Mauricio Montiel Figueiras

La piel insomne


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Quizá por el tintineo con que el candil se balanceaba en el cielo raso al recibir las caricias del aire, por las plantas que seguían el compás del candil con un vaivén de tallos y hojas, por las butacas de mimbre que remitían a cabezas recargadas en los muros. Quizá porque ese era el lugar favorito de papá, el rincón donde se sentaba a descansar la mayoría de las tardes con una botella entre las piernas, la camisa desabotonada, los ojos desesperadamente fijos en la calle al otro lado de la verja que circundaba la casa, los labios apenas abiertos para reproducir viejas canciones de la radio. Sea como fuera, a Sofía no le terminaba de convencer la terraza: demasiada penumbra incluso a mediodía, demasiado olor a papá flotando como avispa en los rayos del sol.

      La niña respingó al sentir frío en los talones. Estaba descalza; zapatos y calcetas se habían esfumado. Frunció el ceño, molesta por las agujas de hielo que trepaban hacia sus tobillos, e imaginó músculos y tendones invadidos por una capa de nieve que crecía y crecía y crecía. Se apoyó en la escoba y levantó el pie izquierdo para examinarlo de cerca; hizo lo mismo con el derecho. No se sorprendió al ver que la piel de ambas plantas era una costra de callos surcada por hendiduras donde la sangre se coagulaba. Pero no había dolor, sólo el frío que ahora le llegaba a las pantorrillas.

      Los canarios cantaban, frenéticos, impacientes. Sofía avanzó entre las macetas y las butacas; advirtió que el suelo estaba empapado, que el sol que se filtraba hasta allí se disolvía en una gelatina por efecto del agua. Se detuvo frente a los escalones que se desplomaban en un desorden de piedra hacia el jardín y la verja, atenta a los rumores de la calle.

      Nada. Ni una ambulancia rumbo al hospital más próximo, ni un claxon que astillara la tarde. Ni siquiera los pasos de un hombre con un periódico bajo el brazo, el ajetreo de una mujer que iba retrasada a su cita de cine o café: nada. Qué raro. El silencio del domingo era más denso que nunca, casi un tallo que se podía masticar. La ciudad se reducía al trozo de calle recortado por la verja y al semáforo que parpadeaba, estúpido y solitario, en una esquina cercana. La ciudad, bien lo decía mamá, moría un poco cada domingo al crepúsculo.

      Sofía estornudó; el perfume de los rosales que poblaban el jardín era insoportable. Volteó hacia ellos. Por un momento creyó que las espinas habían aumentado de tamaño hasta volverse cuchillos como los que papá afilaba en la cocina cuando no podía dormir, pero bastó que se frotara los ojos para que los cuchillos recuperaran su condición de espinas mientras las rosas cabeceaban en el aire, lánguidas, hediondas. Sus pétalos, recorridos por mosquitos, develaban un centro jugoso rodeado de vellos que tenían algo de pestañas. Sofía se sintió incómoda al confirmar que sí, los ojos incrustados en las flores se abrían para observarla; las pestañas se desplegaban, sí, no era una ilusión, ahuyentando los insectos que volaban para posarse de nuevo en la pupila, en el cálido iris. Las rosas estudiaban a la niña y se balanceaban adelante y atrás, adelante y atrás.

      Sofía bajó la mirada. Pensó, al notar los rasguños en sus piernas, que quizás había caminado mucho tiempo entre espinas o cuchillos; además su vestido estaba sucio, cortado toscamente a la altura de las rodillas. Suspiró, pasándose una mano por la melena que le caía como un haz de trigo hasta abajo de los omóplatos.

      Alguien derramó una cubeta a sus espaldas. El agua le mojó los pies y resbaló por los escalones: drip drop, drip drop. Un hilillo corrió por el último peldaño, se deslizó entre los rosales, alcanzó la verja y se perdió en la paz dominical de la avenida.

      –A la hora que usted quiera, señorita.

      Inflamada por la rabia y el alcohol, la voz de papá sonó como balazo en la terraza. Las rosas parpadearon velozmente: uno dos, uno dos. Sofía no pudo evitar un sobresalto; estuvo a punto de soltar la escoba mientras el corazón le subía por la garganta en una ráfaga amarga. Tragó saliva. Giró. La voz de papá era ya un eco en los muros, la araña que rehuía ágilmente la gelatina solar de las baldosas, el cuchillo olvidado en una butaca de mimbre.

      Mamá dejó caer la cubeta que sostenía: clonc. Se arrodilló y comenzó a tallar el piso con una escobeta; de cuando en cuando se quitaba el mechón que el sudor le pegaba a la frente. Pronto la terraza se llenó de ese sonido semejante a la marea que exprimía la mugre del suelo con una cadencia circular, precisa. En vano Sofía trató de localizar a papá; aparte de mamá sólo estaba el cuchillo en la butaca, la araña neurótica, el eco en las paredes. Así que sonrió, más tran quila, y dio unos pasos, chapoteando y arrastrando la escoba, trazando estelas en el agua. Se detuvo junto a mamá y la llamó varias veces. La única respuesta fue la marea que eructaba pompas de jabón.

      Ríos de cochambre surgían de las manos de mamá, que mantenía la vista baja. Al acuclillarse, Sofía volvió a llamarla por su nombre; logró verle el rostro y ahogó una exclamación de asco. Las facciones de mamá estaban hinchadas, atravesadas por verdugones que remitían a los puños de papá, los nudillos de papá estrellándose en los pómulos porque otra vez azotaron la puerta, otra vez se bebieron mis refrescos; les voy a enseñar lo que es el respeto a las cosas ajenas y ojo por ojo, diente por mira allá va tu diente, ustedes me joden y yo me las chingo.

      Sofía inspeccionó la cara de mamá: los labios tumefactos, la nariz torcida por un golpe, la quemadura de cigarro cerca del ojo izquierdo, la cicatriz en la sien que quizá correspondía al filo de un mueble. Y mamá talle que talle, dale que dale la marea y su ocasional burbuja irisada como si fuera tan fácil eliminar la mugre de papá, como si la oreja derecha no estuviera casi desprendida y el vestido de novia no se redujera a pedazos, una colección de jirones que apenas cubrían la desnudez materna. Sofía tocó un hombro en el que se dibujaba la inconfundible señal de un mordisco y lo sacudió. Todo lo que hizo mamá fue detenerse un momento para toser; reanudó la limpieza mientras una lágrima zigzagueaba por su mejilla, pálida fruta magullada.

      –Cuando tú quieras, princesita.

      La escoba se escapó de las manos de Sofía: plop. Ella se incorporó, torpe. Casi tropezó con la cubeta al voltear hacia las butacas de mimbre y descubrir que el cuchillo era acariciado por unos dedos ansiosos.

      Papá torció la boca en una mueca que intentaba ser sonrisa; espinas de rosal habían sustituido sus dientes. Dio un trago largo a la botella que tenía entre las piernas y Sofía distinguió, en el fondo ámbar, varios insectos que se agitaban. Sintió náuseas mientras la falsa sonrisa de papá desaparecía y daba paso a una voz que venía de todas partes y de ninguna.

      –Ayuda a mamá, tigresita, ¿o quieres unas buenas nalgadas?

      Los labios de papá no se movieron. Otro trago a la botella y los dedos en el cuchillo, la camisa desabotonada hasta el abdomen, las primeras notas de una vieja canción en el aire. Los canarios habían enmudecido.

      Mamá continuaba tallando sin inmutarse; su mejilla estaba seca. Sofía recogió la escoba y empezó a barrer la mugre que brotaba de las manos de mamá, llevándola hacia los escalones de la terraza. Cascadas negras bajaron rumbo a los rosales que parpadeaban; el agua se perdió tras la verja, en la calle donde el único elemento vivo era el semáforo y su mirada triple y estúpida.

      Sofía observaba con fascinación el líquido que corría por los peldaños. Era como si toda la inmundicia de la casa hubiera decidido huir, regresar a la ciudad de donde papá la había traído día con día al salir del trabajo. Para Sofía la ciudad era papá, esa figura monolítica que tenía algo de edificio en la piel: papá y sus rugidos en los que se intuían embotellamientos, choques, autos fuera de control; papá y sus golpes que congregaban asaltos a mano armada, sirenas como las que se oían con mayor frecuencia al despuntar la luna, titulares de la nota roja que mamá hojeaba durante el desayuno. Papá y los fragmentos de ciudad que se guardaba en los bolsillos para distribuirlos por la casa: en la sala un claxon de autobús, en el comedor la silueta de un perro callejero, en el dormitorio la guitarra de un músico ambulante; aquí el radio de un taxi, la navaja de un delincuente, y allá una antena, un poco de esmog. Papá y la ciudad enterrada hasta la médula: oscura su ciudad, honda suciedad que ahora volvía a su lugar de origen.

      Sofía sintió –porque en sus sueños sentir se anteponía a escuchar, de hecho sentir se anteponía a todo– que papá se despegaba de la butaca y se encaminaba al centro