco y negro que abarca toda la página: el torso desnudo y el rostro torcido en una mueca de éxtasis de una rubia recostada en un lecho; también un brazo masculino que brota del pubis de la muñeca y hunde un cigarro bajo el pecho izquierdo de la rubia, en la piel sembrada de círculos diminutos. Al pie de la fotografía, junto a los talones de la muñeca, un eslogan pregona: “Encienda sus pasiones ocultas con los nuevos cigarros Frisson”.

      La mesa en la que están el cenicero con el cigarro, el reloj de madera cuyas manecillas no se han movido ni un milímetro, la manzana partida en dos con el cuchillo incrustado en medio, la muñeca tuerta y la revista que despliega el anuncio de la rubia, es pequeña y redonda, de un mármol que alterna vetas rosadas y sanguíneas. Su base es una delgada columna de bronce. El extremo inferior de la base, el que descansa en el suelo, termina en un tripié rudimentario que hace pensar en raíces. El extremo superior, el que sostiene el disco de mármol, estalla en líneas que imitan una maraña de ramas entretejidas, por lo que la primera impresión que causa la mesa es la de estar frente a un árbol en miniatura, un escuálido baobab con la copa repleta de objetos.

      Tres o cuatro metros tras la mesa, cargado a la izquierda de modo que la luz más naranja que sepia sólo baña la manzana partida, hay un enorme ventanal cuadriculado; las cortinas, de terciopelo rojo, han sido amarradas con cordones a los lados como si fueran trenzas. La cuadrícula del ventanal, hecha de pequeños travesaños de madera blanca y ligeramente ajada, se desdobla en el piso de la habitación; la silueta se alarga por efecto de la luz sobre la alfombra carmesí y se quiebra en la pared de enfrente, por la que asciende unos dos metros antes de interrumpirse con brusquedad. Junto al ventanal a través del que pueden verse unos pinos mecidos por un viento suave, la in sinuación de un parque o un bosque no muy lejano, hay una silla Luis XIV cuyo respaldo, forrado de tela oscura al igual que el asiento, presenta en su parte más alta una serie de incisiones practicadas con un objeto punzante. Ubicada a noventa centímetros de la mesa, la silla arroja una sombra que también se alarga en el suelo alfombrado y se quiebra en la pared que le queda a unos tres metros, donde traza un arco negro. El asiento de la silla está húmedo y hundido; de los brazos y las patas delanteras cuelgan fláccidas correas de cuero. Algunas hebras de humo, atraídas por la luz que desprende el ventanal, se escurren del cenicero a la silla y se enredan en el respaldo para esfumarse poco después.

      Frente a la silla, en la pared estriada por la sombra simétrica del ventanal, hay una pintura rectangular con marco de lámina de oro. A primera vista no llama la atención: es una naturaleza muerta similar a tantas otras que adornan salas y comedores, un bodegón común y corriente que no delata el empleo de una técnica relevante ni mucho menos innovadora. Lo único que sorprendería, y eso en el caso de un espectador poco interesado en las artes plásticas, es el tamaño del óleo: dos metros de longitud por uno y medio de altura. Aunque es factible